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Las cicatrices del fuego en las vidas de las indígenas bolivianas

En 2024, los incendios, causados en buena parte por las quemas para ampliar las tierras agrícolas, arrasaron entre 10 y 12 millones de hectáreas y terminaron con los medios de subsistencia de decenas de mujeres de las comunidades locales

Marcela Chové Rojas aún llora al recordar los incendios que asolaron su comunidad hace un año. “Fue un desastre absoluto, afectó casi al 98% de nuestro territorio. Se quemó todo, miles y miles de hectáreas de monte. La fauna, la flora...”, recuerda esta mujer, lideresa de la comunidad indígena de Concepción, situada a 400 kilómetros al noroeste de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia.

Entre 10 y 12 millones de hectáreas ardieron en 2024 en Bolivia, especialmente en los departamentos de Santa Cruz y Beni. De este total, un 57% eran bosques. El Territorio Comunitario de Origen (TCO) Monte Verde, un espacio de casi un millón de hectáreas en el que viven unas 2.800 familias, entre ellas la de Chové, fue uno de los lugares más afectados. El fuego fue implacable con el bosque del que dependen buena parte de estas comunidades indígenas, y muy especialmente las mujeres. “Para las mujeres indígenas de las comunidades fue un trauma. Además, ellas fueron las que primero elevaron la voz pidiendo auxilio”, asegura Chové.

El pasado 29 de septiembre protestaron de nuevo porque los bosques se siguen quemando sin que se hayan podido recuperar el impacto de los incendios del año pasado. Ese día, decenas de mujeres participaron en una manifestación en La Paz para exigir soluciones a los incendios forestales que solo en septiembre dejaron 76.183 focos de calor, según fuentes oficiales, especialmente en Santa Cruz. Aunque hay una disminución con respecto a septiembre de 2024, cuando se registraron más de 990.903 focos de calor, las comunidades viven con miedo y preocupación.

Rosa Pachurí, presidenta de la Organización Regional de Mujeres Indígenas Chiquitanas, explicó a la agencia EFE en septiembre que quieren que el Gobierno apruebe la Ley de Bosques, que recoge propuestas trabajadas con mujeres y organizaciones campesinas para proteger las zonas forestales.

Mientras eso no ocurre, las mujeres indígenas ven arder los árboles y cómo se esfuman sus fuentes de ingreso. Marcelo Arandia, director de CIPCA (Centro de Investigación y Promoción del Campesinado) en Santa Cruz, asegura que las comunidades se ven afectadas económicamente por la pérdida de especies como el cusi y el copaibo, árboles que dan frutos con numerosas propiedades medicinales.

En Río Blanco, una pequeña comunidad situada a poco más de 70 kilómetros de Concepción pero a la que se tarda cerca de tres horas en llegar a través de la carretera de tierra, la Asociación de Mujeres Emprendedoras ‘Las Pioneras’ usa estos frutos para producir cremas, geles y otros productos cosméticos. “Nosotras usamos el copaibo y el cusi como materia prima. Nos encargamos de todo el proceso: cosecha de los materiales, extracción del aceite y elaboración de los productos”, explica Rosana Supepí Cuasase. En Río Blanco solo hay unas pocas casas, una pequeña escuela, una piscifactoría impulsada por la cooperación y un espacio techado donde se reúne la comunidad. Las mujeres tienen pocas posibilidades de trabajar y los ingresos generados gracias al cusi y el copaibo son esenciales para su subsistencia.

Pero los incendios del año pasado afectaron a casi el 70% de todos los árboles. “Cuando el cusi se quema, en dos años no da ningún fruto. Tuvimos que buscar la materia prima en otras comunidades para no dejar de trabajar”, cuenta Supepí mientras abre la puerta del taller.

Cuando el cusi se quema, en dos años no da ningún fruto. Tuvimos que buscar la materia prima en otras comunidades para no dejar de trabajar
Rosana Supepí Cuasase, Asociación de Mujeres Emprendedoras ‘Las Pioneras’

Algunos kilómetros más al este, en la comunidad de Palmarito de la Frontera, la Asociación Buscando Nuevos Horizontes ofrece las mismas oportunidades a otras 24 mujeres. “Cuando hay oportunidad de aprender nuevas cosas, lo aprovechamos al 100%. Aquí hemos aprendido a conocer nuestros derechos y nuestras oportunidades”, señala Victoria Yopié, secretaria de la organización.

Todo gira en torno a los frutos del bosque. “La almendra chiquitana, el aceite de cusi, el aceite de pesoé, el chamular”, enumera Yopié y añade que incluso tienen su propia marca de cremas y jabones. Sin embargo, los incendios también afectaron a los bosques cercanos a Palmarito. “La asociación se vio afectada porque sus árboles más importantes se quemaron y van a tardar mucho en regenerarse”, explica la mujer.

Expansión de la frontera agrícola

Los incendios de 2024 no fueron un fenómeno nuevo, pero sí supusieron un punto de inflexión debido a su virulencia y extensión. Los agravantes fueron muchos, pero todos los actores apuntan a un desencadenante directo: las quemas, teóricamente controladas, que cada año se realizan para cultivar nuevas tierras.

Denominadas “chaqueos”, estas quemas van en aumento debido a la proliferación de grandes fincas agrícolas destinadas principalmente a la exportación de productos como soja, sorgo o girasol. También se cosecha arroz, uno de los cultivos que más recursos hídricos consume, aunque en este caso es para consumo nacional.

Arandia, del CIPCA, explica que en la Chiquitanía, una extensa llanura dentro de Santa Cruz, que conecta el Gran Chaco y la Amazonia, los incendios están relacionados con “la presión del modelo agrícola extractivista que se ejerce sobre los territorios indígenas”. “Estos territorios son espacios de contención que se ven presionados por la necesidad de ampliar la producción y el rendimiento productivo que tienen estos sectores”, detalla.

El fuego se ha utilizado históricamente en Bolivia para deforestar el bosque. Lo hacían y lo hacen las comunidades originarias siguiendo algunos criterios muy básicos: en terrenos pequeños, de menos de una hectárea, quemando sólo después de las primeras lluvias, y con un control estrecho sobre el fuego. El problema, explica Ignacia Supepí, bombera de primera línea en la comunidad de Río Blanco, es que en las propiedades privadas, las superficies aumentan. “Piden autorización para quemar, pero a veces las tierras tardan meses en terminar de quemarse, y como no hay vigilancia, se descontrola y llega a otras zonas. La mayoría de estas quemas son para agricultura o ganadería y son deforestaciones grandes, de 500, 1.000 o hasta 3.000 hectáreas”, señala.

Esto fue producto de una serie de flexibilizaciones legales llevadas a cabo a partir del año 2010 como parte de la ‘Agenda Patriótica’ del Movimiento al Socialismo de Evo Morales. El objetivo era mecanizar la agricultura para aumentar la superficie cultivada y elevar la producción. Para ello se atendió a las demandas del campesinado y de la agroindustria, estableciendo lo que una parte de la población ha terminado denominando “leyes incendiarias”, que facilitaron la concesión de permisos para las quemas, según se explica en el informe Incendios forestales 2024. Tras las huellas del fuego, elaborado por la Fundación Tierra y la Alianza por el Ambiente y el Territorio.

Solo en los departamentos de Santa Cruz y Beni, la superficie cultivada se incrementó un 78% en menos de una década, entre 2015 y 2023, según el citado informe. Todo esto “genera deforestación, degrada los suelos y prioriza la producción y el consumo de productos agroindustriales, ya que estas ampliaciones de la frontera agrícola favorecen principalmente a la producción agrícola mecanizada”, explica Alejandra Galán Villamo, técnica de proyectos de la ONG CERAI en Bolivia.

Según datos del Instituto Boliviano de Comercio Exterior, el país exportó 2,2 millones de toneladas de soja y derivados, especialmente a Colombia, Perú y Ecuador y para el año 2025, el Gobierno ha anunciado una “cosecha histórica”. Gracias a estas ventas en el exterior, el país recibe divisas muy necesarias para su prosperidad, pero la cifra muestra también el crecimiento imparable de la superficie agrícola destinada a la soja.

Caldo de cultivo para los incendios

A la expansión agrícola se sumaron otros factores en 2024, comenzando por la falta de lluvias que afectó al país durante todo el año. “Veníamos de una sequía extrema, todo el bosque seco chiquitano estaba sumamente seco”, recuerda Rogelio Rodríguez, director de Desarrollo Productivo de la Alcaldía de Concepción, capital de la Chiquitanía.

Esta circunstancia, además de actuar como combustible para que prendieran los incendios, dificultó enormemente los trabajos de extinción. “El caudal de los ríos y de otras fuentes de agua había disminuido enormemente. Cuando tocó hacer la asistencia de emergencia, no había manera porque no había ni agua”, señala Patricia Patiño, de la ONG APCOB (Apoyo para el Campesinado Indígena del Oriente Boliviano). A todo ello se sumó la crisis de combustible que el país vive desde hace más de un año, y las consiguientes dificultades para conseguir gasolina para movilizar a las máquinas contra incendios.

La burocracia tampoco ayudó. La legislación establece que los municipios han de declararse en desastre en primer lugar, para luego solicitar ayuda al Gobierno. Al final, para cuando llegó la asistencia, incluso internacional, ya no se podía hacer nada. “Vinieron los bomberos de España, de Chile, pero cuando vieron la magnitud de los incendios dijeron que ni ellos podían entrar, que estaba descontrolado, y que lo único que se podía hacer eran anillos de seguridad para proteger a la comunidad”, señala Patiño.

Las mujeres indígenas de la Chiquitanía explican que el bosque es “su supermercado, su farmacia y su casa”. “Intentamos por todos los medios proteger nuestro bosque, pero no se pudo”, lamenta Yopié, de la Asociación Buscando Nuevos Horizontes.

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