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La victoria total en Gaza es una ilusión

Netanyahu inició la guerra sin una visión realista de cómo ponerle fin. Dos años después, difícilmente se puede considerar que Israel haya triunfado

El 7 de octubre de 2023 es una fecha que perseguirá para siempre a Israel. Los acontecimientos de ese día fueron espantosos: Hamás llevó a cabo ...

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El 7 de octubre de 2023 es una fecha que perseguirá para siempre a Israel. Los acontecimientos de ese día fueron espantosos: Hamás llevó a cabo un vil ataque contra Israel, en el que mató a unos 1.200 israelíes y tomó a otros 251 como rehenes. Pero el ataque de Hamás pronto dio lugar a atrocidades mucho mayores, y las represalias de Israel contra Hamás se han convertido en una guerra prolongada de una crueldad inimaginable en Gaza.

El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, inició la guerra en Gaza sin una visión realista de cómo ponerle fin. Su principal preocupación era salvaguardar su frágil Gobierno de coalición —que depende del apoyo de fanáticos religiosos de extrema derecha— y protegerse de ser juzgado por cargos de corrupción. Así, mientras las tropas israelíes reducían a escombros las ciudades de Gaza, Netanyahu lanzaba al mismo tiempo un ataque sin cuartel contra las leyes e instituciones de Israel, todo en nombre de la “victoria total” sobre Hamás que, desde la perspectiva de su Gobierno, parece sinónimo de Palestina.

Dos años después, difícilmente se puede considerar que Israel haya salido victorioso. Más de 60.000 palestinos han perdido la vida, e incluso las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) admitieron que 53.000 habían muerto hasta mayo, mientras que los que permanecen en Gaza están sufriendo una crisis humana profunda y creciente, que ha suscitado la condena cada vez más enérgica de una parte cada vez mayor de la comunidad internacional. Mientras tanto, la sociedad israelí está profundamente fracturada, y los cimientos de su democracia se han hecho añicos, quizá de forma irreparable.

Ningún estudiante de historia

Resulta irónico que el líder israelí que abrió la caja de Pandora en Gaza sea hijo de un historiador de renombre. Es cierto que Benzion Netanyahu —que estudió el fin de la vida judía en la España medieval desde la perspectiva del antisemitismo y consideraba la historia judía como una serie de holocaustos— era una especie de inconformista fatalista. Pero su hijo ha mostrado muy poco interés por comprender la historia; solo pretende utilizarla para promover sus objetivos e intereses políticos.

Para justificar su oposición al compromiso constructivo de Occidente con Irán, Netanyahu comparó la negociación por parte del entonces presidente estadounidense Barack Obama de un acuerdo en 2015 para limitar el programa nuclear iraní con la política de apaciguamiento de la Alemania nazi por parte de Neville Chamberlain en 1938. Al parecer, no importaba que las propias fuerzas de seguridad de Israel apoyaran firmemente el acuerdo nuclear iraní.

Para justificar su objetivo final de acabar con el movimiento nacional palestino, Netanyahu ha llegado incluso a exculpar a Hitler de haber tenido la idea de exterminar a los judíos de Europa, culpando en cambio al líder palestino Hajj Amin al-Husseini de haber sembrado la idea en la mente de Hitler. También ha comparado la masacre del 7 de octubre de Hamás con el ataque sorpresivo de Japón a Pearl Harbor en 1941 —un acontecimiento que condujo a la destrucción de ciudades japonesas menos de cuatro años después—.

Netanyahu no es el primer líder mundial que demuestra los peligros de la ignorancia histórica. Cuando el politólogo Graham Allison y el historiador Niall Ferguson propusieron crear un Consejo de Historiadores para asesorar a los presidentes estadounidenses, citaron la profunda ignorancia que determinó la decisión del entonces presidente de EE UU George W. Bush de invadir Irak en 2003.

Allison y Ferguson también criticaron la “falta de atención” de Obama ante la “profunda relación histórica” de Ucrania con Rusia, que lo llevó a “subestimar los riesgos” de la búsqueda por parte del país de lazos más estrechos con Europa. A diferencia de Bush, quien nunca pretendió ser un erudito de ningún tipo, Obama combinó su ignorancia histórica con una cierta arrogancia intelectual, ejemplificada por sus comentarios despectivos sobre el principal arquitecto de la estrategia estadounidense durante la Guerra Fría, George F. Kennan. “En realidad, ahora mismo ni siquiera lo necesito [a Kennan]”, dijo, dos meses antes de que Rusia se anexionara Crimea.

Por el contrario, cuando fue secretario de Estado, Henry Kissinger puso en práctica hábilmente lo que Allison y Ferguson llaman “historia aplicada”. Se basó en el pasado para orientar las decisiones presentes, sin convertirse en rehén de comparaciones históricas potencialmente engañosas. (Nadie querría tratar a un gato doméstico como a un tigre, ni viceversa). Los acuerdos de paz que siguieron a las guerras napoleónicas, por ejemplo, le enseñaron que un orden internacional solo puede ser estable si todos los actores principales lo consideran legítimo.

Kissinger, un realista empedernido, se preocupaba por la difícil situación de los palestinos solo en la medida en que podía desestabilizar Oriente Próximo. Las aspiraciones morales o los derechos legales de un pueblo oprimido le resultaban irrelevantes. No era simpatizante de la OLP, y mucho menos de Hamás. Como no creía que fuera viable un acuerdo entre Israel y la OLP, abogaba por la formación de una confederación palestino-jordana —una visión que sigue siendo relevante—. Para Kissinger, lo único que importaba era lograr un equilibrio estable entre las principales potencias de la región.

Sin enemigos eternos

El realismo despiadado de Kissinger le permitió extraer una lección histórica que los líderes políticos, e incluso algunos historiadores, tienden a pasar por alto: no hay dos actores que estén destinados a ser adversarios para siempre. La clave está en garantizar que las guerras no duren más allá de su utilidad, lo que para Kissinger significaba su capacidad para crear oportunidades diplomáticas y permitir el reequilibrio geopolítico.

En la década de 1970, Estados Unidos se vio obligado a admitir que la búsqueda continua de la victoria en Vietnam conduciría a una volatilidad y un derramamiento de sangre sin fin. Las ofensivas militares no conseguían alterar la situación sobre el terreno, en parte porque el escenario no permitía el tipo de guerra de maniobras al que estaba acostumbrado el ejército convencional estadounidense, y en parte porque el enemigo —motivado por un profundo odio hacia el invasor— tenía poco que perder. Hoy, medio siglo después de que Estados Unidos aceptara la derrota militar, puede cantar victoria en el terreno diplomático y económico. Vietnam es prácticamente un aliado de Estados Unidos, y China, que en su momento ayudó a Vietnam del Norte en su lucha contra el “imperialismo americano”, es vista como la principal amenaza para la seguridad de Vietnam.

Pero incluso cuando la “victoria total” es factible, resulta probable que resulte efímera. Las “victorias totales” de Israel en las guerras árabe-israelíes de 1948 y 1967, así como en la guerra de 1956 contra Egipto, solo sirvieron para intensificar el deseo de venganza de sus enemigos. Por eso, Kissinger detuvo la guerra de Yom Kippur de 1973 antes de que los militares israelíes pudieran matar de hambre al Tercer Ejército de Campaña egipcio y avanzar hasta El Cairo: sabía que esto probablemente impediría una paz duradera. Gracias en gran medida a su astucia, Israel y Egipto firmaron un tratado de paz en 1979.

Derrotas discursivas

La victoria total es una ilusión, porque, como explica Wolfgang Schivelbusch en su libro The Culture of Defeat. On National Trauma, Mourning, and Recovery (“La cultura de la derrota: sobre el trauma, el duelo y la recuperación nacional”), los “perdedores” nunca aceptan el discurso de la derrota. En su lugar, reescriben sus historias, generando “mitos” que glorifican su pasado y justifican sus pérdidas. La derrota militar se convierte en un símbolo de superioridad cultural y moral.

En las guerras —especialmente en las asimétricas—, las valoraciones morales del conflicto pueden ser tan importantes para el resultado como las bombas. En Vietnam, los estrategas estadounidenses abogaron por bombardeos despiadados y ataques a las infraestructuras. Pero esta estrategia no solo tuvo un rendimiento militar decreciente, sino que también alienó a los ciudadanos estadounidenses y a sus aliados. Estados Unidos perdió la guerra de Vietnam en los campus universitarios del país y en el tribunal de la opinión pública occidental antes de ceder en el campo de batalla.

Israel lleva casi dos años cometiendo el mismo error. Su ejército ha intentado aplastar a Hamás apoderándose de territorio, destruyendo viviendas y hospitales e impidiendo que la ayuda humanitaria —incluidos los alimentos— llegara a Gaza. Pero, tras dos años de ataques, el poder militar de Hamás, aunque muy mermado, no ha sido eliminado, y el grupo sigue resistiéndose al intento de Estados Unidos e Israel de dictar las condiciones para poner fin a la guerra. Ni siquiera ha moderado sus exigencias.

Netanyahu debería haberlo sabido. No fue solo el invierno ruso lo que condenó al fracaso la invasión nazi de la Unión Soviética en 1941; también fue la capacidad de Stalin de enviar un suministro aparentemente interminable de tropas a la batalla. En la actualidad, Hamás ha demostrado ser capaz de reponer sus filas mediante el reclutamiento forzoso o con promesas de pago en alimentos y dinero. Estos reclutas no necesitan un entrenamiento exhaustivo antes de unirse a la lucha; solo tienen que aprender a disparar un RPG contra los tanques israelíes antes de huir al túnel más cercano.

Si la resistencia de Hamás no es suficiente para destruir la moral de los soldados israelíes, la reacción global contra Israel seguramente podría serlo. Los suicidios aumentan en las FDI. Parece que Netanyahu no ha comprendido que las guerras modernas se libran en muchos frentes, incluidos los foros públicos globales y la vorágine caótica de las redes sociales. Y las derrotas de Israel en estos escenarios han sido decisivas: Hamás, el orquestador de uno de los atentados terroristas más atroces que se recuerdan, se ha convertido en un emblema de resistencia heroica.

Los israelíes solían jactarse de que sus guerras serían estudiadas en academias militares. Pero cualquier análisis académico de la guerra actual en Gaza intentará discernir no lo que hizo bien Israel, sino más bien cómo Hamás arrastró al país a la guerra más larga de su historia. ¿Cómo consiguió el eslabón más débil del “anillo de fuego” que rodea a Israel causar numerosas bajas y enormes costos económicos al país, conseguir la liberación de prisioneros palestinos de alto rango, fragmentar a la sociedad israelí, destruir la reputación internacional de Israel e interrumpir la normalización de sus relaciones con Arabia Saudí?

La respuesta podría estar en parte en la condición de Hamás como actor no estatal. La soberanía tiene ciertos límites. Incluso un régimen radical como el de Irán debe ejercer cierta moderación, porque necesita una economía que funcione y cierto nivel de legitimidad internacional para mantenerse en el poder. Si Irán hubiera sufrido cientos de miles de bajas civiles y militares en una guerra —el equivalente proporcional del total en Gaza—, su régimen probablemente se habría derrumbado.

En Líbano, Hezbolá está sujeto a muchas de las mismas limitaciones. Israel consiguió eliminar a sus dirigentes y destruir gran parte de su arsenal, pero derrotó a Hezbolá solo en parte porque también es un partido político libanés, con representantes en el Parlamento y en el Gobierno. No podía permitirse exponer a Líbano a continuos ataques aéreos israelíes.

Hamás, por el contrario, no tiene las limitaciones de un Estado, por lo que resulta mucho más difícil disuadirlo. Los planificadores de la masacre del 7 de octubre seguramente sabían que Israel respondería de manera implacable y que los civiles palestinos quedarían atrapados en el fuego cruzado. Pero también sabían que sus propios combatientes permanecerían protegidos en túneles, con abundantes alimentos, y que cualquier sufrimiento civil causado por Israel ayudaría en última instancia a su causa, haciendo que el mundo se volviera finalmente en contra de su odiado ocupante. Mousa Abu Marzouk, un alto cargo de Hamás, fue explícito al respecto. La vasta red de túneles subterráneos de Gaza era para la protección de los miembros del grupo terrorista, dijo, mientras que de los civiles debían ocuparse Israel y la ONU.

Fuera, maldita mancha

Incluso si Hamás es finalmente “derrotado”, el golpe que le ha asestado a Israel equivale a una victoria psicológica que permanecerá grabada en la memoria colectiva del pueblo palestino durante mucho tiempo. Mientras Israel insista en mantener su ocupación de tierras palestinas, se verá obligado a vivir a sangre fría. La vigilancia constante —incluida la supervisión ininterrumpida e intrusiva de la población ocupada— será su única opción.

Por el contrario, una “victoria” militar israelí contendría una asombrosa derrota moral. Las cicatrices éticas que quedarán en Israel por llevar a cabo ataques masivos a escala bíblica en Gaza, matando a decenas de miles de civiles, incluidos niños, tardarán años o décadas en desaparecer, si es que alguna vez lo hacen. Cuando algunos funcionarios del Gobierno israelí —aunque en su mayoría payasos políticos sin responsabilidad ejecutiva— hacen llamamientos al exterminio y a la limpieza étnica, estas atrocidades invitan a acusaciones de genocidio.

Las relaciones entre judíos y palestinos se parecen a las de los Balcanes. Son colisiones de narrativas nacionales arraigadas, contiendas amargas por reivindicaciones territoriales centenarias y enfrentamientos entre comunidades religiosas y étnicas en la misma geografía empobrecida. Como dijo H. H. Munro, la gente de estos lugares “produce más historia de la que puede consumir localmente”.

Ahora bien, ¿las personas que padecieron el Holocausto realmente podrían estar cometiendo un genocidio, el más atroz de los crímenes? A pesar de todos sus horrores, Gaza no es Auschwitz, una fábrica de muerte donde los nazis mataban sistemáticamente a miles de judíos cada día. Ninguna de las guerras de Israel —ni siquiera la actual guerra de Gaza, que sin duda está salpicada de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad— es comparable al exterminio industrializado de los judíos europeos que tuvo lugar durante la II Guerra Mundial.

Pero la definición jurídica moderna de genocidio no se centra en el número de muertos ni en los métodos utilizados, sino en si el autor ha demostrado o no la intención de destruir a un grupo nacional o étnico. En Srebrenica, “solo” fueron asesinados 8.000 civiles bosnios musulmanes y, sin embargo, el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia lo consideró un genocidio. Sigue siendo objeto de debate si Israel cumple o no con este patrón. Sin embargo, aun si el país evita una condena por genocidio en el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, el estigma perdurará.

Es doloroso observar hasta qué punto la mayoría de los israelíes se han insensibilizado ante las atrocidades que comete su ejército en su nombre. Si bien algunos siguen protestando contra las acciones de su Gobierno, exigiendo que centre su atención en la liberación de los rehenes restantes, la respuesta dista mucho de las manifestaciones que se produjeron, por ejemplo, en Estados Unidos y Francia tras las revelaciones de la barbarie de sus tropas en Vietnam, Irak y Argelia. Como dijo Jean-Paul Sartre, “no fue su violencia, sino la nuestra la que se revirtió”, lo que obligó a los franceses a abandonar Argelia.

Una razón clave de esta diferencia podría ser la naturaleza del conflicto palestino-israelí, que para la mayoría de los israelíes parece haber superado todas las soluciones políticas posibles. El resultado, que el 7 de octubre pareció confirmar, es una elección existencial: nosotros o ellos.

Asimismo, los israelíes ya han sido acusados de genocidio en otras ocasiones. El escritor británico John le Carré lo hizo durante la Primera Guerra del Líbano, en 1982. Durante la Segunda Intifada, en 2002, el novelista y premio Nobel José Saramago comparó la batalla por Yenín, en Cisjordania, con Auschwitz. Podría decirse que ningún conflicto genera tanta indignación moral internacional, reflejo no solo de la magnitud de la tragedia palestina, sino también del hecho de que los judíos son sus autores.

Para los observadores occidentales, el conflicto no es un problema lejano. No se trata simplemente de otra lucha religiosa o étnica en Oriente Próximo, como las de Afganistán, Irak o Yemen. Palestina ocupa un lugar central en la memoria colectiva de Occidente; su historia y sus santuarios sagrados son fundamentales en la vida de cientos de millones de personas en todo el mundo. La actitud de Occidente hacia la agonía de Palestina también tiene sus raíces en el dilema no resuelto —con toda la culpa asociada— creado por el Holocausto, lo que significa que el conflicto entre Israel y Palestina conserva un lugar destacado en la conciencia colectiva de Occidente. Como se dice que dijo el psicoanalista israelí Zvi Rex, los alemanes “nunca perdonarán a los judíos por Auschwitz”. Ni siquiera los europeos lo harían.

Esta dinámica de inversión de los papeles del Holocausto —la idea de que Israel está reproduciendo los crímenes de la Alemania nazi— vuelve a reproducirse ahora. Su recurrencia ayuda a explicar por qué, como observó la periodista Joyce Karam en 2014, “musulmán matando a musulmán o árabe matando a árabe parece más aceptable que Israel matando a árabes”.

Nada de esto justifica las atrocidades de Israel en Gaza. Por el contrario, ha llegado el momento de que Israel reduzca sus pérdidas estratégicas y morales.

La última potencia colonial

Ninguna ocupación puede durar eternamente. Desde Francia hasta el Reino Unido, las potencias coloniales acabaron reconociendo que estaban atrapadas en una espiral de retornos decrecientes —y abandonaron el proyecto del imperio—. En la actualidad, Israel representa la última potencia “blanca” que gobierna sobre un pueblo sometido, erosionando sus derechos y apoderándose de sus tierras, y Palestina es la última nación que lucha por independizarse de su ocupante.

Pero Palestina no es una colonia de ultramar. Su proximidad geográfica —la patria histórica colindante con el Estado madre— plantea riesgos prácticos y alimenta el supremacismo judío y el fascismo teocrático israelí.

Esto también se ajusta a un patrón histórico. Los imperios terrestres, como los construidos por China, Alemania y Rusia, se han caracterizado a menudo por el aumento de la tiranía en casa y por un sentimiento de superioridad racial, alimentado por el miedo de la potencia imperial a la revuelta de sus súbditos y a la invasión de sus rivales. Si bien los imperios marítimos, como los del Reino Unido y Francia, también ejercieron una violencia considerable contra las comunidades que colonizaron, no fue acompañada por el surgimiento de regímenes tiránicos en casa.

Una lección clave es que poner fin a la ocupación de las tierras palestinas será imposible, a menos que se derroque el Gobierno autoritario de Israel. La guerra eterna contra los palestinos se ha convertido en un proyecto de “rendimiento creciente” para el régimen de Netanyahu, que bien podría incluso utilizar la guerra como pretexto para posponer las próximas elecciones. Mientras Netanyahu permanezca en el poder, la profundización de la ocupación es inevitable. La guerra de Gaza ha servido de cortina de humo detrás de la cual Cisjordania se ha convertido en el Salvaje Oriente, un lugar donde colonos violentos han estado desarraigando y expulsando a los palestinos de sus campos y hogares con la connivencia del Gobierno.

Un nuevo Oriente Próximo

Las guerras suelen producir consecuencias imprevistas y, como señaló Kissinger, no todas son negativas. Cuando Israel lanzó su contraofensiva en Gaza, no previó el cambio radical que se produciría en la región. Las FDI consiguieron romper el “anillo de fuego” liderado por Irán haciendo uso de una amplia gama de capacidades militares, desde espionaje hasta poder aéreo. Ahora, Israel y Estados Unidos deben elegir: empujar a Irán hacia una reconciliación táctica con Occidente u obligar al régimen a acelerar su programa nuclear.

Israel no previó que su rápida destrucción de las capacidades militares de Hezbolá crearía las condiciones para que Líbano desarmara al grupo y reclamara su soberanía como Estado con un Gobierno y un ejército. Tampoco previó la caída del régimen de la familia Asad en Siria. Israel ahora tiene una oportunidad —creíble, aunque incierta— de impulsar una nueva paz en el Levante.

Por último, Israel no esperaba que Hamás, enemigo ideológico de la solución de los dos Estados, volviera a colocar esa solución en lo más alto de la agenda global. Si Israel sigue eludiendo una solución política, los palestinos seguirán utilizando todos los resortes a su alcance para hacer descarrilar el sueño israelí de una paz regional.

Un Oriente Próximo más estable y pacífico es posible. Pero no puede construirse sin un Gobierno israelí que reconozca cuándo la guerra ha dejado de ser útil.

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