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Columna
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Qué vergüenza

En general todos somos algo raros, la clave está en que disimulamos y así parece que todos somos normales, que existe la normalidad (en realidad solamente existe la anormalidad, pero como es lo único que hay pues acaba por ser lo normal; no sé si me explico). Pero ya puestos a raros, ahora que no nos oye ni lee nadie, reconozcámoslo, los gallegos lo somos un poco más.

Durante años permanecimos en un estado de rareza histórica, resistiéndonos a abandonar abruptamente el franquismo y oponiendo a la historia el fraguismo. Pero no estuvimos inertes e inalterables como la Bella Durmiente que no envejecía ni perdía belleza, aquí la sociedad, todos nosotros, con tanto fraguismo perdió cualquier fragancia; bajo la propaganda cosmética a toneladas nuestro aspecto es feo, como el retrato de Dorian Gray. El monte abandonado, quemado o listo para quemar, el paisaje destruido, la aculturación masiva son el espejo, los rasgos de nuestra alma colectiva degradada. A todos nos ha hecho daño, incluso a los disidentes, incluso a quien se haya opuesto a aquel estado de cosas. Lo vemos en la política, la incapacidad de éstos para romper con el modo de hacer política de aquéllos. Lo vemos en cómo todo cambia para que nada cambie.

Pero durante esa época, además de degradarse los atisbos de ciudadanía, se formaron auténticos monstruos. Empresas de comunicación, por ejemplo, que establecieron lazos tan fuertes con el poder político que pasaron a ser el verdadero poder. Y empresas que aprendieron a aprovecharse de un poder político que aparentaba ser todopoderoso pero que era debilísimo, empresas que dejaron de ser empresas del país para portarse como empresas coloniales que llegan a una colonia africana.

Ya lo vimos cuando tras el relevo en la Xunta fuimos abriendo los regalos sorpresa que nos había dejado la anterior Administración, entre ellos estaba la granja marina en un espacio protegido, Cabo Touriñán. Entonces el portavoz de la empresa Pescanova se manifestó con un desprecio absoluto hacia las nuevas autoridades gallegas, simplemente no las reconocía.

Es conveniente saber que esas cosas ocurren en algunos países africanos, donde las compañías extranjeras son dueñas de un sector productivo o de unos recursos y son quienes deciden el ministro del ramo. Pero que se comporte así aquí una empresa como Pescanova es una vergüenza.

Para los gallegos es vergüenza amarga porque nos da idea de nuestro fracaso histórico. Frente a esas empresas catalanas que crean riqueza dentro de un plan colectivo de país, en la lealtad a la sociedad que les dio su savia, sus recursos y su suelo, hay empresas nuestras que se comportan como extranjeras a su propio país, despreciándolo. Para más amargura, Pescanova era uno de nuestros símbolos, una empresa nacida del centro de nuestra economía y de nuestras rías, pero lo más triste es que fue una empresa alimentada además con el sueño galleguista y de la que nos hemos sentido orgullosos generaciones de gallegos. Pescanova ha sido uno de los exponentes de lo que este país puede crear, un desmentido al encogimiento y los complejos provincianos. Y todo para que sus actuales directivos ofendan a esta sociedad en sus legítimos representantes. No bastaron las cuantiosísimas subvenciones, no bastó que se buscasen para sus futuras granjas marinas nuevos emplazamientos que respeten las leyes y nuestro territorio, no bastó todo eso para que tratasen con respeto a este país y este mar del que salieron. Es difícil imaginar mayor desagradecimiento, falta de elegancia y de respeto hacia nosotros.

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Siempre creí que el colonialismo -o el clasismo profundo, que es lo mismo- iba acompañado forzosamente de una gran ignorancia fingida o verdadera, casi siempre verdadera. Sólo desde la humildad se consigue conocimiento, eso lo sabe el científico que se acerca a estudiar lo que le interesa y lo sabe el empresario que sabe de dónde procede su riqueza empresarial. Una empresa que creíamos nuestra ha exhibido una ignorancia y soberbia suprema. Veremos si es capaz aún de verse en un espejo limpio y, tras sentir vergüenza, lavarse la cara.

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