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Columna
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Fallas fuera de control

La ciudad de Valencia recupera hoy su ritmo normal, después de diez días que para gran parte de sus vecinos han sido lo más parecido a un infierno. ¡Y eso que entre la lluvia y el calendario la cosa no ha sido tan dura como otros años! El caso es que hemos logrado, entre todos, convertir unas fiestas populares a las que casi todo el mundo tenía cariño en algo insoportable. Aunque la juerga, como siempre, va por barrios.

Las clases pudientes de la ciudad lo tienen más o menos fácil. Según les guste o no la fiesta en sus actuales coordenadas se quedan en Valencia o se largan. Si les apasionan las ofrendas propias de otras épocas, la vida de casal en gigantescas carpas, los omnipresentes fuegos artificiales, las masas fritas en aceite dudoso o las noches donde todo está autorizado... pues se quedan y a disfrutar. Se lo pueden permitir. Ya se sabe que sarna con gusto no pica. Pero, caso de que formen parte de la inmensa mayoría de valencianos que vive con horror esas manifestaciones festeras, siempre les queda la opción de largarse de la ciudad. Tienen segunda residencia, dinero para montar un viajecito con la familia y, habitualmente, cierta capacidad para flexibilizar sus obligaciones laborales. No es extraño, por ello, que los cálculos al uso indiquen que durante la semana fallera suele ser mayor el número de personas que huye despavorida de la ciudad que el de quienes acuden atraídos por los supuestos encantos del caos josefino.

Por el contrario, son muchos los trabajadores que, ante la barbarie fallera que se extiende como una imparable marea de chapapote, no tienen más remedio que permanecer en la ciudad, currando cada día, a pesar de contar con una ruidosa y molesta verbena bajo la ventana dedicada a machacarles la vida noche tras noche. Las personas mayores, enfermas o que han de permanecer en casa por la razón que sea durante estos días tienen muchas probabilidades de vivir pesadillas variadas de todo tipo. Es sabido que cualquier emergencia o incluso pequeños inconvenientes pueden devenir fácilmente en desastre.

Se supone que el hecho de que estemos en fiestas lo justifica todo. Hay cierto acuerdo social, incluso reflejado en algunas leyes (por ejemplo, en materia de contaminación acústica), que entiende que los valores culturales y tradicionales que quedan plasmados en las fiestas populares permiten justificar la desaparición temporal de muchos derechos básicos. Pase. Aceptemos mascletades y cremas, por molestas que puedan ser. Asumamos el incordio que puedan generar los cortes de calles por actividades falleras y la vida en la calle de las comisiones. Sobrellevemos con entereza cosas tan perturbadoras en muchos planos como la Ofrenda, dado que parece que a muchos ciudadanos les entusiasma... Pero habría que empezar a marcar límites a las crecientes, y cada vez más invasivas y molestas, actividades mercantiles que, al amparo de la fiesta, menudean y proliferan como hongos. Porque las verbenas para que los organizadores se forren, los tenderetes de venta de todo tipo de cachivaches, la música con amplificadores en cualquier calle y esquina hasta altas horas de la madrugada... nada tienen que ver con la fiesta. Son actividades que persiguen, simplemente, ganar dinero. No hay razón alguna para que puedan ampararse en la manida excusa de que estamos en Fallas para hacerlo sin necesidad de respetar los derechos de los demás.

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