Refugiados congoleños en Malaui: “Yo no sé si mi familia, la que se quedó allí, está viva o muerta”
Entre 2017 y 2019, cinco millones de personas huyeron de la República Democrática del Congo por los múltiples conflictos. En Dzaleka, un campo en Malaui, el Gobierno no les da permisos de trabajo ni licencias para estudiar en las universidades locales
Dice Michael Tshibangu-Kimuni, un joven de 27 años, que tiene 16 hermanos. Los que nacieron en Kinshasa, como él, y comparten su misma sangre, y los de su otra familia, esa que lo acogió en Dzaleka, un campo de refugiados situado en Dowa, a unos 40 kilómetros de Lilongüe, la capital de Malaui, cuando él se vio obligado a huir de su hogar. “Dejé mi país por la inseguridad. Temía por mi vida. Mi padre trabajaba para una organización y fuimos atacados por unos soldados. Entraron en mi casa, lo arrestaron e incendiaron mi hogar. Yo logré escapar”, recuerda. Fue el inicio de su nueva vida, una alejada de todo lo que había conocido hasta ese momento. Era 2017 y Tshibangu-Kimuni abrazaba su nueva condición. La de apátrida. La de no sentirse de ningún lugar.
Los continuos conflictos y brotes de inestabilidad de la República Democrática del Congo, país de donde Tshibangu-Kimuni es originario (nació y vivió los primeros años de su vida en Kinshasa, su capital), han dado como resultado una nación sumida en la pobreza y con cientos de miles de hombres, mujeres y niños lejos de sus casas. Algo más de 77% de su población debe vivir con menos de 1,9 euros al día, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Además, la Agencia de la ONU para los refugiados (Acnur) estima que, solo entre 2017 y 2019, cinco millones de personas se vieron desplazadas y que, hasta esa misma fecha, había 880.000 refugiados y solicitantes de asilo congoleños en otros estados africanos.
“Yo no sé si mi familia, la que se quedó allí, está viva o muerta. Tampoco si mi padre sigue en la cárcel, detenido, o lo han asesinado. Cuando pienso en ello me dan ganas de llorar”, afirma Tshibangu-Kimuni. Y cuenta cómo fue aquella huida en la que salvó la vida. “Cerca de mi casa vivía un cura que era amigo de mi padre. Fui hasta él y le expliqué lo que estaba pasando. Entonces, me llevó a la estación de autobuses y me monté en uno hasta Lubumbashi –la segunda mayor ciudad de la República Democrática del Congo y situada cerca de la frontera con Zambia–. Desde allí no fue difícil alcanzar Dzaleka”. Al llegar conoció a John, uno de esos tipos a los que hoy llama hermano. “Me vio llorando en el campo de fútbol y se interesó por mí. Él me presentó al resto de la familia”.
Tshibangu-Kimuni dice que en Dzaleka, al menos, se siente a salvo. Que las experiencias vividas en el asentamiento le han proporcionado conocimientos útiles para la vida. Que ha cambiado y ya no es el mismo Michael que huyó de su país hace ahora seis años. Pero que vivir allí significa no pertenecer a ningún sitio, no tener nacionalidad ni acceso a estudios superiores. “He aprendido idiomas y he dado clases en un colegio, pero mi situación me limita para el futuro. Me gustaría continuar mi educación, que es la llave del éxito, aunque aquí resulta imposible. Los refugiados en Malaui estamos limitados por unas reglas severas, como esperando un último viento que nos lleve. Dzaleka es una enorme cárcel sin muros”, finaliza.
Más de 53.000 refugiados
La definición que da Tshibangu-Kimuni de Dzaleka se asemeja mucho a la realidad. En diciembre de 2021, el campo, abierto en 1994 para dar cobijo a los tutsis que huían del genocidio ruandés y pensado para albergar a unas 12.000 personas, acogía ya a más de 53.000. Y crece a un ritmo de 300 al mes. El lugar se ha convertido en una pequeña ciudad, una amalgama de casas de adobe y ladrillo cuya población es un crisol de nacionalidades (congoleños, con el 62%, y burundeses, con 19%, son mayoría). Pero tiene una triste particularidad. El gobierno malauí no da permisos de trabajo, ni otorga la nacionalidad ni tampoco permite acceder a las universidades locales a los refugiados o a los solicitantes de asilo. Agobiadas por la escasez generalizada, con más de la mitad de la población del país, de unos 19 millones de personas, viviendo bajo el umbral de la pobreza, las autoridades tan solo permiten que los refugiados desarrollen su vida dentro de los límites de Dzaleka.
“Nosotros no sabíamos nada de este lugar. Simplemente llegamos y nos dijeron dónde nos teníamos que quedar”, señala Gradi Manyonga, una mujer de 21 años que aterrizó en Dzaleka cuando tenía nueve junto a su padre y su hermano pequeño. Como tantos, la familia de Manyonga procede de Kinshasa, de donde tuvo que escapar por persecuciones y cuestiones políticas. “Hice aquí la primaria, la secundaria y una diplomatura en Trabajo Social que realicé por internet gracias a una universidad de Estados Unidos. Y ahora me gustaría licenciarme en Relaciones Internacionales, pero en Malaui no me lo permiten”, añade la joven. “El Gobierno no nos da los permisos. Y eso que yo no escogí ser refugiada. Es lo que me ha tocado”, lamenta.
Manyonga dice que, con todo, su experiencia como refugiada hasta ahora no ha sido del todo mala. Que, con espíritu de resiliencia, los obstáculos son más sorteables. Actualmente, la joven ejerce como profesora en una escuela que la ONG brasileña Fraternidade Sem Fronteiras abrió hace unos años en Dzaleka. Y, con el dinero que gana, ha podido ayudar a su familia a comenzar un negocio en el campo y dedicarse más profundamente a su otra vocación, la de activista por los derechos de las mujeres y de las niñas. Ella lo explica así: “Con parte de mi sueldo, mi padre montó una tienda de huevos. Y con los beneficios de ambas cosas he podido empezar mi propio proyecto social, al que he llamado Girls Union for Empowering Actions (Unión de Chicas para Acciones de Empoderamiento). Con él apoyo a 25 beneficiarias; chicas vulnerables, huérfanas y mujeres que quieren comenzar o mejorar sus formas de ganarse la vida”.
Manyonga lamenta que en Dzaleka perduren las tradiciones más machistas y oscuras como la mutilación genital femenina y el matrimonio infantil, y el silencio hacia la violencia sexual. Y afirma que enfrentarse a ellas mediante su activismo le ha valido varias acusaciones de estar rompiendo las reglas y la cultura de su comunidad. “A veces, convencer a la gente resulta extremadamente complicado; hay generaciones que han crecido con la certeza de que las mujeres somos menos que los hombres”. A esos dos propósitos, el de conseguir ayuda para estudiar Relaciones Internacionales y el de mejorar la vida de otras refugiadas, dice la joven que dedicará los próximos años de su vida.
Problemas en femenino
Las vidas de Ramazani Ngoyi y Chancel Mwang se parecen mucho. En Dzaleka ambas viven en sendas casas colindantes y muy parecidas, hogares sencillos sin más mobiliario que un par de sofás, colchones para dormir y los utensilios que usan para cocinar. Tienen también dos hijos cada una, de edades muy similares y a los que dieron a luz siendo ya refugiadas. Y, además, las dos escaparon de su país dejándolo todo atrás por miedo a que pudieran matarlas. Ngoyi huyó en 2017 de Goma, una ciudad deformada por la violencia y por la guerra desde hace lustros y por la erupción repentina del volcán Nyiragongo en 2021. Y Mwang hizo lo propio de Lubumbashi, otra urbe congoleña donde los choques entre fuerzas de seguridad y milicias resultan constantes y las víctimas, directas e indirectas, se cuentan por miles.
“En Dzaleka tenemos muchos problemas. Pero lo peor es que no hay trabajo. La gente pasa hambre”, resume Ngoyi . Y, cuestionada por la situación de la mujer en el campo, añade: “Hay jóvenes, adolescentes que todavía no han cumplido los 18 años, que se dedican a la prostitución, a veces solo para conseguir comida. Su sufrimiento es muy grande”. Ella, prosigue, se dedica a su casa y a sus niños, de un año y medio el mayor y de apenas tres meses el más pequeño. Pero está aprendiendo sastrería porque, opina, su vida podría mejorar mucho con un negocio. Ngoyi es consciente de que su futuro no está lejos de su hogar actual. “Yo no echo de menos mi ciudad. Han matado a mi padre, a mi hermana, a más familiares. ¿Para qué volver?”, concluye.
Su amiga Chancel Mwang se expresa en términos parecidos. Ella llegó a Dzaleka en enero de 2016 y también se dedica, por obligación y por la completa falta de oportunidades, a su casa y sus hijos. “Pero mi marido, John, tampoco encuentra trabajo aquí, así que dependemos para comer de lo que nos da el PMA”, el Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas por sus siglas en inglés, encargada de distribuir alimentos a personas desplazadas y a refugiados de larga duración. “Aunque hay días que no tenemos nada”, lamenta. Y habla de dificultades, de problemas, de miseria. “Parir dos bebés aquí fue difícil. Nadie me atendió cuando sentí dolores durante el embarazo y tan solo pude ir al médico al dar a luz. En el campo no hay muchas cosas buenas; en general, la vida aquí es miserable”.
Los niños y su incierto futuro
Atalia Benedit, de 12 años, sonríe mientras coge en brazos a su hermana Joyce, de seis. Lo hace sentada en una silla de plástico en el pequeño patio exterior de la casa de su familia. “Llegué aquí en 2016, cuando tenía apenas seis años, así que no recuerdo mucho de mi vida de antes, en Kinshasa. Era muy pequeña”, dice la niña, quien acaba de volver del colegio, un derecho del que no todos los chavales disfrutan en el campo. Según diversas fuentes, en Dzaleka viven casi 20.000 jóvenes con menos de 18 años, aunque la tasa de escolarización en el campo no llega al 40%. Entre la escasez generalizada, también faltan aulas para tantos alumnos potenciales. “La asignatura que más disfruto es Ciencias y Tecnología por los experimentos que realizamos, aunque a lo que me quiero dedicar cuando crezca es a ser diseñadora de moda. Es algo que siempre me ha gustado”.
A unos 200 metros de la casa de los Benedit vive la familia Kabambi. Son cinco. Mark, el padre, de 36 años. Rosi, la madre, de 30. Y sus tres hijos, de nueve, cinco y cuatro años. Ellos proceden de un pueblo de la provincia de Katanga, zona minera cerca de la frontera con Angola, que ardió por completo en 2017 tras un choque por el control de los recursos entre diferentes facciones armadas. “Cuando llegamos, este era todavía un bebé”, indica el hombre mientras señala a su niño más pequeño. “Tenemos miedo. Incluso estando en Dzaleka; temo que alguien pueda reconocerme”. Mark y Rosi entonan también otros motivos para preocuparse: dar a sus hijos al menos un par de comidas diarias, procurarles una educación que, con suerte, logrará que alguno de ellos pueda encontrar un empleo decente dentro del campo. Finalizan: “La situación es terrible. No hay trabajos dignos; lo que se gana no es suficiente. Aquí lo que se necesita es ayuda. Solo eso. Ayuda”.
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