La niñez atrapada en la frontera de Colombia y Venezuela
Ser niño es una asignatura pendiente para los miles que viven hacinados en los asentamientos entre ambos países. Sin acceso a la educación reglada, la mayoría de ellos pasan los días desatendidos, entre violencia, escombros y aguas fecales, y sin proyección de futuro
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En un día normal, Anguismel Urdaneta estaría brincando de una hamaca a otra, jalando de la camiseta de su mamá hasta que la alzaran y pidiendo cosquillas. En una casa normal, el miedo a que se inunde no sería una constante y las pertenencias de los siete miembros de la familia no estarían amontonadas en la única cama, del único cuarto que la compone. Pero en el asentamiento irregular del 12 de Septiembre nada es normal. En la ‘invasión’ (como se conocen estos territorios) ubicada en Tibú, uno de los puntos de la frontera colombiana que más migración venezolana recibe, viven 430 familias, en casetas de lona de 7x12 metros, sin agua potable. Y muchas —la mayoría— sin luz. La de los Urdaneta está a orillas del caño que concentra las aguas fecales de toda la comunidad y, tras las lluvias, serpentea caudaloso por los hogares de los desafortunados entre desafortunados.
El cuerpecito de la niña de menos de año y medio mide bien todas sus energías. Desde que le diagnosticaron dengue, no tiene muchas que desperdiciar. “Chss, Anguismel, no te vayas tan para allá”, grita Roselia Urdaneta, con 34 años, la matriarca. Y es que allá, a apenas dos pasos de donde acaba el lote cedido a esta paupérrima familia venezolana, siguen su curso las aguas negras, con los pañales y los restos de basura que ha ido arrastrando en el camino. Muy probablemente, también fue aquí donde el mosquito maldito encontró a su hija. Como este, hay al menos otros 11 campamentos en el Catatumbo, al noreste del departamento.
Víctor Bautista Olarte, secretario de Fronteras, Asuntos Migratorios y Cooperación de Norte de Santander advierte que es muy difícil elaborar un diagnóstico habitacional claro dada la “velocidad de la ola migratoria”. “Hay ‘invasiones’ que se desarrollaron en menos de 30 días. La situación es muy crítica. Hemos recibido alguna asistencia técnica del Gobierno, claro, pero la velocidad de las llegadas siempre ha sido mayor que los recursos disponibles y la capacidad institucional. Les hemos pedido un plan estratégico, incrementos de la fuerza pública, más presupuesto y modernización para el control territorial... Pero la realidad, y hay que decirlo con toda claridad, es que es insuficiente para la criticidad que tiene esta situación”. Según la secretaría, en menos de cinco años, se ha producido un crecimiento poblacional 20 al 30%. Hasta antes de la pandemia, la llegada de migrantes pendulares rozaba el millón mensual. “Estamos sobrepasados”, incide.
“Lleva días que no come y que todo lo que le conseguimos dar lo vomita. Y las diarreas hace mucho más que no paran”, explica preocupada Urdaneta, la madre de Anguismel. “Y muéstrale tú, mamita. Muéstrale lo que te salió a ti”. Estefanía Urdaneta, tumbada en la hamaca amarilla, que en las noches hace de cama doble, levanta el brazo y una tirita ensangrentada. Debajo, un ganglio inflamado del tamaño de una canica, aún supura pus y sangre. “Este sitio lo enferma a uno”, resume Urdaneta. El olor que impregna toda la zona es insoportable. El hedor solo se confunde con la leña quemándose durante la hora del almuerzo.
La realidad, y hay que decirlo con toda claridad, es que las ayudas son insuficientes para la criticidad que tiene esta ola migratoriaVíctor Bautista Olarte, secretario de Fronteras, Asuntos Migratorios y Cooperación de Norte de Santander
Las patologías derivadas de la insalubridad de estas viviendas se agolpan en esta región del Catatumbo. En épocas de lluvias —entre agosto y septiembre— más. “Las diarreas se duplicaron en este último mes. Y pasa lo mismo con las enfermedades de la piel”, explica Mayron Vergel, doctor de Médicos sin Fronteras. “Esta semana conté 23 malarias, pero a principios de año, que hay más vectores, sumaban hasta 150 cada siete días. Este es un clima malsano. El que llega acá, termina por enfermarse. Así esté apenas tres días”, narra. En los últimos tres años, la organización ha atendido 3.795 infecciones respiratorias, 3.107 dolencias dermatológicas y 2.671 diarreas no sangrientas, en apenas población infantil.
“Toca hacerle así”, explica Sulaith Auzaque, Coordinadora de Proyecto Catatumbo de Médicos Sin Fronteras poniéndose de cuclillas frente a la niña. Con cariño, levanta su camiseta y retuerce un poco el ombligo. “Ahora mismo no está tan grave”, concluye. “Estos días ve pellizcándole de vez en cuando y si la piel es menos elástica y tarda en volver al estado normal es que está muy deshidratada y es urgente que la lleves al hospital. Así sí la van a atender”. La madre escucha con atención subiendo a la niña en brazos.
La sanidad pública colombiana solo atiende: urgencias vitales, consultas prenatales a mujeres embarazadas y vacunación básica de los niños menores de 10 años. Pero no reparte medicación
La sanidad pública colombiana solo presta atención a personas migrantes en tres casos: urgencias vitales, consultas prenatales a mujeres embarazadas —aunque no les entregan medicamentos ni les realizan ecografías— y vacunación básica de los niños menores de 10 años; lo que en Colombia se conoce como Plan Ampliado de Inmunizaciones (PAI). Esta última no incluye la inyección contra la covid-19. Aunque la iniciativa del Gobierno de Iván Duque de crear un estatuto temporal de protección para regularizar a más de un millón de venezolanos pareció abrir la puerta a esta opción, en la frontera nadie sabe nada de ellas.
En vista del limbo legal y la desprotección generalizada de esta población, más de 50 organizaciones de ayuda humanitaria internacional trabajan en la zona de Tibú. Aunque no tantas se encargan del reparto de remedios y la atención primaria. Desde finales de 2018, Médicos Sin Fronteras ha atendido 20.038 consultas a niños. Y a casi 800 embarazadas. “El estatuto temporal es el primer paso”, añade Bautista Olarte, secretario de Fronteras, Asuntos Migratorios y Cooperación del departamento, “todos los recursos en sanidad y educación parten del presupuesto de la región, que no ha aumentado conforme lo ha hecho la crisis migratoria”.
Ni hablar de la escuela
La precariedad en los asentamientos es la norma. Las clases sociales aquí las marcan el acceso a luz, agua o la propiedad o no de un pozo. La familia de Odalis Yaseli se instaló hace apenas 20 días en uno de los pocos lotes vacíos de la Tercera Montaña. En este campamento irregular constan otras 2.000 casetas similares, con historias de supervivencia que también se parecen entre sí. Yaseli, de 50, apoya la pierna mal operada en un bidón vacío y se abanica con la tapa. Los 38ºC que marca el termómetro no dan tregua. Su hija menor, Dalis, de ocho años, descansa a su lado en una banqueta, sin más afán que dejar que pase un día más. Desde que estalló la pandemia, no ha vuelto a las clases. “Acá no tenemos internet para que las siga”. Ya van dos cursos perdidos.
Y el hastío es el grito en los ojos de la niña. Según cifras de Migración Colombia, el 12% de los migrantes venezolanos radicados en el país son menores de edad y adolescentes. Más de 200.000. Conforme a las estimaciones de Plan Internacional, el porcentaje asciende al 24% y según critica Unicef, la mayoría no tiene acceso a la educación reglada. La Secretaría de asuntos migratorios señaló a este periódico que hay 50.000 niños migrantes escolarizados en el departamento.
Hace dos semanas, la principal preocupación de esta madre era salvar la infección que se le había complicado en la encía de su hija que, hinchada, supuraba pus sin pausa. La familia la llevó al hospital, la atendieron, pero le tocó buscar los medicamentos por otro lado. “Aquí llueve todos los días. Y de eso es de lo que tomamos”, explica la mujer. El marido es quien trae los pocos ingresos a la casa de los trabajos que va encadenando como albañil. “A veces nos da para comprar pollito y lentejitas, pero nada de bistec, pues”, ríe amarga. En Venezuela todo era diferente: “Mi casa tenía sus cuartitos, su techo, sus paredes… Pero si almorzabas, no cenabas. Imagínese cómo estábamos de mal para quedarnos acá”.
Mi casa tenía sus cuartitos, su techo, sus paredes… Pero si almorzabas, no cenabas. Imagínese cómo estábamos de mal para quedarnos acáOdalis Yaseli, venezolana migrante asentada en la Tercera Montaña, en Tibú
Un estudio realizado por Save the Children Colombia sobre empleabilidad y migración, mostró que una de las barreras más importantes a la hora de buscar empleo es la situación irregular de los migrantes. En septiembre de 2019, la mitad de los venezolanos estaban de manera ilegal en el país vecino. En diciembre, el porcentaje ya era del 57%. La mayoría de los contratos a los que acceden son verbales y por tiempo indefinido, con salarios diarios de no más de 30.000 pesos colombianos. Algo menos de ocho euros. “A nosotros nos pagan menos porque conocen nuestras necesidades”, repite uno tras otro.
El departamento del Norte de Santander, con 2.219 kilómetros de frontera con Venezuela, es la segunda barrera más peligrosa de Latinoamérica, después de la mexicana. Por aquí entraron oficialmente entre 2012 y 2020, 2.705.403 personas, según cifras de Migración Colombia. Prácticamente la mitad de ellos, según la organización Pares, Paz y Reconciliación, lo ha hecho a través de los pasos informales o ‘trochas’. A veces atravesando un río o un sendero custodiado por los trocheros, quienes marcan el peaje para pasar.
Es raro el vecino que no tenga un miembro de su familia asesinado. Los desaparecidos son lo único de lo que no se habla
El Catatumbo, una de las regiones más conflictivas, está marcado por la violencia y los ataques de grupos armados al margen de la ley que, de tan frecuentes, necesitan una referencia espacio-temporal: “El bombardeo del viernes”, “El hostigamiento del hospital”, “El feminicidio de la fiscal”, “El vídeo de las mujeres amenazadas”. “Es mejor no enojarles”, repiten varios vecinos.
“Nos cuidamos entre nosotros”
Esta frase la tienen bien grabada los líderes de los asentamientos, que constan de una jerarquía impecable y detallada, encabezada por los grupos armados. A veces por manzanas, otras por calle: siempre hay alguien de la comunidad al tanto de todo lo que sucede. Ellos son quienes lo reportan todo. Y también quienes velan por el territorio y las familias que lo habitan. Delia Carrillo, venezolana de 27 años, llegó hace seis de Machique, del estado de Zulia, cuando a su hija de dos meses le diagnosticaron epilepsia y reparó en que conseguir su medicación era una utopía. Desde hace un año, es la gerente social de la Tercera Montaña, denominada por sus vecinos como Nueva Esperanza.
“Aquí hay pura gente vulnerable que a veces no tiene ni para comer. Nosotros hacemos lo que podemos y gestionamos para darles ayuditas”. Actualmente, trabaja también en lo que se conoce como “peaje”; una iniciativa bastante impopular para recaudar fondos entre Cúcuta y Tibú. “Con eso queremos arreglar las vías”. Juleida Durán, representante del comité de salud de la ‘invasión’ 12 de Septiembre, reconoce que le pesa mucho la situación: “Aquí nuestros niños sufren mucho de diarrea y dengue, por las inundaciones. Nos cuidamos entre nosotros”.
El poder de los grupos armados se respira en cada esquina de la ciudad, repleta de zonas rojas —las más peligrosas— y recomendaciones que suelen concluir en: “si puedes evitar salir, mejor”. Es raro el vecino que no tenga un miembro de su familia asesinado. Los desaparecidos son lo único de lo que no se habla. En Tibú, donde se ubican ambos asentamientos citados, es el segundo con mayor tasa de homicidios de la frontera colombo-venezolana, después de Cúcuta.
En esta latitud conviven, además de las guerrillas, uno de los cultivos de coca más productivo del país y una elevadísima presión migratoria. “Yo prefiero que mi niña no salga”, concluye Odalis Yaseli, “sé que su vida solo pasa siempre en esta ‘invasión’, pero mejor acá que fuera”. Según un reciente estudio de Plan International, el 50% de las niñas y adolescentes refugiadas y migrantes venezolanas se sienten inseguras en las calles; mientras que el 21% de niñas y el 13% de adolescentes han sido testigos de situaciones de violencia, abuso sexual o agresiones verbales.
El derecho a ser niños
La comunidad es la familia en el exilio. Aquí los hijos de unas los cuidan madres de otros y la pobreza compartida sirve de aval. Karina Meléndez, jefa de la calle número dos del campamento de Belén, en la Cuarta Montaña, lleva meses luchando por los derechos de los 40 niños de la zona de la que es responsable. “Queremos que aprendan aunque sea aquí, porque casi ninguno va a la escuela al no cumplir con los requisitos para que les den plazas. Pero no tenemos para el material”, cuenta. “Es muy frustrante. ¿Cómo van a salir de acá estando ociosos?”. Una veintena de chicos juega de fondo a la pelota en una cancha de tierra con dos porterías oxidadas. Este es el orgullo de muchos como Meléndez, que peleó por conseguirlas. Los más pequeños intentan robarle la pelota a los adolescentes mientras se ríen a carcajadas y otros se enfadan. Por un momento, parecen solo niños.
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