Muerte en directo de una platanera
Un agricultor observa desde la montaña de La Laguna cómo una nueva colada arrasa la plantación que ya había repartido entre sus hijas
La nueva colada del volcán baja rápida hacia el mar, y desde la montaña de La Laguna Antonio Ángel Brito, de 69 años, mira en silencio cómo la platanera de 2.000 metros cuadrados que logró reunir entre lo que heredó de su madre y “otros trocitos” que le compró a su tío está a punto de desaparecer. El río de lava, que avanza en silencio cuando engulle casas o caminos, enloquece al toparse con los plásticos de los invernaderos, los productos químicos que no fueron sacados a tiempo de las plantaciones o el agua de los aljibes y las tuberías subterráneas. Entonces, una cadena de explosiones y fuma...
La nueva colada del volcán baja rápida hacia el mar, y desde la montaña de La Laguna Antonio Ángel Brito, de 69 años, mira en silencio cómo la platanera de 2.000 metros cuadrados que logró reunir entre lo que heredó de su madre y “otros trocitos” que le compró a su tío está a punto de desaparecer. El río de lava, que avanza en silencio cuando engulle casas o caminos, enloquece al toparse con los plásticos de los invernaderos, los productos químicos que no fueron sacados a tiempo de las plantaciones o el agua de los aljibes y las tuberías subterráneas. Entonces, una cadena de explosiones y fumarolas de distintos colores avisa de su llegada. Brito, que tiene el rostro curtido y los ojos claros, observa el desastre y se esfuerza por atar en corto la emoción. “Lo estoy pasando mal”, admite, “pero delante de la familia tengo que contenerme. Cuando no me ven, me vengo abajo”.
Una pareja de la Guardia Civil desaloja, a eso del mediodía, a los curiosos que han triscado hasta lo alto de la montaña para observar un espectáculo sobrecogedor. A la izquierda, a unos cuatro kilómetros mal contados, el volcán sigue desatado, escupiendo fuego y trozos de lava del tamaño de edificios, rugiendo sin compasión. Aunque el día es luminoso en la isla de La Palma, el humo cargado de ceniza crea sobre el volcán un espacio de sombra solo roto por la herida incandescente de la colada. Los agentes dejan que se queden un rato más los vecinos que, como Brito, han venido a despedir de cuerpo presente unas tierras que son también su sustento y su legado. “Aquí es costumbre”, explica, “que los padres repartan entre los hijos lo que posean a partes iguales, bien una parcela para hacerse una casa o una tierra de cultivo. Yo tengo dos hijas, y ya había dejado por escrito lo que les correspondía de la platanera. Ahora, ya ve…”.
Mientras la lava sigue acercándose a su platanera, Antonio Ángel Brito resume su vida con cuatro trazos: “He trabajado desde pequeño. A los 13 años el padre se enfermó y tuve que ayudar. Dejé hasta los libros en la escuela, no fui ni a buscarlos. Desde entonces me dediqué a la agricultura. Mi padre era un buen deshijador y se puede decir que yo heredé su habilidad. Deshijar —se apresura a explicar Brito ante la ignorancia evidente del reportero peninsular hacia una palabra que se sigue usando en Canarias y América y hasta viene en el diccionario de la RAE— es quitar de la planta los hijos que no sirven y dejar solamente uno para que el año siguiente vuelva a dar otro fruto”. Por si quedara alguna duda, Brito se agacha sobre la tierra mezclada de ceniza y hace un dibujo. Luego sigue: “La verdad es que se me dio bien y hasta me llamaron tres veces de Madeira para que enseñara la técnica, y también la asociación de agricultores de aquí de La Palma me contrató para dar unos cursillos”.
El caso es que, entre unas cosas y otras, el agricultor que no pudo ir al colegio para ayudar a su padre enfermo, logró ir comprando unas tierras en esta zona tan fértil de Todoque, no muy lejos de donde la primera lengua de lava sepultó hace ya dos semanas el barrio entero, con su parroquia levantada en los años 50 —no por el episcopado ni por un rico beato, sino por el esfuerzo de sus vecinos peseta a peseta, quien las tenía, y si no aportando su trabajo—, con su colegio, su ambulatorio, su supermercado, su peluquería. “No debo quejarme demasiado”, zanja Antonio Ángel Brito, “porque yo no soy mejor que nadie, y a otros el volcán los ha dejado sin nada”. Se despide con un apretón de manos justo cuando la lava del volcán está a punto de borrar para siempre sus 2.000 metros cuadrados de plátanos. Se aleja de la montaña rodeado de varios amigos, sin mirar atrás.
En la cumbre, ya solo queda un amplio surtido de fuerzas de seguridad. Soldados de la UME, policías locales de El Paso, guardias civiles que son también vecinos y otros más jóvenes, embutidos en sus uniformes negros de los grupos especiales. También hay unas personas de una operadora de drones que hacen pruebas para atar a uno de los aparatos agua y comida para tratar de acercárselas a unos perros que han quedado atrapados —o abandonados, quién sabe— entre las plantaciones aisladas por dos lenguas de lava.
No muy lejos, en la explanada de la iglesia de Tajuya, Noelia García, la alcaldesa de Los Llanos de Aridane, no se aparta de sus prismáticos, ajena al revuelo generado a su alrededor por la visita de la ministra de Defensa, Margarita Robles. Está preocupada García por la velocidad del caudal de lava, por la dificultad de garantizar el suministro de agua, porque faltan brazos para quitar la ceniza de los tejados, y porque, con la caída de la última casa, el barrio de Todoque ya solo existe en la memoria de sus vecinos.