‘Yellowjackets’: las señoras de las moscas
La serie de Movistar + reinventa y expande de forma brillante los límites de clásicos femeninos de los noventa para explorar a fondo lo complejo, y también, violento, de crecer siendo chica
En algún momento de 1992, Courtney Love y Eric Erlandson, por entonces la única mitad existente del grupo Hole, la otra mitad acababa de abandonarlos, escribieron a medias una canción, una oda a la autodestrucción femenina ante el espejo de lo social, que ha tardado casi dos décadas en encontrar su lugar. Es un lugar justa, desesperada y deliciosamente macabro, de piezas que no encajan, pero que fingen mu...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
En algún momento de 1992, Courtney Love y Eric Erlandson, por entonces la única mitad existente del grupo Hole, la otra mitad acababa de abandonarlos, escribieron a medias una canción, una oda a la autodestrucción femenina ante el espejo de lo social, que ha tardado casi dos décadas en encontrar su lugar. Es un lugar justa, desesperada y deliciosamente macabro, de piezas que no encajan, pero que fingen muy bien hacerlo. No en vano, de eso, del abismo que muerde desde dentro, habla Miss World, eje sobre el que Karyn Kusama edifica el fascinante tono de Yellowjackets (Movistar +). Se trata de un regreso, en hasta el último sentido, al cine indie de los noventa, una expansión del brillantemente salvaje universo trazado por clásicos de lo colectivo en femenino como Heathers (1988) y, por qué no, Jóvenes y brujas (1996), que normaliza la excepción y podría haberla convertido en regla.
Kusama, tan amante del mejor disco de Hole, Live Through This, que incluso le dedicó su primera película —Jennifer’s Body es, además de su fascinante debut tras la cámara, una canción de ese álbum—, imprime un tono que homenajea todo lo homenajeable a lo escrito por Ashley Lyle y Bart Nickerson, el matrimonio que hay detrás de la historia que puede verse como un cruce entre Perdidos, ¡Viven!, y El señor de las moscas de un William Golding que hubiera leído Carrie, de Stephen King, y hubiera decidido que una micro sociedad de chicas en mitad del bosque iba a tener muchas más posibilidades que una de chicos. Porque las tiene. En parte, porque, a día de hoy, seguía siendo un terreno frondosísimo, tan tímidamente explorado por la ficción de cualquier tipo, que, de entrada, el misterio estaría de su parte.
Aplastar para pertenecer
Pero empecemos por el principio. Esto es lo que se cuenta en Yellowjackets, un híbrido de tantísimos géneros que permite obviar la misma idea de género —terror, comedia, drama, aventura macabra, rarísimo coming of age—. En el año 1996, un equipo de instituto de fútbol femenino, las Yellowjackets del título, viaja en avión, desde su Nueva Jersey natal a otro punto de Estados Unidos, sin más compañía que un par de entrenadores y los dos hijos adolescentes de uno de ellos (uno de los cuales odia a las chicas por su protagonismo perdido, un guiño a estos tiempos tan sutil como perfecto). Van a participar en las competiciones nacionales porque son francamente buenas. Todas menos la que el día de antes se parte la pierna —hueso a la vista— por ser demasiado mala. He aquí una primera muestra de la crueldad, infinita, de las chicas.
Algo va mal y el avión se estrella en mitad de un bosque al que nadie acude a buscarlas. Pronto sabremos por qué. Y cuando lo sepamos, tendremos ante nosotros la primera de las moralejas del asunto: excluir es peligroso. Peligrosísimo. Y he aquí la principal virtud de una producción que trae de vuelta a tres nombres clave de ese cine indie de los 90 —Christina Ricci, Juliette Lewis, y la criatura celestial Melanie Lynskey, soberbias las tres en la piel de tres de las supervivientes en un futuro en el que siguen sin ser nada más que heridas abiertas—, que permite detectar cada uno de los errores del pasado, incluida la exclusión de las chicas de la propia idea de una maldad construida por necesidad, la necesidad de aplastar para pertenecer, algo jamás visto con tanta claridad y matices como aquí.
Porque, evidentemente, tras el accidente llega el hambre y la cosa se tuerce terriblemente. “¿Sabes qué? Lo que me atrae de lo caníbal es la idea del hambre. De la cantidad de formas en que las mujeres se mueren y se han matado de hambre a lo largo de la Historia. Literal y metafóricamente. La vida de las adolescentes y las mujeres está marcada por su relación con su cuerpo. Y de eso creo que se habla a través del canibalismo tanto en Jennifer’s Body como en Yellowjackets, de lo que llegas a odiarte por tener que encajar físicamente”, dijo hace no demasiado Kusama respecto cómo su ópera prima y su primer episodio piloto dialogan, de alguna forma, entre sí. Lo hacen, sin duda, y su respuesta pone el dedo en la llaga.
Modelar a golpes
La soberbia construcción de personajes, y la decisión de despedazar la historia, contarla en dos tiempos, el presente amenazado por una ridícula postal de las protagonistas —alguien sabe exactamente dónde encontrarlas, y quiere algo, que para el espectador es un misterio, gracias a la cantidad de capas en que se articula la trama—, hace el resto. Esto es, contar como nunca de qué forma la amistad, y enemistad femenina modela, tan a golpes, a veces de una forma tan retorcidamente dolorosa como por completo aceptada, invisible, no vista. Entre otras muchas cosas, Yellowjackets permite a la relación entre chicas mirarse durante el tiempo que sea necesario a un espejo que la ficción apenas había puesto ante ella, y pensamos, más que en sucedáneos mainstream, en los minutos iniciales de la adaptación que hizo Brian De Palma de Carrie.
Pero sin el viaje temporal constante —a lo Perdidos y, sobre todo, a lo Orange Is the New Black— que permite entender a cada una de las protagonistas, que visitan, desde el presente, incluso a su yo niña, atando hasta el último cabo de su insondable mundo propio, la cosa no alcanzaría la cota de perfección que alcanza. Porque Yellowjackets es una serie que crece a medida que avanza, como el bosque en el que las chicas estuvieron 19 meses perdidas, se vuelve más y más frondosa, e instala en el espectador la sensación de deuda ante la exclusión que ese tipo de personajes —un mundo que era la mitad de la población mundial— sufrieron especialmente en los noventa.
Un último apunte sobre la idea de la exclusión. Cada éxito escrito por una mujer que suena —y el Down by the Water de PJ Harvey es el mejor ejemplo, ¿cómo no pudo sonar en su momento en ninguna parte? ¿Cómo pudieron estar todas ahí sin que nadie las viese?— es un disparo a una década que, en palabras de Kusawa, “masticaba y escupía a las mujeres, y luego las culpaba por acabar hechas pedazos”. Sin duda, una de las series del año. Y la mejor del fin de año.
Puedes seguir EL PAÍS TELEVISIÓN en Twitter o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.