Ollas comunitarias y banderas blancas para lograr alimentarse
Una trabajadora de Aldeas Infantiles en Perú cuenta cómo en Nueva Ciudad Inca la educación de los niños y el derecho a la comida penden siempre de un hilo. Pero las mujeres han pasado a la acción
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A principios de abril, durante una cuarentena que se prolongaría después varios meses, miles de banderas blancas ondeaban en las casas de todo Perú. Las familias las colgaron como un grito de ayuda, un símbolo de que no tenían más comida. Lo que comenzó en los barrios marginales de Lima se extendió a cientos de comunidades de todo el país.
Pero en el pueblo de Nueva Ciudad Inca, en la Cordillera de los Andes peruanos, se convirtió en un símbolo de resiliencia. Con numerosas banderas blancas hechas con bolsas de plástico y palos de escoba izadas en su comunidad, seis mujeres unieron fuerzas y recursos para organizar una olla común, la que bautizaron como Olla Solidaria.
“Hicimos arroz turco, pero sin carne ni pollo, porque no teníamos”, recuerda Marco (*13 años) al hablar del día de su inauguración, en mayo. Marco, cuya madre fue una de las fundadoras, ayudó tocando puertas para decirle a la gente del pueblo que podían obtener una comida completa por solo un sol peruano (20 céntimos de euro).
Durante los primeros meses de la pandemia, las voluntarias, en su mayoría mujeres, lograban alimentar a más de 150 niños y 100 adultos cada día. Ellas dirigen la olla desde una casa cedida por un vecino. En la pared cuelga un papel con los turnos de los voluntarios y el menú de la semana: hoy, locro de zapallo; mañana, solterito de queso. Una empresa privada donó utensilios y ollas enormes, las cuales están sobre una cocina en desuso. Las mujeres cocinan afuera con leña porque no pueden pagar el gas para hacerlo dentro. Cuando la comida está lista, se llevan las ollas al interior para servir a los vecinos que hacen cola desde el mediodía.
Durante los primeros meses de la pandemia, las voluntarias, en su mayoría mujeres, lograban alimentar a más de 150 niños y 100 adultos cada día
La pequeña comunidad de Nueva Ciudad Inca es solo un reflejo de la realidad latinoamericana. Se estima que 28 millones de personas en la región viven en extrema pobreza, en gran parte por el deterioro de la economía a raíz de la pandemia, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). Esto significa un retroceso significativo en los derechos del niño. Al igual que en esta comunidad de los Andes peruanos, su educación y nutrición están en riesgo.
La cuarentena dejó a más de un tercio de los peruanos sin comida y muchas familias aún luchan por recuperarse. Al igual que en la crisis económica de Perú y la hiperinflación de la década de 1980, los comedores populares han surgido como respuesta, organizándose para comer en grupo y compartir los alimentos.
La olla solidaria
Mientras fotografío a las cocineras, Laura, de nueve años, mira mi cámara con curiosidad. Me cuenta que su madre hace turnos semanales con otras mujeres de la comunidad para cocinar y hacer las compras. “Aunque la veo menos esos días, me enorgullece que ella ayude a otros niños como yo a no pasar hambre”, dice mientras carga el recipiente con comida para ella, su madre y su hermano pequeño.
Mónica Bustos, la mediadora familiar de Aldeas Infantiles SOS, menciona que la cantidad diaria de porciones varía y que ha disminuido desde que comenzaron, pero al observar las colas diarias, es obvio que la necesidad persiste. Y la realidad es que son los niños, niñas y adolescentes quienes más dependen de la olla comunitaria, mientras sus cuidadores van a trabajar o a buscar algún tipo de ingreso para llevar a casa. Para muchos como Laura y Marco, esta será su única comida del día, reemplazando las que normalmente recibirían en la escuela.
Desafortunadamente, la junta directiva de la olla solo puede costear una comida diaria.
Elegir entre educación o alimentación
El nuevo poblado de Nueva Ciudad Inca fue visto como una oportunidad para que muchos cumplieran el sueño de tener una casa propia a solo 30 minutos de la ciudad de Cuzco, con la promesa de que se iría mejorando el acceso a los servicios básicos. Pero tras el anuncio de la cuarentena, el paisaje y la calma de la zona se han visto ensombrecidos por la falta de luz y agua.
Marco visita a su madre y a sus dos hermanos menores durante los fines de semana. Tras el cierre de los centros escolares, ha vivido con un familiar en Cuzco para poder seguir las clases online. Sin luz y sin señal de teléfono, tenía que subir a un almacén en la entrada de la comunidad, ya que era el único rincón que disponía de luz. Pagaba dos soles para cargar el teléfono y luego subía a un cerro donde tenía señal para recibir sus deberes por WhatsApp.
“Aquí soy más libre, puedo correr y jugar. En la ciudad me siento encerrado”, me dice mientras se peina y se pone su gorra. “Pero como quiero estudiar ingeniería o derecho para ayudar a mi madre y a mi comunidad, tuve que irme”.
Las familias deben elegir si comen o si compran crédito para el celular (o lo cargan) para que los niños sigan las clases a distancia
Laura no tiene la misma opción. Después de mostrarme con orgullo a sus dos cachorros y decirme que sueña con ser veterinaria, me guía de regreso a la olla comunitaria. Estuvo conmigo todo el día, así que le pregunté cómo se mantenía al día con sus tareas escolares. Ella afirma que su padre se lleva el único teléfono celular al trabajo de lunes a viernes, por lo que solo puede hacer sus tareas los domingos. “A veces mi tía me presta el suyo, pero me da vergüenza pedirlo mucho”.
Las familias deben elegir si comen o si compran crédito para el celular (o lo cargan) para que los niños sigan las clases a distancia. La llamada educación virtual para niñas como Laura es solo un término más para una educación interrumpida. “Mi mamá me ha dicho que mi letra es fea, así que estoy reescribiendo todo lo de este año en un nuevo cuaderno”, me suelta mientras salta colina abajo hacia la olla solidaria.
El año escolar terminó en diciembre y ahora tienen dos meses de vacaciones, pero en comparación con otros años, Marco y Laura esperan con ansias volver a las aulas a principios de marzo. El primero porque quiere volver a vivir con sus hermanos y su madre; Laura porque extraña aprender. “En la escuela me sentía cada vez más inteligente, quiero volver”.
Un plato de comida para cada niño
Hoy las mujeres que dirigen la olla comunitaria de Nueva Ciudad Inca buscan formalizarla en un comedor comunitario, para recibir un presupuesto mensual de las autoridades locales, garantizando la continuidad de la iniciativa. Pero me cuentan que es todo un trámite burocrático. En medio de una crisis política, miles de ollas comunitarias en el país esperan que el Congreso apruebe un proyecto de ley largamente retrasado para acelerar este proceso, como respuesta a la emergencia.
A pesar de esta triste realidad y la larga espera por el apoyo del Gobierno, una pequeña comunidad como Nueva Ciudad Inca ha tomado las riendas, enfrentando la crisis con solidaridad y resiliencia.
Mientras converso con mujeres, niños, niñas y adolescentes que hacen cola a las puertas de la olla comunitaria, con botellas vacías y recipientes para llevar sus porciones a casa, todos encuentran un lado positivo. Aprecian que ahora se conocen mejor, saben los nombres de sus vecinos y pueden apoyarse mutuamente. Todos están de acuerdo en que, al menos ahora, todos los niños tienen algo que comer.
(*) Nombres cambiados para proteger la privacidad. Como respuesta a la crisis social y económica de la covid-19, Aldeas Infantiles SOS Perú apoya a 18 ollas comunitarias y 17 comedores a nivel nacional, con un presupuesto mensual de 700 soles (alrededor de 200 euros), para la compra de alimentos. Además, hay acompañamiento constante y talleres para desarrollar habilidades de organización y liderazgo en las juntas directivas.
Alejandra Kaiser trabaja para Aldeas Infantiles SOS Internacional en América Latina.
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