Gente tóxica: un mantra social sin base científica para echar balones fuera
La moda de atribuir toxicidad a las personas ignora la complejidad del ser humano, fomenta culpar a los otros por sistema e impide que exploremos por qué la interacción con ciertos individuos nos genera malestar
Los gurús de la psicología ligera nos repiten que las personas tóxicas existen. Su potencial dañino, según sus alertas, puede oscilar entre los residuos radiactivos y un leve vertido petroquímico, pero el mensaje coincide: hay individuos que, de forma inherente, emanan toxicidad. Proliferan manuales para aprender a reconocerlos y a escapar de su terrible influjo. Aquellos rasgos que supuestamente los delatan conforman una antología de la maldad en su versión más retorcida: vampirismo energético y envidia crónica, sutil manipulación y egotismo sin fisuras, negatividad sistemática y cínico maquiavelismo. El término se aplica alegremente a parejas, jefes, padres o amigos, con el supuesto diagnóstico siempre a cargo de su teórico sufridor. Al parecer, todos podemos ser víctimas de gente tóxica. Y a todos, por supuesto, se nos puede calificar como tales.
A pesar de su popularidad, la categoría carece por completo de base científica. Hablar de consenso respecto a sus características carece de sentido, ya que no se trata de un fenómeno de investigación empírica. Su vaguedad está más próxima a las acusaciones medievales de brujería que al estudio riguroso de la mente y el comportamiento humanos. Aun así, sin observación analítica ni criterio estable, las advertencias sobre los humanos tóxicos han corrido de boca en boca hasta convertirse en un mantra social.
“Vivimos una época de psicología pop que genera modas banales y muy peligrosas”, estima Oriol Lugo, psicólogo clínico y autor de ¡Corta por lo sano!, una obra en la que, tras argumentar la inexistencia de personas tóxicas, aborda qué subyace a las relaciones nocivas, que expone que sí son innegables. Fabián Ortiz, psicoanalista en el gabinete barcelonés Vida Plena, apunta que “estamos enfermos de etiquetas y esta es una más que lanzamos indiscriminadamente a partir de ciertas lecturas”. En un rastreo por internet, la opinión de estos dos expertos se diluye entre decenas de escritos —muchos firmados por profesionales de la salud mental— que dan por cierto, como dogma de fe, que las personas tóxicas viven entre nosotros y esperan a la vuelta de la esquina para drenarnos la autoestima o escalabrar nuestra paz mental.
Aunque es difícil seguirle el rastro, resulta probable que la expresión fuese acuñada por la autora estadounidense Lillian Glass, quien en 1995 publicó el libro Toxic people. Su obra se convirtió en un bestseller mundial y encendió la mecha de un término irresistiblemente evocador. En su página web, Glass, que no tiene estudios de psicología, se denomina a sí misma “primera dama de la comunicación”. Otro libro suyo pasa de nivel en la detección de sujetos amenazantes y ofrece una guía para identificar terroristas a ojo mediante el análisis de su lenguaje corporal. En castellano, hay autores como Bernardo Stamatea que han hecho de la toxicidad en la gente su marca editorial. Y Marian Rojas Estapé ha conceptualizado la antítesis de la gente tóxica: las personas vitamina. “Son etiquetas que funcionan muy bien como estrategia de marketing para vender libros”, sostiene Lugo.
Según Buenaventura del Charco, psicólogo y autor del libro Hasta los cojones del pensamiento positivo, este etiquetado a discreción responde “a la lógica de la sociedad de consumo en las relaciones personales: ese aporta o aparta, el que te da cosas buenas y el que te da cosas malas, sin grises”. Amén de un simplismo maniqueo, Del Charco considera que tachar a alguien de tóxico implica una autoridad moral que “inhibe la autocrítica”. Lugo añade que “lanzar la culpa a los demás resulta muy cómodo”. Y Fabián Ortiz incide en la idea de vínculo como campo de crecimiento personal: “Cuando algo no me gusta de alguien, quizá podría cuestionarme qué me pasa a mí con esa otra persona; el otro me interpela, me cuestiona, me inquieta”.
En lugar de estimular una mirada hacia dentro, según Ortiz, la metáfora de lo tóxico empuja a atacar o huir, las respuestas lógicas ante un peligro percibido. Sin negar que haya relaciones —sentimentales o de otro tipo— en las que lo mejor sea dar un paso al costado porque son eminentemente malas para uno, este psicoanalista advierte que no hay que “olvidar que el problema ocurre en el ámbito relacional y no procede de algo ontológico que se da en determinadas personas”. En la infinita diversidad de las interacciones humanas, las colisiones y acoples —los perjuicios y beneficios que estas nos reportan— son siempre contextuales. “Habrá conductas que a alguien le resulten nocivas y a otros no”, subraya Del Charco.
Narcisismo y otros trastornos de personalidad
Con frecuencia, los listados de rasgos tóxicos se entremezclan y confunden con los síntomas de los llamados trastornos de personalidad, una tipología diagnóstica de uso habitual, aunque no exenta de polémica, tal y como recogen sendos manuales publicados al respecto por las editoriales académicas de las universidades de Cambridge y Oxford. En esa categoría de trastornos caben desde el pensamiento paranoico hasta los patrones antisociales, pasando por un acusado histrionismo. Dando por hecha su validez, las descripciones de personas tóxicas entrarían en este caso en el dominio de lo patológico. Pero los mensajes alarmistas que las acompañan no suelen discernir entre enfermedad y lo que, coloquialmente, se denomina tener mala uva. Pocas veces animan, en palabras de Del Charco, “a entender por qué algunas personas se comportan de determinada forma”. El foco es, casi siempre, proteccionista, con una moraleja al unísono: salir corriendo de ellas como de la peste.
Tener actitudes de narcisista irredento es un fijo en la multitud de retratos robot sobre la persona tóxica que pululan por la red. De nuevo —y paradójicamente—, Ortiz percibe en la etiqueta y su uso generalizado una tendencia a velar exclusivamente por las propias necesidades y a echar balones fuera al menor contratiempo. “Para no ser proyectivo, para no empeñarme en que todo es culpa del otro, he de dejar el narcisismo de lado y currarme mi trabajo personal, hacerme cargo de mi malestar”, sostiene. Además, Lugo observa, en la moda del etiquetado masivo sobre la toxicidad humana circundante, síntomas de una sociedad infantilizada y una clara manifestación de la ley del péndulo: “Venimos de un pasado en el que se normalizaba la violencia y ahora estamos en el otro extremo: todo puede resultar ofensivo”.
Con el dedo acusador que señala toxicidades rondando por doquier, Del Charco lamenta que el miedo a su estigma pueda conducir a “la represión emocional, a aparentar estar mejor de lo que estamos para que los demás no se alejen de nosotros”. En sentido opuesto, continúa, el temor que se nos inculca sobre el poder abrasivo de las personas tóxicas provoca sensaciones de excesiva fragilidad, “como si fuéramos figuras de porcelana”. Este especialista propone transitar por el mundo con confianza, tratando con personas que no siempre son de nuestro agrado y defendiéndonos cuando la situación lo requiera: “Hay gente que es un coñazo o que está amargada, y, salvo casos extremos, no es tan grave; lo podemos soportar, no tenemos que erradicarlo de nuestra vida, sino más bien aprender a poner límites cuando sea necesario”.