El relato evanescente del trabajo

Asistimos a una transformación productiva de la economía española en la que los trabajadores han recuperado el protagonismo que merecían

En el siglo XVIII los autómatas habían pasado de ser curiosos juguetes medievales a complicados ingenios mecánicos que asombraban por sus posibilidades para imitar la vida. De todos ellos, el Turco, presentado en la corte vienesa en 1770, parecía el más sofisticado. Con la apariencia de un maestro otomano que fumaba en pipa, aquella máquina no solo era capaz de jugar al ajedrez, sino de emprender una gira por Europa que lo llevó a enfrentarse a Napoleón o Benjamin Franklin...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En el siglo XVIII los autómatas habían pasado de ser curiosos juguetes medievales a complicados ingenios mecánicos que asombraban por sus posibilidades para imitar la vida. De todos ellos, el Turco, presentado en la corte vienesa en 1770, parecía el más sofisticado. Con la apariencia de un maestro otomano que fumaba en pipa, aquella máquina no solo era capaz de jugar al ajedrez, sino de emprender una gira por Europa que lo llevó a enfrentarse a Napoleón o Benjamin Franklin. En aquel espectáculo su inventor, Wolfgang von Kempelen, mostraba al público el alambicado mecanismo de relojería que dotaba de inteligencia al ingenio. Sin embargo, el Turco escondía un secreto.

En su interior, oculto tras un sistema de espejos, existía un pequeño hueco donde cabía una persona, que era la que realmente libraba la partida. Hasta su destrucción en un incendio en 1854, se cree que 15 ajedrecistas dieron vida al Turco. Aquel autómata era, efectivamente, un prodigio de la técnica, pero requería al ser humano para su funcionamiento. En nuestro presente, la inteligencia artificial ha irrumpido prometiendo revolucionar nuestra sociedad. Conocemos a las compañías y los ejecutivos que la han puesto en marcha. Pero tras las sombras de los espejos digitales se encuentran miles de trabajadores depurando sus algoritmos para que el artificio tenga lugar.

Los sistemas productivos se transforman y avanzan, pero el trabajo humano sigue siendo tan imprescindible como siempre. La cuestión es que su papel ha desaparecido de nuestras crónicas comunes. Pedir una hamburguesa de ternera de Kobe a las tres de la mañana a través de nuestro smartphone es, al parecer, un signo de desarrollo y bienestar. A mi juicio, también, una soberana gilipollez. Una que se basa en la capacidad digital para distribuir el empleo de servicios, pero, sobre todo, en el velo escenográfico que oculta el proceso para que ese trozo de carne congelada aparezca, en un tiempo récord, cocinado en la puerta de nuestra casa.

La precariedad rara vez es noticia, quizá en titulares aislados, solo cuando el accidente o aquellas prácticas delincuenciales que lindan con el esclavismo tienen lugar. En el ámbito del entretenimiento, que es donde se crean crónicas comunes capaces de afectar a nuestras emociones, pudimos ver El jefe infiltrado, pero nunca su hipotética respuesta, El inspector de trabajo infiltrado. Más allá de la precariedad, es la propia actividad laboral la que ha desaparecido de las ficciones. Si en las décadas de los años cincuenta a los setenta, el neorrealismo italiano o el nuevo cine americano pusieron sus cámaras al servicio de los trabajadores, hoy, por cada película que refleja el conflicto de clase hay miles de youtubers diseminando una pornográfica cháchara aspiracional de culto al éxito.

La derecha populista aprovecha este escenario favorable y ya se atreve a retar en lo laboral a la izquierda, que abandonó su baluarte para dedicarse a cotizar en el mercado de la diversidad, donde identidades cada vez más atomizadas anhelan el reconocimiento de sus diferencias. El resultado es que esta derecha rupturista ha tenido la oportunidad de construir una narrativa donde la desigualdad es parte de la aventura de vivir y la explotación una consecuencia deseable en el que crepita nuestro ocio. Así, este nuevo populismo es capaz de unir de manera promiscua los planteamientos conservadores más apolillados con el hedonismo canalla más procaz.

No obstante, más allá de las narrativas, que son el sustrato donde la política contemporánea desarrolla su potencial de seducción, los hechos nos muestran otra realidad. El sindicato Comisiones Obreras ha presentado un informe donde se observa cómo en nuestro país está teniendo lugar una transformación productiva que provoca que el 63% del empleo creado sea en ocupaciones técnicas, existiendo una mejora de la productividad real por asalariado del 16,4%. Hay casi 21 millones de cotizantes a la Seguridad Social y desde 2018 se han creado 1,58 millones de puestos de trabajo. Es decir, que el intervencionismo social de este Gobierno —ERTE, reforma laboral, SMI— ha funcionado contribuyendo a la manera de crear rentabilidad y demostrando que se puede salir de ciclos económicos adversos de manera justa, diferente a la que recetaba la derecha: devaluando salarios y precarizando la contratación.

Este escenario inédito, unido a los buenos resultados de la excepción ibérica, marcan una dirección que merece la pena profundizar mediante políticas industriales que desplieguen en España toda la potencialidad de la transición digital y energética. Nuestro país puede convertirse en un referente en renovables que permita localizar en nuestro territorio una actividad centrada en nuevos sectores tecnológicos frente a la tradicional inercia especulativa. No es solo una cuestión económica: la reacción es la expresión política del capitalismo financiero-inmobiliario, del rentismo y de la corrupción encarnada por contratistas y demás fauna de la recalificación y la mordida. Esta transformación productiva es una oportunidad histórica que debe ser encarada, también en el relato, devolviendo a los trabajadores una centralidad de la que sentirse orgullosos y a las políticas que lo favorecen su merecido protagonismo.

Sobre la firma

Más información

Archivado En