Lamentamos comunicar que la oposición se opone
Si te opones, crispas. Si el Gobierno te alaba como “hombre de Estado”, tu partido te ve como hombre muerto
Nada es lo que era. Hoy tenemos bitcoin, injertos capilares, algoritmos que te encuentran al amor de tu vida y pastillas para dormir sin echar mano del brandy. Todo es mejor pero ser líder de la oposición se ha convertido, en cambio, en un trabajo más áspero. Hace apenas unos años, la política no te exigía marcar posición 30 veces al día: por la mañana, tuit entusiasta con los éxitos de un triatleta; por la tarde, tuit preocupado por una catástrofe natural en las quimbambas. Hace apenas unos años, las penurias de la oposición eran solo la cruz del bipartidismo: antes o después saldría cara y e...
Nada es lo que era. Hoy tenemos bitcoin, injertos capilares, algoritmos que te encuentran al amor de tu vida y pastillas para dormir sin echar mano del brandy. Todo es mejor pero ser líder de la oposición se ha convertido, en cambio, en un trabajo más áspero. Hace apenas unos años, la política no te exigía marcar posición 30 veces al día: por la mañana, tuit entusiasta con los éxitos de un triatleta; por la tarde, tuit preocupado por una catástrofe natural en las quimbambas. Hace apenas unos años, las penurias de la oposición eran solo la cruz del bipartidismo: antes o después saldría cara y entrarías tú a gobernar. El comodín de la alternancia es ahora, sin embargo, más dudoso. Y no siempre el mundo conspira para retirar a los gobiernos: Casado pensó que a Sánchez se lo llevaría la pandemia y a España le tocó el euromillones de los fondos de recuperación. También Feijóo predijo una “profundísima crisis económica” y de eso han pasado ya dos años. Para el PP, retratar el desempeño económico socialista ha sido siempre muy agradecido: ¡a mí la gestión! Hablar de inmigración y seguridad, sin embargo, pringa a las izquierdas y a las derechas. Y es lo que ahora está en el debate.
Una fatalidad aneja al liderazgo de la oposición es regular la dosis de consenso y de conflicto a sabiendas de que tu coupage particular no va a contentar a nadie. Si te opones, crispas. Si el Gobierno te alaba como “hombre de Estado”, tu partido te ve como hombre muerto. Y otros habrán rodeado el Congreso, pero ojo con dejarte caer tú por Colón. Quizá con la excepción del seleccionador nacional, nadie recibe más consejos no solicitados: Génova podría tener todo un departamento encargado de recibir papeles que la gente manda solo para decir que manda papeles a Génova.
El líder de la oposición pasa, además, más exámenes que la Sábana Santa. Te examinan en las listas y cargos del partido: por cada persona o facción a la que contentas hay otra que se siente agraviada. Te examinan en las Cortes: el presidente tiene a toda una administración para prepararle papeles y tú unos pocos asesores que no siempre distinguen bien el PIB del VAR. Tus antecesores te miran como quien ve los pasos de un bebé. Tus barones tienen una agenda muy suya y sus medios son también muy superiores a los tuyos. La patronal te da bola hasta que los convoca Moncloa. Y el Cercle d’Economia recurre a toda su condescendencia para, aunque hayas nacido en una aldea gallega, hacerte mansplaining en torno a la M-30 y la complejidad de España.
Para la izquierda española, la crítica a la oposición es una pasión solo comparable a la que siente por el decreto ley. Es ahí donde nuestra izquierda se muestra como un sistema de instintos, aprensiones y sobreentendidos que solía parecernos propio del temperamento conservador: cualquier cosa que a la izquierda no le encaja, le chirría. El progresista español vive en una selva de líneas rojas que, sin embargo, se alinean con virtuosismo para coincidir a cada momento con las necesidades del Gobierno. Con la oposición, por tanto, son de una extrema exigencia gourmet, y al líder del PP nunca lo encuentran lo suficientemente cremoso. A Casado se le aplaudió los cinco minutos que rompió con Vox. A Feijóo se le esperó durante años: encarnaba “la derecha europea”, por citar un cliché de gran utilidad antes de Orbán y Le Pen, pero nada más llegar a Génova, los suspiros por la moderación en casa ajena se redirigieron a Bonilla. Al final, hay que colegir que la oposición solo les gusta de una manera: escasa. Mientras, cualquier crítica se redirige a “crispación” y cualquier negativa es deslealtad. En todo caso, resulta curioso rescatar la frase “arrimar el hombro” tras haberse tatuado otra: “no es no”. Y aún más lo resulta después de que hayamos pasado años, en concreto los de Rajoy, recibiendo lecciones acerca de la naturaleza agonística de la política a fin de preparar el camino al bibloquismo de hoy.
En esta confrontación hay, sí, un instinto del PP que se siente muy a gusto: siempre es más cómodo hablar de Begoña Gómez que de mochila austriaca; siempre es más agradecido el zasca que esas propuestas que parecen anunciarse, melancólicamente, para el aire. Esa es, sin embargo, la melancólica labor que pedimos a los grandes partidos: para las soflamas, ya hay Alvises. De cara a la labor de oposición, necesitamos ver a esos notables que hoy saben de una materia y mañana bien pueden ser ministros de esa materia, los Nadales, los De Guindos. Quizá por desconfianza, Feijóo ha repartido cargos para que todos estén bien abrigados pero no ha querido hacer ese Gobierno en la sombra. Mezcla de fortuna y virtud, sin embargo, la coyuntura en estos meses le ha cuadrado bien tras haber exasperado —improvisaciones, malas campañas, aquello de Junts— a no pocos comentaristas de la derecha. Sánchez le dio “la perra gorda” tras el acuerdo sobre la justicia y el viraje de Vox le ha plantado en el centro, al tiempo que ahorra al PP el drama existencial de pensar cómo tratarles. Es casi una ley de claridad. El PP puede aplicarse lo que en su día se aplicó el PSOE: su responsabilidad como partido de Estado es oponerse. Que ambos, en todo caso, respiren tranquilos: nunca habrá un opositor más fiero al Sánchez de hoy que el Sánchez de ayer.