Lhasa de Sela, historia de un viaje mágico por la vida
Sus inquietantes ojos rasgados la situaban en algún lugar indefinido de la geografía terrestre. Quizás no fuera del todo humana, porque a veces su sonrisa de hada triste podía llegar a romperte el corazón, como sus canciones más melancólicas. Oficialmente era canadiense, porque las leyes nos obligan a ser de algún sitio, pero ella no quería ser de ninguna parte, porque Lhasa de Sela había crecido en un autobús, viajando entre México y Estados Unidos, jugando al teatro y a la música con su familia numerosa, y su nomadismo de infancia se impregnó en su ADN.
Le gustaba hablar español cuando estaba en Nueva York e inglés cuando andaba por México, y en Italia, donde yo la conocí, se reía a carcajadas tratando de hacerse entender con una mezcla de francés y español. Lhasa me adoptó en Nápoles. Ella viajaba con un amigo común y toda su troupe y ninguno hablaba italiano, así que, casi por casualidad, me convertí en una especie de guía turística un par de días.
Había hipnotizado a la ciudad con su música la noche en que nos presentaron. Siempre ocurría, sus conciertos creaban un inquietante silencio, reverencial, y el que dio en Nápoles, en aquel asfixiante verano de 2005, fue particularmente intenso, porque tocar al aire libre en una ciudad italiana "tiene algo mágico", decía ella. Todo era felicidad entre bastidores hasta que tuvimos que darle esquinazo a un fan, que la perseguía desde el inicio de su gira europea. Ella se agobió tanto que se fue a la cama. Le abrumaban los elogios y por eso le gustaba viajar, mezclarse con gente que no la conociera. En Montreal, la ciudad donde residía, era una estrella. En Nápoles, una guiri más, abrumada, eso sí, por un groupie obsesivo. Al día siguiente, las playas de Procida le hicieron olvidar el mal rato. Y los perros vagabundos que pueblan la isla. Se paraba a acariciarles y a hablarles, como si tuviera un canal de comunicación directo con ellos, al que yo apenas tuve acceso, porque no se abría con facilidad a los desconocidos, aunque te conquistaba en minutos. En persona o con su música.
Meses antes, yo había tenido la suerte de escuchar una versión inédita que compuso del tema Aatini Al-Nay, de la estrella libanesa Fairuz; bella y tristísima, algún productor avispado algún día la rescatará. Entre sus muchas patrias estaba Líbano, y la música era su forma de indagar en sus múltiples orígenes.
La vi un par de veces más. La última, en Montreal. Me la encontré por la calle. Hablamos un rato y me atreví a proponerle que colaborara conmigo, que hiciera la banda sonora de un documental en el que yo trabajaba. Le interesó mucho el tema, leucemia. Poco después supe que ella misma había comenzado a luchar "como Gengis Khan", en palabras de un amigo cercano, contra un cáncer de pecho. Paradojas crueles del destino. La enfermedad, que iba a ser la excusa para unirnos, impidió que volviéramos a encontrarnos.
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