Los baobabs alertan de la emergencia climática en Malí
Con más del 58% de su superficie desertificada y alrededor del 42% amenazada por el avance imparable de la deforestación, el país africano debe combatir estos problemas capitales que amenazan su territorio
Si durante estos días los medios de comunicación a nivel mundial tienen puesto el foco de atención en la ciudad de Sharm El Sheij (Egipto), donde se celebra la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27), entre 1984 y 1985 dieron a conocer al mundo la existencia del denominado “cinturón del hambre”. Por aquel entonces, una intensa sequía azotó el Sahel, la vasta región que atraviesa África desde el océano Atlántico hasta el Mar Rojo. El estrés térmico y los suelos arenosos de esta inmensa área de más de cuatro millones de kilómetros cuadrados propiciaron que sus habitantes, en su mayoría residentes en zonas rurales, padecieran una crisis alimentaria sin precedentes, cuya repercusión mediática supuso el inicio de un nuevo paradigma en el seno de la comunidad internacional sobre las consecuencias venideras del cambio climático.
Casi 40 años después, resulta paradójico no solo que la COP27 tenga lugar en el continente africano, precisamente uno de los más golpeados por las consecuencias de la crisis climática, sino que se aborde de nuevo la urgencia de frenar el incremento de las temperaturas y la degradación de los suelos como ya se resaltara en la década de los ochenta.
El fomento excesivo de la agricultura de regadío y del pastoreo continuo han causado una sistemática sobreexplotación de las tierras
Los efectos recurrentes derivados de la emergencia climática —sequías intensas, olas de calor sin precedentes o pérdida de biodiversidad— han originado que hoy en día los pueblos que componen el Sahel asistan impasibles al preludio de una nueva crisis alimentaria. Esta vez, a consecuencia, entre otros motivos, de la guerra en Ucrania y el alza en el precio de los cereales, y agravada de forma particular en esta región de África subsahariana por la implementación de políticas ambientales desafortunadas y por el incremento desmedido del agro pastoralismo.
El fomento excesivo de la agricultura de regadío y del pastoreo continuo han causado una sistemática sobreexplotación de las tierras, muy por encima de sus capacidades reales de proveer agua y pasto, en una zona especialmente sensible al cambio climático. Además, la visión cortoplacista de los gobiernos y de las comunidades rurales, quienes pretendían maximizar sus rendimientos económicos en el menor tiempo posible, ha propiciado una grave degradación de los suelos.
La región de Kayes, en la frontera con Senegal, destaca por su climatología extrema, donde se suceden periodos pluviométricos oscilatorios en los que se alternan épocas de abundantes lluvias con otras de relativa escasez. Actualmente, la sequía incide de sobremanera en esta región y sus habitantes han comenzado a sentir en primera persona los devastadores efectos de una desertificación y deforestación galopante, siendo los baobabs (Adansonia africana) la primera especie arbórea en dar una clara voz de alarma.
Conocidos popularmente como árbol de pan de mono o árbol farmacia e inmortalizados por Antoine de Saint-Exupéry en su obra El Principito (1943), estos árboles de aspecto único debido, según cuentan algunas leyendas africanas, a que los dioses se vieron obligados a darles la vuelta para castigarlos por su terrible vanidad, pueden llegar a vivir en condiciones climáticas adecuadas entre 800 y 1.000 años. Tradicionalmente, desde hace siglos, son utilizados como lugares de reunión y a su alrededor se toman decisiones importantes sobre los problemas que atañen a la comunidad.
Los baobabs contribuyen de sobremanera a la seguridad alimentaria de las familias
Los baobabs contribuyen de sobremanera a la seguridad alimentaria de las familias, no solo por la utilización en su dieta habitual del aceite que se extrae de sus semillas y la pulpa de la fruta, sino también por su papel fundamental en la sustentabilidad de los sistemas agrícolas. Si bien, el problema actual es que debido a la progresiva pérdida de biodiversidad en toda la región, esta especie está desapareciendo a pasos de gigante. Si en 2010, según los datos de la Convención de las Naciones Unidas para la Lucha contra la Desertificación (UNCCD por sus siglas en inglés) existían en Malí alrededor de 15.000 hectáreas, actualmente más de un tercio ha desaparecido o está en riesgo extremo de desaparición.
Por otra parte, la destrucción de este frágil ecosistema está provocando movimientos migratorios descontrolados hacia las zonas más fértiles del sur. De nuevo se constata que agricultores y pastores continúan promoviendo malas prácticas que generan, además de numerosos problemas agroambientales en torno a la transformación y la degradación significativa del paisaje. Ocurre especialmente durante los episodios de sequía, una crisis multidimensional que supone para la población más vulnerable —principalmente mujeres, niños y niñas, y población desplazada— graves limitaciones de sus derechos fundamentales, como el acceso a la alimentación, a la salud o al agua.
En un momento histórico donde se asiste a una aguda crisis energética y alimentaria, agravada por la carestía de la vida, los conflictos y las tensiones geopolíticas, se espera que la COP27 suponga una hoja de ruta que impulse la aplicación del Acuerdo de París, que sirva para consolidar los avances logrados en materia de cambio climático. Resulta indispensable frenar las terribles consecuencias de la desertificación y la deforestación que sufren los países más vulnerables, como Malí, por lo que los países desarrollados deben comprometerse de forma inaplazable en esta lucha global.
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