La adolescencia rota de Sarah y Kodzo por la úlcera de Buruli
Esta enfermedad de la piel provoca años de ingreso hospitalario y graves discapacidades físicas. La escasa atención y financiación para acabar con ella en países pobres como Togo tiene consecuencias para pacientes como estos dos adolescentes, que languidecen en un hospital tras ser abandonados por sus familias
Sentada en el suelo, ella escucha música en un móvil viejo, de los de teclas. Él deja la cabeza reposar entre los brazos, cruzados sobre una mesa de madera desportillada, y mira al infinito. Así pasan las horas, los días y los meses bajo la sombra de una pérgola en el jardín del Hospital Regional de Tsévié, una localidad humilde y discreta a un par de horas de Lomé, la capital de Togo. Nada cambia y a nadie esperan Sarah Zodo y Kodzo N’tsakpoe, ambos de 17 años. No son amigos; ni siquiera hablan mucho entre ellos, pero tienen un pasado y un presente en común: ambos fueron abandonados por sus familias en este centro sanitario y ambos viven una adolescencia rota desde que les fue diagnosticada úlcera de Buruli, una cruel enfermedad tropical, crónica e incapacitante que les mantiene atados en el tiempo y el espacio.
La patología que sufren estos dos jóvenes pacientes es una de las 21 enfermedades tropicales desatendidas (ETD) que la Organización Mundial de la Salud (OMS) denomina así porque, a pesar de que afectan a más de 1.000 millones de personas, no reciben atención ni financiación suficiente para acabar con ellas, ya que son endémicas en países pobres. En concreto, el Buruli está presente en 33 naciones de África, América y el Pacífico oriental, y en 2020 se notificaron 1.258 casos, frente a los 2.271 de 2019. Este descenso podría estar relacionado con el impacto de la covid-19 en las actividades de detección activa, según la OMS.
Afecta a pocas personas, pero lo hace de manera violenta. Una de las particularidades de esta dolencia es que aún no se sabe cómo se transmite, por lo que es difícil de controlar. Tampoco hay manera de prevenirla ni existe vacuna. Provocada por una bacteria llamada Mycobacterium ulcerans, suele afectar a la piel y a veces al hueso, hasta el punto de provocar desfiguraciones permanentes y discapacidad a largo plazo. Y sobre todo ataca a los niños. Para evitar estos extremos es esencial el diagnóstico y el tratamiento en las primeras fases de la infección, algo que no ocurrió ni con Sarah ni con Kodzo, a juzgar por el estado de sus llagas.
Sarah Zodo lleva desde los 14 años ingresada en Tsévié y no tiene ni idea de cuándo saldrá. Cuenta que la dejó allí su padre, preocupado después de que le saliera un edema en la pantorrilla izquierda, que solo empeoraba y se extendía hasta que derivó en una ulceración. Entonces ya era huérfana de madre, y cuando su progenitor, al poco de ingresar ella, también falleció, se quedó sola. Su fisioterapeuta, Victor Komi, es quien ejerce de traductor, pues la niña únicamente habla en el idioma local, el gbé y lo hace a duras penas, vencida por la timidez y por la falta de costumbre. “Dice que tiene una tía en Benín y cinco hermanos mayores, pero ninguno vive cerca, no vienen. Cuando los padres murieron, la familia se desperdigó”, traduce el sanitario.
Kodzo N’tsakpoe era aún más pequeño cuando ingresó en Tsévié; 13 años tenía. Su historia, similar a la de su compañera, comienza en 2018 con una herida fea en la cara exterior del tobillo derecho que le comía la piel y que no se cerraba de ninguna manera. Tras pedir información en el centro de salud local, su madre lo dejó en este hospital, que es uno de los centros de referencia a nivel nacional para el tratamiento de Buruli, y se largó para no regresar. “Vino, le dejó aquí y se marchó. Como vio que el niño se quedaba con otras personas, ella se fue con sus otros hijos. Tiene siete, pero Kodzo es el menor”, vuelve a traducir el fisioterapeuta. Nadie ha preguntado por él en estos años en los que la lesión le ha producido una deformidad irreversible que le impide caminar bien.
Togo es uno de los países más pobres de África y solo cuenta con ocho médicos por cada diez mil habitantes; la OMS recomienda como mínimo 23
En Togo, un país costero del Golfo de Guinea de 8,2 millones de habitantes, se notificaron 19 nuevos casos en 2021 y en total hay alrededor de cien personas en tratamiento, según los datos aportados por el coordinador interino del Plan Nacional de Lucha contra las ETD del Gobierno, Dominique Tchalim. Este programa se puso en marcha en 2009 siguiendo las recomendaciones de la OMS, pero no dispone de recursos económicos suficientes y tampoco está actualizado. Togo es uno de los países más pobres de África, a la cola en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU (ocupa el puesto 167 de 189) y solo cuenta con ocho médicos por cada 10.000 habitantes, cuando la ratio recomendada por la OMS es de 23. El presupuesto destinado Sanidad en 2019 fue 50 euros per cápita, muy inferior a lo que se destina en países ricos; en España, por ejemplo, es de 1.732 euros. La falta de medios y de personal formado repercute en la detección temprana de estas enfermedades y en su tratamiento.
El bienestar de Kodzo y Sarah depende únicamente de lo que el hospital de Tsévié pueda darles, pero este centro no tiene apenas medios. Además de los escasos recursos públicos, existe una ayuda extra que ofrecen las fundaciones DAHW –alemana– y Anesvad –española–, ambas especializadas en la lucha contra las ETD de manifestación cutánea, que apoyan al Gobierno en la lucha contra aquellas con mayor prevalencia en el país: la úlcera de Buruli, el pian y la lepra. La formación de fisioterapeutas y otros agentes de salud especializados, la mejora de las condiciones de acceso a agua, higiene y saneamiento, y el aprovisionamiento de medicinas son las principales vías de actuación. Por eso, los adolescentes tienen aseguradas las vendas, las sesiones de rehabilitación y las comidas diarias en el hospital.
No solo vendas y fisioterapia
Después de tres y cuatro años ingresados, los dos adolescentes saben mucho de curas y rehabilitación. También Víctor Komi, por supuesto. Llegó a Tsévié por primera vez en 2008, y tras unos años fuera, ha regresado para reforzar el equipo de fisioterapeutas, siete en total, que trabajan a diario con los pacientes hospitalizados y también con aquellos menos graves que pueden seguir el tratamiento desde sus domicilios. Cada lunes, miércoles y viernes a las siete de la mañana abre la puerta de una impoluta sala donde trabajan él y Patrice Kokou, el enfermero responsable de las curas.
En este momento solo son siete los ingresados, todos ellos con Buruli. Sarah es la primera en llegar y a los buenos días de rigor le sigue un ritual muy ensayado: toma una sábana de papel de un montón doblado en dos sobre el respaldo de una camilla, la extiende sobre otra contigua y se sienta encima. Ha traído consigo un tarro de manteca de karité que entrega al enfermero; le hará falta después. Komi inicia su trabajo.
Lo primero, masajea la zona para activar el deteriorado sistema circulatorio de la pierna. La herida tan tremenda que Sarah presenta le impide estirar la extremidad. Los tejidos, tanto superficiales como profundos, se ven sumamente dañados, y ni siquiera el injerto de músculo y piel de su propio muslo que le colocaron hace unos años ha logrado cerrarla. “El organismo no reaccionó bien y lo rechazó”, describe. “Después de la cicatrización vimos que la sangre no circulaba; por eso los tejidos no se oxigenan y no se acaba de curar”, completa Kokou mientras observa la escena.
A continuación, el fisioterapeuta procede a movilizar la rodilla con diversos ejercicios de extensión y contracción para hacerle ganar movilidad y algo de fuerza. Pide a Sarah que estire la pierna y ejerce peso sobre la articulación muy despacio, muy poco tiempo cada vez. El procedimiento es doloroso, y la niña aprieta los labios y frunce los párpados, pero apenas sale un sonido de su boca. Komi procede con delicadeza; tiene casi dos décadas de experiencia a sus espaldas y sabe cómo proceder, aunque no puede evitarle el sufrimiento. “El problema más frecuente de pacientes de Buruli es que, cuando llegan, ya existe una retracción de los músculos en la zona afectada; por eso al comenzar la rehabilitación sienten mucho dolor y no quieren participar. Los niños lloran, sufren mucho, así que tengo que trabajar muy despacio, pero debo hacerlo porque hay que ver hasta dónde llega la limitación de movilidad”, comenta.
En el caso de Kodzo, el procedimiento es idéntico, así como la actitud estoica del chico. También la cura: como ha hecho con Sarah un rato antes, Koukou aplica suero fisiológico a chorros directamente sobre las úlceras; luego untará la manteca de karité en los alrededores para hidratar la piel y, por último, el vendaje. Dentro de dos días repetirá el mismo proceso. El caso del chico es complicado, además, porque la única solución a la parálisis de su tobillo –lo mueve hacia adelante y hacia atrás, no hacia los lados– es una cirugía reconstructiva, pero esta opción no está a su alcance: no hay especialistas en el país y tampoco podría costearse la intervención.
Una de las razones por las que tardan tanto en cerrar esas llagas es porque los adolescentes no están llevando una recuperación adecuada, reconoce el fisioterapeuta, que se siente muy limitado para ayudarles. En la sala contigua a la de las curas está la de rehabilitación, con mucha mejor pinta, pues se encuentra repleta de artefactos de gimnasia –hasta una cinta de correr– donados por la ONG Handicap International. Allí es donde los ingresados realizan sus ejercicios diarios.
Komi explica que, quienes siguen a rajatabla el plan de rehabilitación, descanso y alimentación, mejoran más rápido, pero las limitaciones de Tsévié no lo hacen posible. Para empezar, los chicos no consumen alimentos frescos casi nunca, y no se mueren de hambre gracias a que la ayuda que Anesvad y DAHW aportan al Gobierno incluye la pensión alimenticia de los hospitalizados, aunque no es suficiente. “A Kodzo le hacemos la cura, pero luego se va al campo a trabajar, y vuelve con toda la herida llena de arena, polvo y suciedad; así es difícil que se le cierre. Él necesita salir a hacer pequeños trabajos para tener un poco de dinero”, razona el fisioterapeuta.
Ni Kodzo ni Sarah poseen nada. Su hogar se circunscribe al espacio que ocupan sus camas de hospital. Encima de ellas, duermen; debajo, guardan algunas bolsas con pertenencias. El chico se ha fabricado un tirachinas y ha desarrollado una tremenda destreza apuntando a los lagartos del jardín. También guarda unos cartones en los que, en algún momento, dibujó unas motocicletas. Le gusta pintar.
Sarah no sale nunca del recinto hospitalario y en su día a día no hace nada. “Había una televisión, pero se rompió”, acierta a decir. Y ninguno de los dos niños sabe qué responder cuando se les pregunta cuáles son sus aficiones. Para ellos, todos los días son iguales, y se limitan a imaginar algún trabajo futuro que les pueda sustentar. Ella dice que le gustaría tener algo de dinero para arrancar algún pequeño negocio de costura, quizás de labores de ganchillo, en la puerta del hospital. Él se conforma con ese trabajo en el campo que le ensucia la herida e impide su curación completa.
La falta de medios económicos que se lee sobre los papeles luego se traduce en situaciones como las que se viven en Tsévié, donde los medios apenas alcanzan para tener a los enfermos de Buruli mínimamente atendidos. Porque no se trata solo de suministrar vendas, desinfectante y una cama en un hospital. Quienes padecen esta patología han de pasar años ingresados en centros como este, que tiene poco que ofrecer a sus jóvenes pacientes más allá de los cuidados médicos de primera línea. En lo que respecta a asuntos tan importantes como la salud mental, la escolarización y las perspectivas profesionales de futuro, no hay nada. Y ni Sarah ni Kodzo saben qué será de ellos si es que algún día salen de este hospital.
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