Momento de acelerar la vacunación

La inmunización contra la malaria en África ha evitado miles de muertes cada año pero sin avances no está garantizada la eliminación completa de la enfermedad

Una niña recibe una vacuna contra la meningitis.R. Barry (Organización Mundial de la Salud)

Hace ahora 20 años nos encontrábamos un grupo de investigadores en el Centro de Investigación en Salud de Manhica (CISM) en Mozambique, analizando los datos del primer ensayo clínico que llevábamos dos años realizando en un grupo de más de 1.000 niños africanos, evaluando la vacuna contra la malaria denominada RTS,S producida por la farmacéutica GSK. Unas semanas después publicábamos los resultados en la revista The Lancet. En ese estudio, la vacuna demostró ser segura, produjo una buena respuesta inmune y aportó una protección moderada frente a la malaria. Los resultados despertaron un...

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Hace ahora 20 años nos encontrábamos un grupo de investigadores en el Centro de Investigación en Salud de Manhica (CISM) en Mozambique, analizando los datos del primer ensayo clínico que llevábamos dos años realizando en un grupo de más de 1.000 niños africanos, evaluando la vacuna contra la malaria denominada RTS,S producida por la farmacéutica GSK. Unas semanas después publicábamos los resultados en la revista The Lancet. En ese estudio, la vacuna demostró ser segura, produjo una buena respuesta inmune y aportó una protección moderada frente a la malaria. Los resultados despertaron un notable interés mundial e impulsaron definitivamente el desarrollo clínico del producto, que concluyó tras un largo y azaroso recorrido, en la que sin dudar puede denominarse una recomendación histórica de la Organización Mundial de la Salud en octubre del año 2021. Por primera vez se estableció la administración rutinaria en niños africanos de una vacuna contra la malaria y, por lo tanto, la primera vacuna contra un parásito humano. Veinte años después de ese estudio seminal, las vacunas contra la malaria se están utilizando en amplias zonas de África, con el potencial de evitar entre 40.000 y 80.000 muertes infantiles cada año. Un hito de la ciencia y la salud pública mundial.

La malaria es una enfermedad parasitaria que ha configurado la historia de la humanidad (algunos sugieren que es la enfermedad que más humanos ha matado). El siglo XXI ha sido testigo de progresos notables en la lucha contra esta enfermedad y gracias a ellos se estima que se han evitado más de 11 millones de muertes y más de 1.000 millones de casos. Este impacto se ha debido a la conjunción de dos factores: investigación médica que ha generado nuevos productos y financiación necesaria para su aplicación. Entre otras, el uso de estrategias de lucha contra el mosquito transmisor del parásito utilizando mosquiteras impregnadas de insecticida, el uso de nuevos fármacos para el tratamiento y la prevención de la infección, y el acceso a nuevos métodos diagnósticos asequibles y fáciles de usar. Todo lo anterior siendo cofinanciado por diversos mecanismos y entidades internacionales que han surgido durante este siglo. Sin embargo, a pesar de este esfuerzo sin precedentes, la malaria continúa siendo endémica en más de 80 países, causa 200 millones de casos y más de 600.000 muertes cada año. La complejidad del parásito y del mosquito transmisor, pero también las características de los contextos ecológicos, económicos y sociales donde ocurre esta enfermedad, explican la paradoja de que a pesar de contar con herramientas para su control, todas ellas son imperfectas y de eficacia moderada. Las vacunas que ya estamos utilizando son una nueva herramienta, sin duda muy importante, pero también imperfecta, que permitirá otro salto adelante en el control de la infección pero que no garantizará llegar al objetivo último de la eliminación completa de la enfermedad.

Veinte años es mucho tiempo desde la primera demostración de la capacidad de la vacuna contra la malaria de proteger, aunque parcialmente, al grupo de población que más sufre la enfermedad hasta su aplicación rutinaria en África. Múltiples razones lo explican. En primer lugar, la duración y complejidad científica, financiera y logística de realizar grandes ensayos clínicos y demostraciones piloto involucrando millones de niños en múltiples países africanos necesarios para generar toda la información que permita la aprobación por parte de las entidades reguladoras. Más de 15 años y centenares de millones de dólares. En segundo lugar, la dificultad de las comunidades científica y de salud pública para definir la utilidad de las vacunas con eficacia moderada en la prevención de infecciones que suponen problemas de salud pública de gran impacto: ¿merece la pena invertir y usar una vacuna que protege solo un 40%, cuando estamos acostumbrados a pensar que las vacunas protegen completamente? En tercer lugar, la falta de un sentido de “urgencia”. La pandemia de la covid-19 ha demostrado que ante graves problemas de salud pública se pueden y debe actuar con mayor celeridad, sin que esto implique la toma de “atajos”, y que se puede avanzar desde la investigación, el desarrollo clínico y la utilización de una vacuna en un tiempo récord de 10 meses. No cabe duda de que el virus SARS-CoV-2 es biológicamente mucho más sencillo que los plasmodium (tipos de malaria) y, por lo tanto, el desarrollo de vacunas frente a estos supone un reto muy superior. Sin embargo, hay que reconocer que el esfuerzo y volumen de financiación global que se movilizó cuando el problema afectaba y suponía un reto casi existencial al mundo más desarrollado hace palidecer la inversión que se realiza cuando el problema de salud se ve como lejano y no como una amenaza directa.

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El desarrollo y el uso de esta primera generación de vacunas contra la malaria dejan otras lecciones que vale la pena retener. Por un lado, destaca el papel indispensable de la industria farmacéutica y los necesarios mecanismos para incentivar la inversión en tiempo y recursos para desarrollar nuevas vacunas de gran complejidad científica y, por lo tanto, alto riesgo de fracaso, frente a enfermedades que aportan un bajo retorno económico, al constituir lo que los expertos denominan fallos de mercado. En segundo lugar, constatar el papel esencial de la cooperación entre grupos académicos e investigadores de África, Europa y EE UU entre ellos y con la industria farmacéutica. En tercer lugar, acelerar la transición hacia un mayor liderazgo, incluyendo en la toma de decisiones a los investigadores, organismos de salud pública y gobiernos de los países afectados. Finalmente, la existencia de infraestructuras físicas y humanas en la vanguardia científica en los países endémicos de malaria que tengan la capacidad de realizar estudios complejos, en lugares necesariamente desafiantes y con estándares éticos y de calidad homologables a los más exigentes del mundo. Estos centros de investigación, como el de Manhica en Mozambique, suelen ser ejemplos de cooperación inteligente y visionaria entre gobiernos, en este caso el mozambiqueño y el español, con financiación continua durante más de 25 años por parte de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid), y que los convierten en piezas esenciales en el complejo engranaje de la investigación y el desarrollo de nuevos fármacos y vacunas para las enfermedades que afectan predominantemente a los lugares más desfavorecidos del planeta.

En este tiempo en el que el foco de la agenda mundial se sitúa en la geoestrategia, la defensa de las fronteras y el cambio climático, es importante recordar que hay un deber y una necesidad de abordar la desigualdad inaceptable de la salud y el desarrollo. Veinte años después sigue siendo un hecho real que el lugar donde se nace determina las probabilidades de sobrevivir los primeros años de la vida y que tu esperanza de vida puede ser 25 años menor si naces en muchas zonas de África en lugar de nacer en Europa. La ciencia, pero no solo, puede ser el catalizador del cambio necesario.

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