La demolición

Una frustración ha llevado a gentes de renombre de derechas e izquierdas, irreconciliables en el pasado, a encontrarse frente a un enemigo común: el presidente traidor

Los expresidentes Felipe González y María Aznar conversaban en septiembre de 2018 antes de un debate sobre la Constitución organizado por EL PAÍS.Carlo Rosillo

La lucha por el poder es en blanco y negro: estás tú o me pongo yo. Y el resentimiento invade el ánimo del que no se salió con la suya. La avalancha de agresivas sobreactuaciones contra Pedro Sánchez, tanto desde un PP y su entorno que no acaban de entender por qué la presa es tan esquiva como de ...

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La lucha por el poder es en blanco y negro: estás tú o me pongo yo. Y el resentimiento invade el ánimo del que no se salió con la suya. La avalancha de agresivas sobreactuaciones contra Pedro Sánchez, tanto desde un PP y su entorno que no acaban de entender por qué la presa es tan esquiva como de viejos compañeros suyos sumidos en la melancolía del poder perdido, es ya un ruido que no cesa: autócrata, totalitario, desprecia cuanto ignora, mafioso que pone las instituciones a su servicio, solo busca perpetuarse en su régimen de corrupción, dictador al servicio de antisistemas e independentistas, personaje que actúa como las grandes organizaciones gansteriles del siglo pasado, son algunas de las guindas con que le premian, dando rienda suelta a su frustración. No estoy seguro que sea la mejor estrategia contra Sánchez. Cierto es que vivimos unos tiempos —bajo el peso de la comunicación digital— en los que el ruido suma y la distinción entre verdad y mentira brilla por su ausencia. Pero tanto odio, tanto disparo a bulto, puede tener efectos contrarios a los que buscan sus adversarios.

Es fácil entender este ruido tratándose de la condición humana. La carrera de Pedro Sánchez se construyó inesperadamente: entre su aparición en escena y la captación del momento de oportunidad pasó muy poco tiempo. Y en este periodo tumbó dos poderes con mucho arraigo. La dirección del PSOE le cerró la puerta inicialmente y él, carretera y manta, se trabajó el partido, regresó y pudo con ellos, un núcleo de poder que tuvo su apogeo en el felipismo y a la hora del relevo estaba desorientado y gastado. Y Sánchez dio el golpe de gracia que le permitió empezar sin depender de ellos. Estas cosas dejan heridas. Difícilmente se perdonan.

Tampoco era de esperar la moción con la que tumbó a Mariano Rajoy aquella tarde en la que el entonces presidente prefirió refugiarse en la sobremesa, que cambió el escenario de la noche a la mañana. De modo que los hacedores de los dos grandes partidos sufrieron en poco tiempo dos revolcones de manos de quien rompió la lógica de los aparatos políticos. Y ahora contra Sánchez vale todo y hay que recurrir a las palabras mayores: totalitarismo, traición, decadencia, destrucción de la patria, para presentarle como el aprendiz de dictador que quiere cargarse el régimen a fin de perpetuarse. Esta doble frustración hace que gentes de renombre de la derecha y de la izquierda, irreconciliables en el pasado, se encuentren ahora con un enemigo común: el presidente traidor.

Y, sin embargo, lo que ha hecho este dictador ha sido, en vez de ir a la confrontación con el nacionalismo catalán, entrar en una senda de negociación que permitiera cierto reencuentro, con el nada despreciable resultado de un aterrizaje en el principio de realidad que ha puesto en evidencia los límites del independentismo y ha permitido que la política catalana entre en una fase de cierto sosiego reparador, que todas las partes necesitaban, con el presidente Salvador Illa gestionando la resaca del procés frustrado. Y, en el conjunto de España, el dirigente autoritario que resulta tan intimidante para sus enemigos, gobierna sin una mayoría absoluta, con pactos no siempre fáciles con los grupos minoritarios del nacionalismo periférico (aquellos con los que la derecha completó a menudo sus mayorías) y de las izquierdas, negociando permanentemente la estabilidad. Tarea que, sin duda, la agresividad del PP facilita. En cualquier caso, una práctica impropia de los autoritarismos que absorben, no pactan.

En este escenario, que no es una ocupación ilegal del poder, como insinúa el despliegue reaccionario de las mil caras, a la derecha le cuesta ganar terreno, aun contando con el apoyo ya no inconfesable, porque está a la vista de todos, de Vox. En buena parte por la estrategia de descalificación permanente en que Alberto Núñez Feijóo ha convertido en su modo de estar en política y que es un reconocimiento de que ve difícil alcanzar el poder por sus méritos y necesita el desgaste del adversario. Ello le está convirtiendo en un líder sin proyecto, sin alternativas que proponer, porque el balance de cada una de sus intervenciones se reduce a frases supuestamente ingeniosas de descalificación del presidente. Sé perfectamente el marco de comunicación en el que en estos tiempos de dominio digital se expresa la política. Una frase y miles de retuits valen más que una propuesta relevante. Pero liderar la oposición significa adquirir empaque como líder alternativo. Y Feijóo no sale de sus recurrentes sentencias agresivas —a menudo, insultantes— que no contribuyen precisamente al debate y a la dignificación de la política, lo que le condena a llegar a la presidencia por desgaste del adversario, no por construcción de un liderazgo propio que no se atisba. ¿Cuánto tiempo tendrá el PP la paciencia de aguantar-le? ¿O esperan a ver a Sánchez más decaído para buscar el relevo?

Ahora mismo, el problema de fondo está en las futuras alianzas. El PP no tiene otra opción que Vox, en un momento que este es el viento que corre en Europa. Y Pedro Sánchez tiene que seguir lidiando con su compleja mayoría, sin confiarse en el hecho de que ahora mismo no hay alternativa. En realidad, son el PNV y Junts los que en algún momento pueden dar el paso, pero la dependencia de Vox no ayuda. Aunque tengo pocas dudas de que el PP se incorporará a la vía del autoritarismo posdemocrático si le da la suma.


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