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La paradoja de la cama de Rosalía

El espacio sagrado de creación y ‘performance’ de la artista es el templo inalcanzable para una sociedad que se está matando de sueño

La primera entrevista que vi en la que Rosalía hablaba de Lux aparecía tumbada en la cama de Mar Vallverdú. Nunca imaginé que aquel gesto de intimidad en el podcast Radio Noia sería crucial en la campaña de marketing de su último álbum. Desde aquella charla, la cama de Rosalía me persigue por todas partes. Desbloqueo la pantalla de mi teléfono y ahí está, Rosalía retorciéndose en su cama y convirtiéndose en paloma en el videoclip de Berghain. Rosalía contemplativa ante 900 personas entre sábanas XXL, presidiendo la sala oval del MNAC. Rosalía, contando a Xavi Sancho en El País Semanal que ella nunca crea sentada y que solo puede trabajar tumbada en la cama. Rosalía, cantando La Perla sobre varios colchones en el programa de Jimmy Fallon. La cama de Rosalía es la gran paradoja de nuestro tiempo: ese espacio sagrado suyo de creación y de performance es el templo inalcanzable para una sociedad que se está matando de sueño.

No es casual que la mística espiritual de Lux no se tumbe en el diván, sino en una cama femenina. Ese lugar al que acudimos para dejarnos ir se ha convertido en el símbolo estético de aquellas que se han educado sentimentalmente en internet. Hablo de las chicas hastiadas que fantasearon con emular a la protagonista de Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Moshfegh, para empastillarse 12 meses en horizontal, dormitando y viendo películas de los ochenta. Mujeres que son campeonas olímpicas del bedrot, un anglicismo muy popular en las redes que se usa para describir el placer que da ”pudrirse en la cama”, o lo que es lo mismo, quedarse horas tirada sin hacer nada más que comer pantalla. Rosalía está en las antípodas de esos cuerpos ojerosos que tienen rota la atención por intentar llegar a todo. En su cama, más que ponerse pocha, ella se purifica. Basta con escuchar cómo reconoce abiertamente el privilegio de poder tener un año para poder pensar sus letras apoyada en su almohada. Su cama jamás será la misma que la del resto, pero qué inteligente ha sido la catalana al apropiarse de ese símbolo tan venerado como escaso. La posibilidad de la pausa, ese sí que es el lujo exclusivo de nuestro tiempo.

Recogiendo el latir memético de las redes, en la exposición Bed doesn’t ask questions (“La cama no hace preguntas”), que se puede ver en el festival Panoràmic hasta el próximo domingo, el ensayista Juan Evaristo Valls y la investigadora cultural Estela Ortiz reflexionan a través de la idea de la cama de una forma mucho más punzante. A partir de La chambre, el corto de 11 minutos con doble panorámica de 360 grados de Chantal Akerman en el que se grabó en la cama de su habitación impropia, establecen un diálogo entre obras artísticas y acciones de los últimos años para preguntarse qué cuerpos tienen acceso al reposo. En una sociedad en la que el sueño está siendo el bastión que mejor resiste a la invasión depredadora de la rentabilidad capitalista, el descanso se ha convertido en un bien escaso porque no da rédito en la dictadura del siempre disponibles, siempre conectados. La cama, aquí, vista como símbolo de resistencia.

Cada vez que me asalta otro reel de Rosalía etérea entre sábanas tan blancas y tan puras como sus vestidos de novia, recuerdo la cama con la que la artista Tracey Emin mosqueó a los señores de la crítica en 1999. En My Bed, expuesta en la Tate en 1998 y finalista del premio Turner en 1999, Emin presentó una cama con sábanas sucias, botellas vacías, condones usados, un test de embarazo, vómito reseco, colillas por todas partes y ropa interior manchada con sangre menstrual. Más que aplausos, la obra, que después se vendería por casi tres millones de euros y lo revolucionó todo, provocó un cisma en la Inglaterra más bien pensante y puritana. Ella fue profeta de todas. La santa patrona del bedrot.

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