El renegado y el héroe
Quién de nosotros, llegado el momento, elegiría la vergüenza pública antes que la conformidad que nos abriga y al tiempo nos convierte en cómplices de los crímenes contra los que casi nadie levanta la voz
Lo que distingue a las víctimas de quienes dicen serlo es que jamás incurren en el victimismo. Quizás la prueba de que alguien es de verdad un héroe y no un farsante o un bocazas es un cierto aire entre de modestia y serenidad. Ni la víctima exhibe impúdicamente su condición ni el héroe, la heroína, hace ostentación de su coraje. Rosa Parks se mantuvo sentada en su autobús de Montgomery, en Alabama, con la misma templanza con la que se sentaría en la iglesia baptista de la que era muy devota, con s...
Lo que distingue a las víctimas de quienes dicen serlo es que jamás incurren en el victimismo. Quizás la prueba de que alguien es de verdad un héroe y no un farsante o un bocazas es un cierto aire entre de modestia y serenidad. Ni la víctima exhibe impúdicamente su condición ni el héroe, la heroína, hace ostentación de su coraje. Rosa Parks se mantuvo sentada en su autobús de Montgomery, en Alabama, con la misma templanza con la que se sentaría en la iglesia baptista de la que era muy devota, con su sombrero y sus guantes, el bolso sobre las rodillas juntas, las gafas que acentuaban su expresión pensativa. Energúmenos con y sin uniforme le gritaban tan cerca que le mancharían la cara de saliva, pero ni los malos modos con que la hicieron bajar del autobús y la llevaron presa por el delito de ocupar un asiento reservado a los blancos lograron alterar su presencia dignísima. La expresión serena de Rosa Parks se parece a la de la viuda de Alexéi Navalni cuando habla mirando a una cámara con la misma fijeza acusadora que si mirara a los ojos de Putin; y también a la de esos hombres con abrigos negros y guantes que llevaban a hombros el ataúd con los restos martirizados de Navalni y sabían que ese simple gesto los estaba marcando a cada uno de ellos como una mira telescópica.
Decía John le Carré que hace falta pensar como un héroe para actuar con algo de decencia en la vida diaria. Quizás cuando más necesario es el heroísmo es cuando lo que se tiene enfrente no es un poder político tiránico, que por su propia brutalidad despierta el espíritu de rebeldía, sino la inmensa mayoría de la comunidad en la que uno vive; no un invasor extranjero, al que se identifica fácilmente, sino los propios compatriotas, los vecinos de al lado, hasta los familiares más cercanos, los padres, los hijos. Eugène Ionesco, que había asistido durante su primera juventud en Bucarest a la transformación monstruosa de muchos de sus amigos literatos en fascistas, inventó la fábula de un pueblo donde las personas, sin que se sepa el motivo, se van convirtiendo en rinocerontes. Solo un vecino, un donnadie borrachín, resulta ser inmune a esa metamorfosis. A diferencia de la mayor parte de esos amigos —entre ellos, tristemente, E. M. Cioran—, Ionesco no se contagió nunca del desvarío colectivo, y en cuanto pudo se escapó a París, quizás intuyendo que es más saludable y menos peligrosa la extranjería cuando uno la sufre lejos de su propio país. Con ciertas mañas uno puede eludir la vigilancia de la policía secreta, pero no la de un vecino o un amigo que se da prisa en delatarlo. En Rusia, en San Petersburgo, en los días siguientes a la invasión de Ucrania, cuando usar la palabra “guerra” para nombrar la guerra era de pronto motivo suficiente para que lo enviaran a uno a la cárcel, una activista joven y su novia aguzaron su ingenio e inventaron una forma inusual de protesta: imprimían falsas pegatinas de precios para las estanterías en los supermercados, y en cada una de ellas, con la misma tipografía que designaba los productos, incluían mensajes breves y rotundos contra la guerra. Una de las dos, que se llama Sasha, fue denunciada por un amable jubilado que la vio de soslayo cambiando pegatinas. Se sabe que en los regímenes opresores la cooperación voluntariosa es más eficiente que la vigilancia policial. A Sasha la delación de su vecino la llevó a la cárcel, donde ha pasado no se sabe ya cuánto tiempo esperando juicio y solicitando en vano la libertad provisional. Veo su cara y la de su novia, las dos igual de jóvenes, en un documental de Gesbeen Mohammad que aquí se ha titulado Desde Rusia contra Putin: las dos miran con el sereno fatalismo de quien se sabe destinado a la desgracia y sin embargo no renuncia a la esperanza ni claudica del coraje.
Hay varias historias parecidas en el documental, casi todas de mujeres, salvo la de un hombre, un profesor de Derecho que lo ha perdido todo porque debajo de la foto de su perfil en una red social escribió en grandes letras: “NO A LA GUERRA”. De un día para otro lo que era normal se convertía en delito. A este hombre de aire calmado y más bien melancólico lo echaron de la universidad, pero no solo fue repudiado o evitado como un enfermo contagioso por sus excolegas: su hija, que tiene 13 años, es uno de tantos niños y adolescentes rusos enajenados por la propaganda, vestidos con uniformes, exaltados por las coreografías de himnos, banderas y desfiles en las que participan. Para la hija de este hombre, Putin es un héroe y su padre un ser equivocado y débil, que ha traído la ruina sobre sí mismo. Por su culpa ella será señalada.
Quién de nosotros, llegado el momento, elegiría el ostracismo, la vergüenza pública, antes que la conformidad que nos abriga y al mismo tiempo nos convierte en cómplices de los crímenes contra los que casi nadie levanta la voz, no ya por miedo, sino por voluntaria ignorancia, por seguir la corriente, por la astucia de no abrir los ojos o de no ver lo que está frente a ellos. En el documental de Muhammad, una activista que se arriesga a diario a denunciar la represión en TikTok, utilizando su destreza tecnológica para sortear la censura, pasea una mañana de sol por un parque de Moscú en el que la gente perezosa y risueña juega o merienda sobre el césped, charla, bebe refrescos, monta en bicicleta. Ella es idéntica a los demás, pero se sabe distinta y excluida, y posiblemente vigilada. En ninguna parte se ve signo alguno de la guerra en Ucrania, ni de la persecución de los disidentes, ni de la corrupción y el miedo que pudren por dentro el país. Esta chica dice que su madre se ha transformado en los últimos tiempos y ahora solo ve durante horas y horas programas patrióticos en la televisión y piensa que Rusia está rodeada de enemigos.
El enemigo de repente eres tú. “No sabes qué terribles pueden ser / las gentes demasiado buenas”, dice una letra de bolero. No hacen falta jueces serviles ni policías con porras y pistolas cuando tus semejantes te señalan como traidor. El director de cine israelí Yuval Abraham dio un discurso de tres minutos en el festival de Berlín denunciando el trato inhumano al que el ejército y los colonos integristas someten a la población palestina de Cisjordania y ahora es un apestado que no puede volver a su país, no porque vayan a detenerlo, como a Navalni, sino porque centenares de sus compatriotas no paran de enviarle mensajes feroces de odio y amenazas de muerte. “Cuando vuelvas te estaremos esperando, hijoputa”. “Te daré caza en el aeropuerto”. En las fotos, Yuval Abraham no tiene cara de heroísmo, aunque sí de estupor, y determinación. Está solo frente a la inmensa mayoría de quienes ya no lo reconocen como uno de los suyos, los que prefieren no ver los crímenes contra la humanidad que está cometiendo su país, y los que los ven y los celebran. Un día vas por la calle y ves que todos tus vecinos tienen cabeza de rinoceronte, y te miran y te señalan como una anomalía escandalosa. En Rusia basta una palabra para enviarlo a uno a prisión. Con un simple gesto de decencia, con su voluntad de dar testimonio de la injusticia, Yuval Abraham se ha convertido en un renegado, y por lo tanto en un héroe.