El genocidio como estrategia y como negocio
El proyecto de Trump roza la perfección: sin población y sin territorio no hay Estado palestino
Ante el campo de ruinas le sobrevino la visión de un futuro radiante. Ahí, junto al mar, se levantarán rascacielos y chalés, casinos y campos de golf. Será la Riviera de Oriente Próximo y la solución final al conflicto de Oriente Próximo. Convertirá el actual campo de ruinas y de muerte en un paraíso turístico, fuente de puestos de trabajo y riqueza para todos, incluso para los inversores árabes y los trabajadores palestinos que puedan quedarse. El romp...
Ante el campo de ruinas le sobrevino la visión de un futuro radiante. Ahí, junto al mar, se levantarán rascacielos y chalés, casinos y campos de golf. Será la Riviera de Oriente Próximo y la solución final al conflicto de Oriente Próximo. Convertirá el actual campo de ruinas y de muerte en un paraíso turístico, fuente de puestos de trabajo y riqueza para todos, incluso para los inversores árabes y los trabajadores palestinos que puedan quedarse. El rompecabezas de las negociaciones de paz sobre el futuro control de la Franja quedará resuelto. Ni Hamás ni la Autoridad Palestina. Ni ocupación militar permanente ni anexión total o parcial israelí. Se hará cargo Donald Trump gracias a su inmenso poder, a su experiencia inmobiliaria y turística y sobre todo a su peculiar capacidad de convicción.
Esta es su estrategia de paz en Oriente Próximo. Requiere terminar la guerra cuanto antes, liquidar a Hamás y convencer a los gazatíes para que se vayan, por las buenas si puede ser y por las malas si no hay otro remedio. De tan desagradables y todavía peligrosas tareas deberá encargarse Israel, con larga experiencia desde 1948 en actuaciones expeditivas. De momento ya se dispone a ofrecer la libertad de salir de la Franja después de 15 meses de asedio, bombardeos y desplazamientos forzados. No habrá garantías de que no vuelvan a repetirse condiciones tan aterradoras como las que ha vivido Gaza para quienes se resistan a esta última transferencia de población, la enésima desde 1948.
Trump recibirá luego el campo de ruinas vacío, para proceder al desescombro y desactivación de los millares de artefactos enterrados bajo las ruinas y junto a los cadáveres de quienes han muerto bajo el fuego israelí pero no han sido todavía localizados ni contabilizados, un 40% del total de fallecidos según la revista The Lancet. Esta sacrificada tarea corresponderá a Estados Unidos, el país mejor preparado para desarmar los explosivos porque es también quien los ha fabricado y sufragado, pero probablemente correrá a cargo de empresas privadas de seguridad.
Nada se podrá hacer sin antes neutralizar la amenaza nuclear iraní, que Trump quiere obtener mediante negociación y sin comprometer a su ejército. Lo exigen los saudíes para entrar en el acuerdo y en los negocios. Si es preciso, será Israel quien hará de nuevo el trabajo sucio de bombardear las instalaciones atómicas con la munición perforante que solo tiene el Pentágono. La paz por la fuerza, como le gusta al presidente. Puede que basten la amenaza y la contrapartida del levantamiento de sanciones para convencer a Teherán.
El presidente se siente inspirado desde la cumbre de su inmenso poder. Por encima de la Constitución y con el judicial y el legislativo embridados como si fuera un monarca absoluto. Sin atender a ninguna convención ni regla del molesto derecho internacional, y a la que menos a la Carta de Naciones Unidas. Ya recordó en su discurso inaugural que “imposible no está en el vocabulario de Estados Unidos”. Este es su plan visionario y ahora corresponde hacerlo realidad a los otros, después de pasar página rápidamente de las ruinas y las matanzas. Ayudará su enorme experiencia en la fabricación de falsas verdades, debidamente avaladas por las redes sociales y por la oligarquía tecnológica que las controla.
El plan de Trump tiene grandes ventajas. Mantiene el ritmo febril de su agenda política. Desvía la atención de la extensión de las hostilidades a Cisjordania. Sostiene al tambaleante Gobierno de Netanyahu, e incluso le permite reanudar la guerra en Gaza, una vez recuperados los rehenes. Con el objetivo oficial de eliminar a Hamás, se trata de empujar a los gazatíes para que abandonen su país. Lenta y gradualmente, si no es posible hacerlo de otra forma. Con la distopía trumpista culmina la planificación de un genocidio, tal como lo entiende un número creciente de juristas e historiadores, muchos de ellos israelíes, aunque ningún tribunal haya sentenciado todavía sobre el actual crimen de crímenes en marcha.
Es un proyecto que roza la perfección: sin población y sin territorio no hay Estado palestino. Acompañado de grandes inversiones inmobiliarias y turísticas, y presentado como una visión pacífica y humanitaria, no puede pedirse más. Si triunfa la ofensiva trumpista contra la justicia penal internacional, el genocidio ni siquiera podrá reconocerse como tal.
De ahí que sueñe ya en el premio Nobel y en las rentas de su paz, el poder y la gloria, sin guerras ni cadáveres de soldados estadounidenses, solo pedidos armamentísticos, un precioso resort donde ondeen las barras y las estrellas y fabulosos negocios con los árabes. Y si hubiera más muertos y fueran excesivas las facturas de la destrucción y de la reconstrucción, siempre cuenta con los aliados, dóciles y fáciles de convencer, para que se hagan cargo de todo, en Oriente Próximo como en Europa.