Por qué fracasará la COP26
Las Conferencias de Cambio Climático de la ONU no han logrado producir un modelo de gobernanza global que pueda domar la política de poder, y mucho menos forjar un sentido de destino compartido entre los países
La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) que se está celebrando en Glasgow podría concluir con un gran acuerdo internacional. Pero sean cuales sean los éxitos que se alcancen en ella, es probable que sus resultados signifiquen un retroceso estratégico para la humanidad, al menos si se comparan con las expectativas de los activistas del clima.
El mundo está perdiendo un objetivo tras otro, lo que no debería sorprender: si bien un creciente número de países ha definido como meta dejar de emitir gases de efecto invernadero, muy pocos tienen planes creíbles para cumplirlos. E, incluso si alcanzaran los objetivos actuales, no bastaría para lograr el objetivo principal del acuerdo climático que se alcanzó en la cumbre de París de 2015: limitar el calentamiento global a un 1,5 °C por encima de los niveles preindustriales.
De hecho, el último informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático advierte que es probable que el planeta alcance el límite de 1,5 °C a principios de la década de 2030. En tanto los compromisos multilaterales estén definidos por el nacionalismo, la competencia entre potencias y las emociones, en lugar de por la solidaridad, el derecho y la ciencia, nuestro futuro será cada vez más sombrío.
El cambio climático es una amenaza tan grande como una invasión extraterrestre
En plena Guerra Fría, la serie televisiva estadounidense Más allá del límite contaba la historia de un grupo de científicos idealistas que hacía creer en una falsa invasión alienígena a la Tierra, con la vana esperanza de evitar un Armagedón nuclear si se daba al mundo un enemigo común contra el cual unirse. Según esa lógica, al enfrentarse a la perspectiva de extinguirse, la Unión Soviética y los Estados Unidos pasarían de estar centrados en competir a buscar la supervivencia en común.
Hoy nadie tiene que inventar una causa común. El cambio climático es una amenaza tan grande como una invasión extraterrestre. Pero, lejos de sacar a los líderes nacionales de sus mezquinas competencias, se ha transformado en un arma de una guerra propagandística multifacética. Desde Brasil a Australia, pasando por China y Estados Unidos, los países intentan amañar las negociaciones climáticas para hacer que otros carguen con los costes de adaptarse.
Por ejemplo, el Gobierno brasileño está tratando de que el mundo le pague por dejar de destruir el bosque amazónico. El Presidente chino Xi Jinping participará en la COP26 solo por video y puede que el Presidente ruso Vladímir Putin ni siquiera esté.
Los países intentan amañar las negociaciones climáticas para hacer que otros carguen con los costes de adaptarse
Mientras tanto, las economías avanzadas —incluidas las que anuncian con orgullo su compromiso con las medidas climáticas— han roto su promesa de donar cien mil millones de dólares anuales para apoyar la transición climática del Sur Global. Incluso si cumplieran, no sería suficiente.
Las economías desarrolladas están encontrando maneras cada vez más coercitivas de moldear el comportamiento de otros países. Los compromisos de la mayor parte de los bancos de desarrollo occidentales y multilaterales de dejar de financiar el carbón (a los que China se acaba de unir) restringen las opciones de ampliación de la matriz eléctrica en países en desarrollo donde la demanda de energía está creciendo exponencialmente.
Algunos países influyentes, además, han conminado al Fondo Monetario Internacional a poner condiciones verdes al alivio de la deuda de los países pobres, así como a su nueva asignación de derechos de giro especiales (el recurso de reserva del FMI). Y el Mecanismo de Ajuste Fronterizo del Carbón de la Unión Europea —una barrera no comercial que apunta a obligar a los exportadores hacia Europa a cambiar a una producción verde— afecta desproporcionadamente a pequeños emisores de África y el este europeo que tienen mucho que perder.
Con esto no pretendo aminorar la importancia de las prohibiciones al carbón, la financiación verde y la fijación de precios del carbono. Pero eso no significa que podamos pasar por alto las muy serias consecuencias para las economías en desarrollo. En lugar de eso, tenemos que crear un nuevo gran pacto que se centre en apoyar la adaptación en el mundo en desarrollo.
En términos más generales, debemos asegurarnos de que todo acuerdo multilateral al que lleguemos para enfrentar el cambio climático se rija por el derecho internacional, en lugar de depender de la voluntad de países individuales. Y la toma de decisiones debería guiarse por verdades científicas, no eslóganes políticos.
El Protocolo de Kioto, adoptado en 1997 y antecesor del acuerdo climático de París, iba en línea con este enfoque: fue un tratado multilateral con objetivos internacionales legalmente vinculantes determinados por los mejores científicos del planeta. No obstante, también tenía muchos fallos, y no llegó demasiado lejos.
El acuerdo de París adoptó un rumbo muy diferente. Se lo aclamó como un triunfo, debido a que las esperanzas de llegar a cualquier tipo de entendimiento eran bajísimas. Pero implicaba una debilidad importante: se basaba en compromisos no vinculantes conocidos como Aportaciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC, por sus siglas en inglés). Los países pudieron seguir las políticas energéticas que ya habían decidido, mientras fingían que colaboraban para abordar juntos el cambio climático. No es de sorprender que los NDC actuales sean completamente insuficientes para lograr las metas declaradas en el acuerdo.
Las COP han hecho importantes contribuciones a la lucha climática, si bien suelen estar llenas de procedimientos y ser aburridas y técnicas
No hay duda de que las COP sobre el cambio climático a menudo han hecho relevantes contribuciones a la lucha climática, si bien suelen estar llenas de procedimientos y ser aburridas y técnicas. Sin embargo, el exhibicionismo y la competencia política entre potencias han obstaculizado los avances reales. Y a menudo el circo mediático y de la sociedad civil que las rodea —con la intención de obligar a la transparencia y la rendición de cuentas— ha entorpecido la habilidad de los negociadores de llegar a resultados concretos.
En términos más fundamentales, las anteriores cumbres del clima no han podido producir un modelo de gobernanza global que pueda limitar la competencia entre potencias, por no mencionar forjar un mínimo sentido de destino común entre países. Hay pocas razones para creer que esta vez será diferente.
Por supuesto, el problema se extiende más allá de las Conferencias de la ONU sobre el Cambio Climático. Si bien la globalización económica ha sacado de la pobreza a millones de personas, también ha generado una creciente concentración de la riqueza. En este contexto, pueden volverse menos atractivos los esfuerzos por promover intereses comunes, ya que producen recompensas asimétricas.
Si a eso añadimos la psicología de la envidia desatada en las redes sociales, se vuelve mucho más difícil alejar a las personas de su lugar de privilegio relativo en el orden social para que busquen el bien común. Estas tendencias han socavado la fe en el poder de gobierno y alimentado el pesimismo sobre la posibilidad de llegar a cualquier solución.
El resultado es lo que los politólogos llaman un problema de acción colectiva. Tanto gobernantes como ciudadanos concluyen que la estrategia a corto plazo más racional es defender la causa de la boca para afuera y esperar a que otros solucionen la crisis. Mientras tanto, el planeta se quema.
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