Prosperar en Senegal o emigrar: la cara y la cruz de los jóvenes de un país en ebullición
El 75% de la población es menor de 35 años, pero la inestabilidad social y política, las carencias del sistema educativo y la precariedad laboral empujan a muchos a partir. Quienes se quedan, asumen el desafío de salir adelante en un entorno sembrado de obstáculos
Senegal vive sus horas más difíciles. En los últimos tres años de inestabilidad política y social marcados por protestas y recortes de libertades, decenas de miles de jóvenes se han echado a la mar para llegar en cayuco hasta Canarias o han volado hasta Centroamérica para intentar el sueño americano. Otros tantos, sin embargo, se quedan, luchan para que las cosas cambien o simplemente intentan salir adelante. En medio de una enorme incertidumbre por el futuro, estudiar o trabajar se ha convertido en todo un reto. La presencia de los jóvenes es abrumadora: tres de cada cuatro senegaleses tiene menos de 35 años. Están cada vez más conectados al mundo, con unas enormes expectativas, pero, al mismo tiempo, decepcionados con su país. “A la búsqueda, guiados por el instinto de supervivencia”, dice Boubacar Seye, investigador en migraciones y presidente de la ONG Horizontes sin Fronteras.
En el centro de formación Cefer, en Dakar, decenas de chicos y chicas con traje azul bajan a la vez por las escaleras. Acaban de terminar las clases y aprovechan para comer un bocadillo y revisar sus mensajes en el móvil. Las pantallas titilan en sus manos. Souleymane Wane, elegante y sobrio pese a sus 24 años, habla con una madurez sorprendente. “Mi sueño era la Medicina, pero no me dio la nota y acabé en Ciencias y Técnicas”, explica. Quiso el azar que en su primer año de carrera comenzara un ciclo de disturbios en Dakar que llega hasta la actualidad, provocado por una pugna entre el Gobierno y la oposición de cara a las elecciones de este año, y que desembocó en el cierre de la Universidad Cheikh Anta Diop durante nueve meses. “Un día entró la policía y nos quedamos encerrados, tiraban gases lacrimógenos al interior”, recuerda.
Para no perder el año, Wane se matriculó en Ingeniería en Cefer, uno de los tantos centros privados que proliferan en Senegal para suplir las carencias y constantes problemas de la enseñanza pública. Pero claro, eso cuesta dinero. Para pagar los 1.300 euros anuales, recibió una ayuda de la Alcaldía de Dakar, aunque aun así su familia tuvo que asumir la mitad. Muchos senegaleses no se lo pueden permitir. “Los estudiantes estamos en una situación muy difícil”, comenta el joven nacido en un pueblo de Fatick, que, como muchos de sus compañeros, es ferviente seguidor del encarcelado líder opositor Ousmane Sonko, quien ha logrado seducir a una juventud con ganas de cambio. “Si ahora mismo dieras visados a toda esta gente”, señala al resto de alumnos, “todos se irían”. “Claro que tenemos sueños, pero ¿cómo vamos a realizarlos aquí? Necesitamos un nuevo Senegal donde podamos tener éxito sin necesidad de marchar”, añade.
En los últimos tres años, los jóvenes han ocupado una posición central en las citadas protestas y muchos han pagado un alto precio. Unas 50 personas han fallecido como resultado de la respuesta policial, los últimos cuatro este mes de febrero por heridas de bala. Cientos han sido detenidos y han permanecido durante ocho meses o incluso más tiempo en prisión preventiva sin que hayan sido juzgados. Los disturbios comenzaron en 2021 tras la primera imputación judicial de Sonko, que sus seguidores siempre han calificado de “persecución política”, y llegan hasta hoy en día con el retraso de las elecciones decretado por el presidente Macky Sall el pasado 3 de febrero. Es el rostro más combativo y rebelde de una juventud que quiere impulsar un cambio de ciclo en su país, que quiere votar, que necesita respuestas a su frustración y sus inquietudes.
Mariama Diallo tiene 27 años y es enfermera. Tras realizar sus prácticas, hoy trabaja cuidando personas mayores: por una jornada de 10 horas gana 7,5 euros. Para complementar sus magros ingresos, da masajes terapéuticos a domicilio por unos 23 euros. “No hay trabajo en condiciones, presenté mi currículum vitae en muchos sitios y nada”, explica. Hace unas décadas, muchas jóvenes se veían empujadas a un matrimonio desde que alcanzaban poco más que la adolescencia, pero la sociedad senegalesa ha cambiado. “Quiero continuar mi carrera, mis estudios, hacer un máster en Salud Pública. Cuando te casas y tienes hijos, no puedes seguir adelante”, asegura. “Todo eso puede venir después”.
Por su cabeza ha pasado la posibilidad de buscar otros horizontes. Algunas de sus compañeras han emigrado a Canadá y hoy ganan hasta 35 euros por hora, una cantidad astronómica comparada con los reducidos ingresos a los que Diallo puede optar en Senegal. “Aquí la vida es difícil, nada te garantiza que vas a tener un empleo digno, en condiciones normales”, añade. De momento vive con una amiga en Dakar, una de las ciudades más caras de África occidental, equiparable a muchas aglomeraciones urbanas europeas, donde los ingresos medios mensuales de decenas de miles de personas que trabajan de manera informal rondan los 108 euros. La supervivencia es una carrera de obstáculos.
“No es una cuestión de pobreza, sino de expectativas”, asegura el investigador Boubacar Seye. “Hay muchas personas que pagan 4.000 euros para irse a Nicaragua y de allí a Estados Unidos. Tenemos una juventud internacional, conectada, con grandes aspiraciones personales y sociales. Pero lo que viven en su día a día es la inseguridad alimentaria, las penurias sanitarias, la falta de trabajo. Las políticas de desarrollo han fracasado estrepitosamente, hay un miedo al mañana”, añade el experto. Mientras tanto, en la otra orilla, “Europa se erige como una fortaleza donde es imposible acceder legalmente, las fronteras se convierten en cementerios y el dinero que envían a los países africanos para la supuesta gestión migratoria desaparece no se sabe dónde”, comenta Seye.
Necesitamos un nuevo Senegal donde podamos tener éxito sin necesidad de marcharSouleymane Wane, estudiante de Ingeniería en Senegal
Una especie de tresillo, un colchón de dos plazas, una mesa con equipo de sonido y una silla. Este es el modesto mobiliario de la habitación de Tivaouane Peulh, a las afueras de Dakar, que comparte con su amigo Ibrahima Kane, de 30 años, a la espera de mudarse a un apartamento en condiciones. Licenciado en Contabilidad y Derecho, no tiene empleo y sobrevive escribiendo informes para otros. Cuando era más joven, pidió hasta tres visados para estudiar en Europa: en Francia, Alemania y España. Tenía incluso la preinscripción en dos universidades y el alojamiento pagado. Pero no tuvo éxito. Obsesionado con la idea de partir, con menos de 20 años salió de Senegal y estuvo en Marruecos, Argelia, Libia, Túnez y Egipto. Saltó dos veces la valla de Ceuta y, en una ocasión, logró llegar hasta Bulgaria a través de la frontera turca, pero fue expulsado una y otra vez.
“El asunto de los visados es escandaloso. Los consulados han externalizado la concesión de citas a empresas privadas y ahí ha surgido todo un negocio. Intentas acceder al servicio a través del ordenador y en pocos minutos todas las citas del mes están bloqueadas. Luego te llama alguien de la propia empresa para ofrecértela, pero a cambio de pagar 500 o 600 euros. Todo es una mafia”, asegura Kane, quien con toda la experiencia acumulada se ha convertido en un activista en defensa de los derechos de los migrantes. A su juicio, que esto ocurra a sabiendas de los consulados forma parte del mismo proceso de externalización de fronteras para limitar el derecho a la movilidad humana. “La vía legal es hoy por hoy inaccesible para el 99% de la población”, explica.
Pero no todos se quieren ir. Una suave calima se extiende por los campos de cultivo de Lendeng, en Rufisque, a unos 25 kilómetros de la capital senegalesa. A escasos metros de una autopista de peaje, una cooperativa de agricultores hace posible el milagro: producir lechugas, perejil, nabos o remolacha allí donde acaba la ciudad. Mamadou Faye, de 26 años, se levanta temprano cada mañana para atender las necesidades de su pequeña parcela. “Siempre hay algo que hacer, plantar, quitar malas hierbas, regar. No tengo ni un solo día de descanso”, comenta. Convive con otros tres chicos, un carretero y dos agricultores como él, en un modesto cuarto por el que pagan unos 40 euros mensuales. “Los beneficios de la tierra los comparto con el patrón, él se lleva la mitad y yo la otra mitad”, añade.
El asunto de los visados es escandaloso. Los consulados han externalizado la concesión de citas a empresas privadas y ahí ha surgido todo un negocio
Faye, natural de un pueblo de Mbour, no pudo terminar el bachillerato, pero aun así habla un más que aceptable francés. No se queja, sonríe, no piensa en cambiar de vida. “Estoy contento, tengo trabajo y me puedo ocupar de mis padres mandándoles algo. La tierra me da seguridad, no me imagino subido en una barca en el mar. Es muy peligroso. Cuando veo a todos esos jóvenes que se van pienso que yo tengo mucho aquí, para mí lo más importante es mi religión y mi trabajo”, comenta. ¿Tener familia, hijos? Claro que sí, “eso ya vendrá”, responde con una sonrisa perenne.
A la joven Fatiakh Diangar, de 25 años, también le encanta la naturaleza. Quizás porque nació en Diofior, una pequeña localidad de Sine Saloum, se decidió a estudiar Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible e hizo su memoria de fin de carrera sobre las amenazas que pesan sobre los manglares. Como tantos otros estudiantes, tras tres años de universidad en Kaolack dio el salto a Dakar para hacer una formación en gestión de ecosistemas sostenibles, que le cuesta unos 1.000 euros al año. Para poder financiarlo encontró trabajo de niñera. “Mi familia no tiene medios y a mí me gustan mucho los pequeños, así que es una buena solución”, explica. Vive con su hermana mayor y no se quita la idea de volver al pueblo algún día.
“Dakar es ruido, polución, todo es incómodo. En Diofior se vive en una paz y tranquilidad que aquí no tienen”, comenta. Aun así, sueña con terminar su formación en Europa o América. “Lo he intentado a través de Campus Francia y en Canadá, pero es muy complicado. Allí puedo terminar la carrera más rápido y con un mejor nivel, en Senegal todo son problemas y retrasos”. Su idea sería poder trabajar después en alguna organización ambiental o en un proyecto de desarrollo, pero en su región natal. Irse sí, pero también regresar algún día. Ese es el sueño de muchos.
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