Derecha radical chic

Es a los conservadores a quienes tocará, pasado Sánchez, plantear una reforma generosa de la Constitución

Raquel Marín

Al cumplirse un cuarto de este siglo, causa desmayo comprobar cómo las preocupaciones siguen siendo las mismas que hace medio. Jimmy Carter acaba de morir pero, de fijarnos en los titulares, pensaríamos que más bien acaba de dejar la presidencia. La conversación de entonces es igual a la de hoy: inflación, medio ambiente, suministro energético. Hasta los actores son idénticos. Los ayatolas eran un problema, hoy lo son sus nietos. El expansionismo soviético a...

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Al cumplirse un cuarto de este siglo, causa desmayo comprobar cómo las preocupaciones siguen siendo las mismas que hace medio. Jimmy Carter acaba de morir pero, de fijarnos en los titulares, pensaríamos que más bien acaba de dejar la presidencia. La conversación de entonces es igual a la de hoy: inflación, medio ambiente, suministro energético. Hasta los actores son idénticos. Los ayatolas eran un problema, hoy lo son sus nietos. El expansionismo soviético atacaba Afganistán, el postsoviético ataca Ucrania. Preocupaba Oriente Próximo, ahora preocupa más. Incluso Panamá tiene un protagonismo inédito desde Carter y Torrijos. La Historia, sin embargo, ha añadido un raro estrambote a sus rimas. Después de Biden, como después de Carter, se repiten los temas. Uno, el miedo tecnológico. Otro, la llegada de una nueva derecha.

Este nos coge de lleno. España también ha solidificado muchas cosas que entonces nacían. Nuestra democracia iba a adquirir, muy pronto, un revestimiento progresista. Así se explica que, con un PSOE roto en las autonómicas, el miedo a la derecha todavía lograra impedir la alternativa el 23-J. Ese cromado de izquierdas aún resiste: prueba de ello son las grandes esperanzas puestas en Franco a modo de detente. Pero algunas cosas cambian, y no me refiero a que el propio Franco esté más presente en nuestra conversación pública que hace 25 años. Hoy España tiene una derecha dura asentada: alguno ironizará que, por una vez, no hemos llegado tan tarde al tren de Europa.

El año comienza sin ansiedad electoral, y a la vez —según las encuestas— con un horizonte de suma inevitable para las derechas. Es un buen momento para examinarlas. Vox atraviesa una fase de exaltación corporativa. Se disponen a crecer en un mundo donde de pronto ha dejado de estilarse decir “niñes”. Un mundo en el que tienen poder o acceso al poder: la presidencia del tercer grupo en la Eurocámara, WhatsApp directo con gabinetes de jefes de Estado y de Gobierno. Quizá solo la coyuntura pueda unir a Le Pen con Milei, pero basta para dar una sensación de inevitabilidad efectiva. Con su acto de vasallaje ante Trump, Zuckerberg ha sellado el “punto de inflexión cultural”: después de Musk, ya tienen todas las redes donde querían. Ahora lo que no tienen es prisa. No han dado el estirón, pero no bajan. Les basta con que vaya infusionando el descontento. Y ocurrirá, con una política crecientemente autorreferencial, que genera más noticias sobre sí misma que sobre su impacto en la realidad.

Pasemos de la derecha reformada o cismática de Abascal a la derecha clásica de Feijóo. Vox ha sido un socio más difícil para el PP que los socios de Sánchez para Sánchez. Si esto ha ocurrido en las autonomías, la cohabitación Sánchez/Iglesias podría parecer un viaje de novios frente a un posible Gobierno Feijóo/Abascal. Vox no quiere matizar o vitaminar al PP: ha venido a reemplazarlo. El encontronazo es claro: PP y Vox se ven más como traidores que como enemigos. Ocurre en sus cúpulas, pero sus votantes también van teniendo cada vez perfiles más definidos y distintos. En Vox hay quien nunca votaría al PP. Y en el PP no quieren verse condicionados por Vox. Un dato clave: a Feijóo le hicieron —comenzando por Mazón— los acuerdos con Vox en las autonomías, pero fue él quien los deshizo. Y al romper esos acuerdos autonómicos por causa de la inmigración, el PP estaba diciéndole al votante de centroizquierda que con ellos no estarían incómodos. No parece que los comentaristas de izquierda se lo hayan reconocido.

Pronto hará tres años de la entronización de Feijóo: no puede decirse que Sánchez o Abascal estén peor que como estaban. Sánchez ha hecho de su debilidad fortaleza: sus socios saben que nadie servirá mejor sus intereses. Vox no ha sido abajado ni seducido. A veces la ansiedad no ocurre porque haya elecciones, sino porque no las hay. El parón de 2025 debiera aplacarla para que, en el tiempo sobrante que deja el comentario diario a los tribunales, la oposición vaya devolviendo la política a las cosas: aquel programa social, las nuevas medidas sobre vivienda, las pensiones. Es un camino lento e ingrato, pero también hay que compensar la abolladura de Mazón en la fama gestora del PP. Aliarse con el calendario —tentación perpetua del PP— ahora solo favorece a Vox, que está deseando que Feijóo peque de Rajoy: Vox gana si cunde la percepción de que PSOE y PP en el fondo son lo mismo.

No estamos en los noventa: se ha destruido mucho y no vamos a volver a lo que había. Ni siquiera dan los números. Estamos en pleno bandazo a la derecha, no en la nostalgia de la moderación. Aun así, en un país en el que ya nadie habla de reformas, hay un mensaje inteligible en la recuperación del último impulso reformista español —el de las clases medias profesionales que aglutinó Ciudadanos—. Es a los conservadores a los que les toca instar el reseteo del país: postular que aún es capaz de proyecto, que no estamos más allá de la reconstrucción, que no estamos condenados a la mediocridad ni al sectarismo, que las instituciones son capaces de sanar. Es a los conservadores a los que les tocará, pasado Sánchez, invocar una reforma generosa de la Constitución.

En estas décadas otra cosa no ha cambiado: el papel tutelar de los nacionalismos en la política española. Hay presiones y hay también un deseo en el PP —en el PP que manda— por entenderse con Junts. Es un deseo también propio de los años noventa, cuando Junts era CiU y no existía Vox. Se ve en Junts una cierta nostalgia de establishment, de conectar intereses, de ser respetados en el Palace: els carrers seran sempre nostres, así que vayamos a por los consejos de administración. A Junts también le tienta meter el dedo en el ojo a Sánchez votando con el PP: al fin y al cabo, ambos coinciden en cosas como que el cielo es azul y que es bueno bajar los impuestos. En Junts, además, ven cómo pasa el tiempo y Puigdemont sigue empadronado en Waterloo.

El acercamiento, sin embargo, tiene riesgos, empezando porque alguien se pregunte por su partido en Cataluña, o por qué hace justo un año se pedía disolver partidos independentistas y ahora se da el primer paso para el baile. Tampoco sería la única vez que los secesionistas se la cuelan al PP. Es llamativo, por lo demás, y perdonen la inocencia, que haya tantas presiones al centroderecha español para abrirse al catalanismo y tan pocas para que la posconvergencia se implique en la política española con un mínimo de responsabilidad. Cosas de nuestra asimetría, imagino. Pero esto seguramente sean paparruchas: Junts tiene la presión de su propio Vox, Aliança Catalana, que va royendo votos pueblo a pueblo en la Cataluña interior. Es un signo de los tiempos: a cada PP le sale un Vox y a cada Vox le sale un Alvise. Sí, las cosas, pese a todo, se mueven: quién nos iba a decir que el radical chic iba a mudarse a la derecha. Es una moda que va a durar tiempo.

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