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Necrológica:ADRIANO GONZÁLEZ LEÓN | novelista
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

El autor de 'País portátil'

Juan Cruz

Cuando los amigos de Ángel González despedían al autor de Sin esperanza, con convencimiento, llegaba la noticia de la muerte en Caracas de un contemporáneo suyo, el novelista Adriano González León, que como el autor asturiano bebió de la vida su dolor, su alegría y su melancolía a partes idénticas.

Cultivó un estilo que era en sí mismo una literatura

Adriano, el autor de País portátil, una novela con la que ganó el premio Biblioteca Breve en 1968 y cuya genialidad le persiguió siempre como una bendición maldita ("¡estoy harto de que crean que sólo escribí un libro, y además portátil!"), fue un guadiana de sí mismo; durante años, después del éxito de aquella novela ("una manera distinta de ver el mundo", escribió Conrado Zuluaga), González León frecuentó bares y países, se bebió la vida de varios tragos, y finalmente regresó, a mediados de los noventa, con un relato espléndido, Viejo, que le devolvió a la luz con el vigor de su literatura diversa, vital, desasosegada, ardiente, como su personalidad y como sus pesadillas. En ese libro (que Gabriel García Márquez dijo que era la novela que a él le hubiera gustado escribir) refleja la gran pasión de Adriano, el ritmo y el idioma, la música dentro del estilo, mucho más que el argumento o la historia.

Cuando se produjo aquel regreso, con Viejo, del autor de País portátil, un periódico colombiano lo saludó con un titular que a él le divirtió siempre mucho: "[Adriano González León] No estaba muerto, estaba de parranda". De parranda y todo, apasionado y nocturno (como Ángel González, aunque éste fue siempre mucho más sosegado, cantaba, como Adriano, pero casi no se le oía), González León cultivó un estilo que era en sí mismo una literatura. No hacía falta que firmara los libros, en el tono ya está su signatura, poética, interior, casi angustiada, una voz pugnando siempre por ser distinta.

Fue diplomático en varios países, incluido España, y profesor, promotor cultural. En medio del marasmo de la vida que él eligió, también fue un gran organizador de actividades, en Venezuela y allí donde estuvo; era de izquierdas y venezolano, y esa naturaleza política y civil la tenía muy acendrada, en la conversación, en sus artículos de prensa, y también en los libros. Excéntrico con respecto a los mandarinatos (reales o supuestos) de la nomenclatura literaria, asumió siempre su estancia en la periferia del boom como parte de su propio código literario; el citado Zuluaga, especialista en García Márquez que prologó sus cuentos casi completos (Todos los cuentos más uno), señala a Adriano como el hombre de "una voz dueña de un lenguaje poético impregnado del habla urbana, de la lengua de los graffiti, de los avisos luminosos y las señales peatonales".

El de País portátil y Viejo fue un novelista de fuerte impregnación personal, Adriano era sus libros; si uno le leía en alto veía gesticular y vibrar a un hombre que siempre estuvo entusiasmado o triste casi a la vez. Ahora que ya no está sino en las fotografías, no puedo imaginarlo sin verlo atusarse la nariz mientras hablaba, como si al tiempo que expresaba una idea o un vocablo estuviera tratando de esculpirse otra nariz, otra mirada, otro gesto, otro Adriano.

Él es, me parece que con Alfredo Bryce Echenique, quien protagoniza una célebre anécdota en México DF, cuando ambos viajaban en taxi por esa locura de ciudad. El taxi pasaba ante una serie de vallas que hacían publicidad de Corona, "la cerveza de barril embotellada". En un momento determinado, Adriano hizo notar su perplejidad, gritando: "¡O es de barril o es embotellada!". Y el taxista mexicano se giró para decirle: "Señor, es lo mismo no más que diferente".

Otra vez, en Guadalajara (México), Adriano quiso congraciarse con el conductor que le transportaba del aeropuerto a la Feria del Libro, y cada vez que el venezolano elogiaba un tramo de la ciudad, el taxista le gritaba: "¡Cállese la boca!". Y así, varias veces. Despavorido, creyó que el taxista le amenazaba, abandonó el vehículo y siguió el viaje a pie, hasta que se encontró con sus amigos. "Creí que el conductor iba a sacar una pistola mientras me gritaba '¡Cállese la boca!". La carcajada fue sonora: en Jalisco la expresión "cállese la boca" quiere decir "está usted en lo cierto, siga hablando, no sabe lo de acuerdo que estoy con usted".

Tenía 77 años. Fue profesor de universidad, escritor de periódicos, crítico literario, novelista de gran pulso metafórico, poeta vallejiano (Hueso de mis huesos es su fruto principal en ese campo)... Siempre fue un inconforme, descontento consigo mismo, perplejo de existir, pero aferrado a la vida. Hablando con el crítico Julio Ortega de su antepasado Rómulo Gallegos hace sin querer una definición de su actitud vital, y por tanto literaria: "Secretamente, su enorme aliento de buey salvaje y maestro, se colaba en mi escritura y yo sentía que la tierra y sus bosques y sus ríos se metía con él en mis palabras, y que toda nuestra habladuría no era sino una alegre frescura de muchachos, a los cuales la política y los odios contagiosos de algunos viejos frustrados nos habían ocultado el horizonte". Así era, un buey salvaje, un escritor que quiso llevar a los libros, cuando empezó a ser muy libre la literatura de su idioma, "una alegre frescura de muchachos".

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