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Vivir o morir en Gaza

Después de dos años de horror, la prioridad absoluta es asegurar y consolidar la oportunidad de que cese la violencia

Mientras el Gobierno de Benjamín Netanyahu aseguraba que está dispuesto a aceptar el cese inmediato de las operaciones militares, como ha pactado con Donald Trump, el ejército de Israel mató este sábado al menos a 20 palestinos más. Esa es la realidad sobre el terreno cada día y cada hora que se prolonga la matanza indiscriminada de inocentes que Israel está ejecutando en Gaza. Resulta importante tener esto en cuenta cuando se juzga la propuesta de paz impuesta por el presidente de Estados Unidos el pasado lunes y aceptada por Hamás el viernes. Para los gazatíes no existen las consideraciones geopolíticas, legales o ideológicas. Tras dos años de horror, impunidad e impotencia, las opciones han quedado reducidas a una sola: vivir o morir. En estas horas cruciales, hacer que cesen los bombardeos es una prioridad absoluta. Agarrarse a una oportunidad para salvar vidas es una obligación moral. No mañana, hoy.

A dos días del segundo aniversario de la guerra en Gaza no es exagerado decir que el mundo se encuentra ante una de las mayores tragedias humanas desde el final de la Segunda Guerra Mundial, un arrogante atropello del derecho internacional por parte del Gobierno israelí, ejecutor de crímenes de guerra sistemáticos. El 7 de octubre de 2023, un salvaje ataque contra Israel de la organización islamista Hamás, que asesinó a más de 1.200 personas y secuestró a otras 251, generó un tsunami de solidaridad hacia Israel. No tardó en virar hacia el espanto. La supuesta operación militar de represalia contra Hamás derivó en una destrucción de la vida en Gaza que incluso ha puesto en boca de Occidente el concepto de genocidio.

Más de 67.000 palestinos muertos en dos años arrojan una media de 92 al día. Entre ellos, casi 20.000 niños, según cifras reconocidas por Naciones Unidas. Además hay cientos de miles de heridos, una cifra incalculable de desaparecidos bajo los escombros, casi un millón y medio de desplazados sobre una población de dos millones, el 80% de las viviendas destruidas o dañadas gravemente, templos, colegios y hospitales atacados e infraestructuras básicas arrasadas. Netanyahu ordenó el corte del suministro de agua y electricidad y prohibió la entrada de alimentos en un territorio dependiente de la ayuda exterior. El resultado ha sido una hambruna antes inconcebible en Oriente Próximo y cientos de muertes por inanición. Todo esto se ha hecho con absoluta impunidad.

La brutal estrategia israelí ha desatado la indignación global, como se ha visto en las calles de Europa este fin de semana. Pero hay que recordar que no se habría llegado hasta aquí sin la impotencia de la llamada comunidad internacional, atrapada en códigos del siglo XX que Netanyahu dinamitó hace mucho. Solo la presión ciudadana, abochornada por la inacción de sus gobiernos, ha logrado que se incremente, tarde y poco, la presión a Israel.

Es en ese contexto cuando un ultimátum como el de Donald Trump, con todo el poder coercitivo de EE UU detrás, debe ser entendido como una oportunidad. El documento aceptado por Hamás y Netanyahu no es un plan de paz al uso, sino un intento de cortar por lo sano el conflicto de Oriente Próximo, seguramente influido por la cercanía del anuncio del Premio Nobel de la Paz. Entre sus 20 puntos se encuentra el perverso proyecto inmobiliario y financiero de Trump para Gaza, la idea de un Gobierno tecnocrático de inspiración colonial, la desmovilización completa de los terroristas de Hamás por voluntad propia o la discusión de un Estado palestino, a lo que Israel se niega. Nada de eso es realista ahora mismo. Pero en el comunicado de la Casa Blanca hay una frase, solo una, resaltada en negrita y subrayada: “La guerra parará inmediatamente”. Que pare.

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