Trump y Putin: un Yalta para dos

El repliegue de los europeos sobre sus Estados-nación no facilitará una respuesta ni común ni contundente a un giro disruptivo

Las delegaciones rusa y estadounidense se encuentran en Riad, la capital de Arabia Saudí, el pasado día 19. Evelyn Hockstein (REUTERS)

El segundo mandato de Donald Trump inaugura un verdadero giro histórico y disruptivo en las relaciones internacionales: en contraste con el multilateralismo vigente desde los años 1990, emerge la idea de un duopolio-condominio centrado en los intereses de las dos potencias nucleares más importantes del mundo, EE UU y Rusia. Es una dinámica que recuerda no solo a la del siglo XIX, cuando las potencias occidentales se repartían la explotación de las riquezas mundiales, sino también la del siglo XX, con los acuerdos de Yalta, cuando EE UU y la URSS dividían el mundo en áreas de respectivas influe...

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El segundo mandato de Donald Trump inaugura un verdadero giro histórico y disruptivo en las relaciones internacionales: en contraste con el multilateralismo vigente desde los años 1990, emerge la idea de un duopolio-condominio centrado en los intereses de las dos potencias nucleares más importantes del mundo, EE UU y Rusia. Es una dinámica que recuerda no solo a la del siglo XIX, cuando las potencias occidentales se repartían la explotación de las riquezas mundiales, sino también la del siglo XX, con los acuerdos de Yalta, cuando EE UU y la URSS dividían el mundo en áreas de respectivas influencia y dominación. El telón de fondo geopolítico que posibilita este proyecto hoy es devastador: invasión rusa de Ucrania, impotencia de la UE, presión comercial imparable de China. El primer acto de Trump es altamente relevante: traiciona a Ucrania y regatea con Vladímir Putin la suerte de los europeos.

Cierto es que el primer mandato de Trump (2017-2021) ya había planteado la voluntad de una transformación de las reglas del juego geoeconómico y político a escala planetaria. Basta recordar el acuerdo nuclear implícito con Corea del Norte y las estrategias de contención comercial frente a China. Estas maniobras se interpretaban como reacción al debilitamiento del capitalismo estadounidense, debido precisamente al auge del multilateralismo económico y comercial favorecido por la globalización. Europa, centrada en la ampliación de su mercado a los países del Este, y carente de brújula geopolítica, menospreció entonces la repercusión de la llegada de Trump, considerando sus provocaciones y golpes como un mero “accidente” de la historia.

El retorno imponente de Trump desencadena, desde enero de 2025, un ataque violento contra las coordenadas diplomáticas y geopolíticas internacionales. Se esperaba efectivamente una reorientación de EE UU menos favorable a Ucrania, pero no una visión radicalmente antagónica que planea sobre una alianza, fundada en la fuerza, con Rusia frente a Ucrania y al resto de Europa. El golpe viene además acompañado por una ofensiva ideológica nunca experimentada en las relaciones euroatlánticas, devaluando la democracia y respaldando públicamente las corrientes del neofascismo por doquier. El objetivo es claro: para lograr un acuerdo con Putin, Trump necesita, en una primera fase, descartar a Ucrania como interlocutora en las negociaciones sobre su propio porvenir y neutralizar a la Unión Europea en la formación del emergente condominio con Rusia.

Mientras el conjunto europeo busca formular una actitud común mínima frente a la ofensiva, Francia y Gran Bretaña, como potencias nucleares, han manifestado su profunda inquietud. Ello demuestra que, ante la magnitud de la apuesta estadounidense y la abstracta retórica europeísta sobre “la defensa común”, reaparece en la escena el papel decisivo de los Estados-nación dotados de la capacidad estratégica que le falta a Europa. Lo que está en juego trasciende, pues, la tragedia de Ucrania, porque se orienta a los retos que deben afrontar tanto Trump como Putin.

Estados Unidos necesita asegurar su dominio en la actual revolución tecnológica, así como en el control de las materias primas raras, razones que explican el emprendimiento de proyectos de explotación, incluso por la fuerza, en Groenlandia y Ucrania. Dicho sea de paso, Trump conseguirá un acuerdo con Dinamarca y Ucrania en ese terreno. Por otro lado, en sectores punta de armamento, los EE UU han sido igualados, incluso superados, por Rusia, que ha aprovechado la cancelación de los Acuerdos de control de armas en 2019 y del tratado START de reducción de las armas estratégicas en 2023 para desarrollar un importante rearme unilateral. Desde entonces, ya no existe un espacio institucional de negociación entre ambos países, ni inspecciones mutuas para limitar la carrera armamentística. La apuesta norteamericana es enorme: más de 100.000 soldados se encuentran repartidos en el continente europeo, y se espera, en 2026, la entrada en Alemania de misiles nucleares de medio alcance. Trump ha evidenciado también su voluntad de recobrar el control y reducir la distancia con Rusia, particularmente tras el lanzamiento, el 24 de noviembre de 2024, del misil hipersónico “Orechnik”, potencialmente nuclear e indetectable, sobre la ciudad ucrania de Dnipró, y la presencia cada vez más incisiva de los satélites rusos de última generación en el ciberespacio. Este es el significado del conocido decreto de Trump, de 27 de enero, “Iron Dome for America”, dotado de 100.000 millones de dólares este año, y otros 400.000 millones hasta 2028, para recuperar el desfase con Rusia.

Por su parte, Rusia, tras la probable victoria en Ucrania, tendrá que reorientar —no será fácil— su actual economía de guerra hacia el mercado mundial y europeo, resolviendo primero su reinserción en el sistema bancario y financiero occidental y reduciendo, al tiempo, su dependencia estratégica con China. Con todo, su mayor desafío será conseguir imperativamente un pacto con EE UU para una arquitectura de seguridad en Europa. Porque, más allá de Ucrania, Rusia debe responder a la estrategia de cerco seguida, estas últimas décadas, por EE UU en el Este. La OTAN dispone efectivamente de un cinturón de bases militares en todo el flanco sur, oeste y hasta el norte de Rusia: en Turquía, Grecia, Bulgaria, Rumania, Hungría, Eslovaquia, Polonia, Lituania, Estonia, Finlandia y Suecia. En consecuencia, es poco probable que el mandatario ruso acepte un acuerdo sobre Ucrania que no implique también el comienzo de una negociación global sobre el papel de la OTAN en sus fronteras. En función de lo que resulte de la misma, se planteará o no una arquitectura de seguridad en Europa.

Ante este panorama, la UE está gravemente debilitada y desorientada: ¿qué hacer de la OTAN en el nuevo contexto de crisis con EE UU? ¿Cuál debería ser la estrategia militar inter-operativa entre los ejércitos europeos? ¿Cómo asegurar una relativa autonomía de los ejércitos europeos mayoritariamente dependientes del armamento norteamericano? ¿Cómo enfrentar los retos de la ciberguerra en un contexto de suspensión de los acuerdos sobre la limitación de armas nucleares? ¿Cómo garantizar la seguridad de Europa cuando China y Rusia amenazan potencialmente los nudos vitales de cables submarinos (en el mar del Norte, en Asia y en el Golfo) imprescindibles para el comercio y la seguridad europea?

De hecho, el repliegue de los europeos sobre sus Estados-nación no facilitará una respuesta ni común, ni contundente, a estos desafíos. Es probable que la gran mayoría de los Estados europeos, salvo Francia y Gran Bretaña, intente consolidar una suerte de complicidad con EE UU (Italia y los países del Este), o bien una “neutralidad aterrorizada” (Alemania y otros socios), a la espera de tiempos mejores. Francia y Reino Unido disponen de mayor margen de maniobra. Keir Starmer, el mandatario británico, ha recalcado su apoyo incondicional a Ucrania, siendo consciente, sin embargo, de que una defensa europea común no es para mañana.

Francia, cuya capacidad de disuasión nuclear es enteramente soberana, disfruta de una mejor coyuntura en la toma de decisiones, pero sus fuerzas convencionales dependen cada vez más de la OTAN. Emmanuel Macron ha reiterado, el 24 de febrero en Washington, frente a Trump su rechazo de un acuerdo a espaldas de Ucrania y ha pedido el envío de tropas europeas para garantizar la seguridad del posible alto el fuego. Lo más significativo es que ambos mandatarios europeos saben que Trump puede pactar con Putin prescindiendo de ellos y que la guerra sin el apoyo de EE UU es imposible; pero no quieren desaprovechar la oportunidad de participar, directa o indirectamente, en la negociación global con Rusia sobre una posible arquitectura de seguridad. Trump tendrá que asociarlos, aunque no quiso abordar plenamente el tema en el encuentro de Washington.

Hoy no se puede prever cuál será el resultado de este gran juego. Se necesitará un largo periodo de tiempo para alcanzar un compromiso sobre un nuevo orden de seguridad europeo. Sí es posible, en cambio, vaticinar que la dinámica agresiva de Trump dependerá del duopolio que se está forjando con Putin, una suerte de pequeño acuerdo de Yalta en el siglo XXI. Europa debe tomarlo en serio.


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