Fulu Miziki: el rugido que nace de la basura
Un grupo de amigos, que crecieron en el mismo barrio de Kinshasa, en la República Democrática del Congo, giran por Europa con su enérgica música hecha con instrumentos de material reciclado. Sus trajes y máscaras hablan del valor de los desechos, para que el planeta respire mejor. Pasaron por Madrid; hoy se presentan en Barcelona
Fulu significa basura, en lingala, una de las lenguas bantúes que se hablan en la República Democrática del Congo, y Miziki es el modo en que los habitantes de esta región pronuncian la palabra musique (música, en francés). Fulu Miziki (la música de la basura) es el elocuente nombre que eligieron para su arte seis músicos congoleños que juegan y tocan juntos desde la infancia y que, junto con la artista escénica Aicha Mena Kanieba, crearon las canciones con las que están pisando los escenarios europeos sin timidez alguna. Esta semana se presentaron en Madrid, en el marco del Festival Internacional de Artes Escénicas de La Casa Encendida, y, hoy, jueves 23 de septiembre lo harán en el Festival BAM de Barcelona, antes de cruzar a Besançon (Francia), para seguir moviendo a los cuerpos y las almas entumecidas por la pandemia.
Vieux Pisko Crane es uno de los fundadores de este colectivo multidisciplinar que integran, además, Le Meilleur, DeBoul, La Roche, Padou, Sekelembele y Tche Tche, y cuyo lema es reconciliarse con la Tierra, recogiendo la basura dispersa para dotarla de nuevos sentidos y hacerla sonar en instrumentos absolutamente originales. Lamentablemente, Aicha Mena Kanieba no pudo llegar a esta gira, ya que quedó encallada en alguna estación del Vía Crucis burocrático que sufren, con demasiada frecuencia, los ciudadanos de cualquier país de África para obtener un visado europeo, incluido uno de estancia temporal. Sus compañeros que sí consiguieron la visa para entrar en España cubrieron todos los huecos que ella pudiera haber dejado en unos shows estridentes y divertidos, y ofrecieron un taller de creación de máscaras y vestuario, también en La Casa Encendida de Madrid.
En diálogo con África no es un País, los integrantes de este grupo —que recuerda el afán lúdico y divulgativo de Les Luthiers— hablaron de la amistad que los liga desde niños, cuando vivían en el mismo barrio de Kinshasa, la capital de la República Democrática de Congo. “Nuestras madres se conocen”, enfatizan, para explicar de cuán lejos viene ese afecto que comparten unos hombres que hoy transitan los 30 años y que, hace 20, decidieron hacer música e “investigación” de sonidos nuevos. Fueron quizá esos lazos indestructibles los que los impulsaron a comprometerse en una trayectoria artística que hiciera brillar lo que el continente africano puede dar, incluida la nueva valía de sus inconmensurables pilas de desechos.
Desde detrás de sus impactantes máscaras, hablan de su historia: “Para nosotros, comprar instrumentos y reunir los equipos, era difícil y caro. Escuchábamos lo que se hacía en Europa y en Estados Unidos, y así empezamos a tocar afrobeat con instrumentos eléctricos, pero, poco a poco, decidimos hacer una búsqueda de sonidos que vienen de la basura, con instrumentos únicos. Porque, en África, basura es lo que sobra y destruye el entorno, pero en eso también hay riqueza. En nuestro país promovemos, con nuestros vecinos, acciones para recoger y reciclar, así como talleres de construcción de máscaras, instrumentos y vestuario de materiales y objetos reutilizados, para ayudar a la Tierra y poder respirar mejor”.
Rehúsan definirse, quieren hacer y hacer con lo que encuentran (hacer y encontrar, y viceversa). Quien los escuche (y los baile) sentirá que Fulu Miziki está mucho más cerca del afrobeat y del ska que del punk de las notas que los preceden. Sin embargo, ellos no quieren ni oír hablar de etiquetas estilísticas: si acaso, mencionan la “fusión” de aquello que un día les gustó (el pop, el rock o los ritmos tradicionales centroafricanos) con los sonidos de los instrumentos que han ido construyendo y que incluyen artesanales instrumentos de cuerda, una variedad de baláfonos hechos con tuberías plásticas, baterías con tarros de diferentes tamaños y materiales, así como otros recursos percusivos logrados a partir de plantillas de zapatos o cinturones de cuero.
Durante el diálogo, los artistas explican su atuendo, en especial, los argumentos de sus máscaras, en las que cada uno de sus elementos constituye un símbolo del mensaje a transmitir: una evoca al hombre animal (Moto-oio, en lingala), porque para cada problema hay un ser que puede resolverlo; otra es el gato dorado, en alusión a la paradoja de la exuberancia de recursos, como los diamantes y otras materias primas (“tantas como gatos, que están por todos lados”), y su injusta distribución entre la población. Otra (Tibuddi, en lingala) exhibe unos temibles colmillos, que aluden a las complicaciones de las cosas y las señales que son difíciles de interpretar. La siguiente es la del despertar para hacer lo que realmente se desea, o revelar el potencial de cada persona, y la que se llama N’tissi es la de quien no tiene miedo a nada.
“Queremos dar un mensaje al mundo”, lanzan. Ese mensaje es el de unos histriónicos guerreros del ritmo, que dejaron Kinshasa para establecerse en Kampala, Uganda, hace unos dos años, y seguir contagiando al resto de los vecinos africanos con sus convicciones sobre la posibilidad de una convivencia pacífica, igualitaria y próspera de las personas, en un planeta sano.