Las apuestas fallidas de Junts
A los herederos del partido surgido para controlar el poder catalán nada les ha salido como esperaban desde hacía más de un lustro
Para interpretar la posición exasperada de Junts, que amenaza con romper el diálogo con un Gobierno sin mayoría parlamentaria, no hace falta disponer de información privilegiada. Esta es la clave: a los herederos del partido surgido para controlar el poder político catalán nada les ha salido como esperaban desde hacía más de un lustro. Su desempoderamiento, según todas las encuestas, podría incrementarse cuando se celebren las próximas elecciones municipales, que sus alcaldes contemplan con pavor. ¿Qué hacer ante esa encrucijada?
Cuando el procés fracasó y se consolidó la idea de que la apuesta unilateral de la Generalitat había sido un farol ejecutado por un jugador de póquer principiante, los líderes del independentismo, más que asumir responsabilidades ante sus seguidores, trataron de rediseñar su estrategia. Esquerra Republicana, con Oriol Junqueras encarcelado, apostó por una relectura más compleja de una Cataluña demasiado tensionada. La asociación Assemblea Nacional Catalana, antes de ser el club social de jubilados que es hoy, intentó hacerse con espacios de poder en cámaras de Comercio, rectorados universitarios o colegios profesionales, y en algún caso lo consiguió. Nadie conservaba el aura de 2017 como el entonces eurodiputado Carles Puigdemont. Era percibido como un fugitivo heroico. Uno de los conceptos que puso en circulación fue la “confrontación inteligente”. Lo expuso en conferencias, también publicó un breve ensayo para sustanciarlo. No había mejor ejemplo de esa confrontación, según expuso en dicho librito, que la organización del referéndum anticonstitucional del 1 de octubre. Aunque había fracaso en sus objetivos quijotescos, sí logro burlar al Ejecutivo español. Esa jornada de desobediencia civil masiva, que pertenece a una época europea que parece prehistórica, Puigdemont la caracterizó como una demostración de la amplísima capilarización social que había logrado aquel ilusionante movimiento nacional y, al mismo tiempo, como un potentísimo mecanismo subversivo que logró ridiculizar e histerizar al Estado, que degradó su calidad democrática en su respuesta a aquel desafío. Esa capacidad de desgaste era el principal éxito y la gran oportunidad para replicarlo sería la sentencia que dictaría la Sala Segunda del Tribunal Supremo contra los líderes del procés. Hubo altercados durante unos días y no pasó nada.
Después de la pandemia, con la desmovilización en la calle y Pere Aragonés presidiendo la Generalitat, Junts hizo una apuesta arriesgada al salir del Gobierno performatizado por sus mayores. No hubo premio. Aunque Puigdemont logró con ese gesto aglutinar a sus fieles, no solo se quedó sin carteras autonómicas: por el camino perdieron algunos de sus cuadros intermedios más cualificados y con mayor experiencia en la Administración. A esa descapitalización por arriba, sin capacidad hoy para consolidar una oposición inteligente en el Ayuntamiento de Barcelona o en el Parlament de Cataluña, se sumaría desde 2024 la aceleración de la gran amenaza que sufren los partidos de tradición moderada en todo el continente: la pérdida de conexión con buena parte de su electorado que, en el caso que nos ocupa, va quedando abducido por la fascinante mirada brujeril de la líder de Aliança Catalana. Ahora, a dos años de su apuesta por rectificar la estrategia de la confrontación con el pacto para investir a Pedro Sánchez, de nuevo más pérdidas que ganancias. Se aprobó a la brava la ley de amnistía, sí, pero Puigdemont sigue sin poder volver a vivir en Girona con su familia como sería de justicia y nada parece cumplirse de lo pactado en Bruselas. Lo más normal es que, calculadora en mano, constaten que ha sido otra apuesta fallida. Esta es la clave de un ultimátum que inquieta más al Gobierno que anima a los suyos.
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