Trump y Musk, los multimillonarios farsantes
Asistimos al nacimiento de una nueva categoría histórico-política: el poder grotesco del descrédito, de la mano de unas redes y unos payasos libertarios que aborrecen cualquier idea de regulación
Tanto si gana como si pierde las elecciones de hoy, Donald Trump va a obtener, en cualquier caso, los votos de uno de cada dos estadounidenses, según las encuestas. Y este resultado histórico para un candidato de extrema derecha pone de manifiesto una revolución política...
Tanto si gana como si pierde las elecciones de hoy, Donald Trump va a obtener, en cualquier caso, los votos de uno de cada dos estadounidenses, según las encuestas. Y este resultado histórico para un candidato de extrema derecha pone de manifiesto una revolución política que empequeñecerá, sin duda, la victoria de Barack Obama en 2008. La tercera campaña electoral de Donald Trump, bajo el halo del atentado del 13 de julio, refrenda una trayectoria política que ha arrasado como un ciclón el escenario político estadounidense y mundial. Y, frente a este ciclón, la opinión pública ilustrada se ha quedado muda, dividida entre el escepticismo y el asombro, sobrepasada por un sentimiento de incomprensión ante la magnitud de las crisis que se han sucedido desde los años 2000. Con tres fechas cruciales: 2008, 2016, 2020. Tres sacudidas de desprestigio de las que el trumpismo es heredero. Si en 2008 Obama todavía hacía campaña por “un cambio en el que podamos creer”, con Trump ya no se trata de gobernar en el marco democrático, sino de especular a la baja y ahondar en su descrédito.
Trump es un adalid de la sospecha que ha construido su estrategia sobre una paradoja: basa la credibilidad de su “discurso” en el descrédito del “sistema”, especula a la baja sobre el descrédito general y agrava sus consecuencias. El “nada que perder” ha prevalecido sobre las esperanzas de cambio. Sobre las ruinas de las democracias en crisis se ha asentado una retórica de la condena que sustituye a los discursos que hablan de progreso y mundos posibles. Ha pasado en todo el mundo, no disfrazado de populismo de caramelo, sino bajo la forma muy reconocible del “poder grotesco”, con ejemplos como Donald Trump, Jair Bolsonaro en Brasil, Boris Johnson en el Reino Unido, Matteo Salvini y Beppe Grillo en Italia, Narendra Modi en la India o Javier Milei y su motosierra en Argentina.
Trump ha revolucionado la vida política a tres niveles: el lenguaje, la energía de las campañas electorales y las fuentes de legitimidad. Si Trump ha desafiado al sistema democrático no es para reformarlo o transformarlo, sino para ridiculizarlo. Su omnipresencia en la red social X (antes Twitter) es la de una figura de carnaval que se arroga el derecho a decir cualquier cosa y a desacreditar todas las formas de poder. Su elección no le dio categoría presidencial, en absoluto, sino que se dedicó a ridiculizar el cargo con sus ocurrencias, sus cambios de humor y sus actitudes grotescas.
El poder grotesco encarna una nueva forma de legitimidad paradójica que no se asienta a través de la racionalidad, la tradición o el carisma que tanto valoraba Max Weber, sino mediante la irracionalidad, la transgresión y el ridículo. Trump, como Musk, no encaja en ninguna de las formas establecidas de legitimidad, sino que las neutraliza, se burla de ellas y construye una legitimidad alternativa, basada en el comportamiento irracional y el rechazo a la tradición y a las reglas democráticas; y para ello utiliza la transgresión, la burla y el insulto. En cuanto al carisma, da la vuelta al concepto. El suyo no está ligado a ningún encanto indefinible, sino a una imprevisibilidad de la que presume: “Xi Jinping me respetaría si volviera a ser presidente porque sabe que estoy loco”. Su campaña, llena de aberraciones retóricas, extravagancias como la lista de reproducción de sus mítines e insultos constantes contra Kamala Harris, es la manifestación de una crisis de la democracia que va mucho más allá de la influencia desestabilizadora de las redes sociales.
Estamos asistiendo al nacimiento de una nueva categoría histórico-política: el poder grotesco del descrédito.
Después de los capitanes de la industria del capitalismo, ahora el poder grotesco se apoya en unos payasos libertarios que aborrecen cualquier idea de regulación económica, política e incluso lingüística. Su gusto por la transgresión no conoce límites, ni de obra ni de palabra. De ahí el carácter carnavalesco de sus comparecencias públicas, que se transforman en un cabaré de multimillonarios. Elon Musk es el mascarón de proa, el rey de las patrañas (Baloney King), según la revista The Atlantic. El comentarista Ian Bogost los llama a él y a sus colegas bullionaires (multimillonarios farsantes). Benedict Evans, analista del sector tecnológico, ha dicho que Elon Musk es “un farsante que consigue resultados”. En otras palabras, sus sandeces funcionan. No son meros patinazos, secuencias más o menos calibradas para escandalizar y jalear al público, sino unas actuaciones que tienen efectos concretos, un modo de escarnio que preside las discusiones en los medios de comunicación y pretende hacer retroceder la frontera de lo que se puede decir en el debate público. Esas estupideces son actos lingüísticos que subrayan esa frontera e indican que se ha traspasado.
La retórica de Elon Musk en X repite e imita el vuelco de lo alto y lo bajo, lo noble y lo trivial, lo refinado y lo grosero, lo sagrado y lo profano, el rechazo a las normas y jerarquías instauradas entre los poderosos y los que no lo son, el desprecio de la buena educación, en favor de una vulgaridad reivindicada, asumida y fatua, que es la forma asumida del descrédito.
Este caso obliga a revisar la metáfora marxista que dice que la violencia es la partera de toda sociedad vieja que lleva “otra nueva en su seno”; aunque sigue habiendo violencia, el descrédito ha ocupado su lugar y es difícil discernir esa “nueva sociedad” que se supone que lleva en su seno. Como mucho, podemos ver la aparición de una nueva categoría histórica y política con las características de un “arcaísmo técnicamente equipado”, en palabras de Guy Debord al definir el fascismo, cuya máxima encarnación sería la pareja Trump-Musk. “Si el fascismo asume la defensa de los elementos principales de la ideología burguesa, hoy conservadora (la familia, la propiedad, el orden moral, la nación), y agrupa tanto a la pequeña burguesía como a los que no tienen trabajo y viven angustiados por la crisis, se presenta como lo que es: una resurrección violenta del mito, que exige la participación en una comunidad definida por unos pseudovalores arcaicos: la raza, la sangre y el líder”.