El freno alemán

La inversión en la eurozona no ha crecido lo suficiente en estos años, al menos no como en otras áreas económicas, y desde luego no en sectores estratégicos como las energías verdes o la transformación digital

Enrique Flores

Si hubiera que elaborar un estado de la cuestión de los desequilibrios macroeconómicos de la eurozona, dejando de lado por un momento las urgencias de corto plazo, es bastante probable que todas las miradas apuntasen al elevado endeudamiento público y al débil crecimiento potencial, como se denomina al crecimiento teórico del PIB que mantiene la inflación y la tasa de desempleo en sus respectivos niveles de equilib...

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Si hubiera que elaborar un estado de la cuestión de los desequilibrios macroeconómicos de la eurozona, dejando de lado por un momento las urgencias de corto plazo, es bastante probable que todas las miradas apuntasen al elevado endeudamiento público y al débil crecimiento potencial, como se denomina al crecimiento teórico del PIB que mantiene la inflación y la tasa de desempleo en sus respectivos niveles de equilibrio.

El endeudamiento público es preocupante porque está en máximos históricos, en un contexto de tipos de interés elevados, con las normas fiscales europeas todavía en suspenso desde la pandemia y en un momento en el que es necesario financiar inversiones estratégicas que no admiten más demora: energía, descarbonización, digitalización, defensa, etcétera.

La otra gran preocupación de la eurozona es su débil crecimiento potencial: 1,2% en el promedio de los últimos 20 años frente al 2% en Estados Unidos, según el Banco Mundial. La diferencia puede parecer pequeña, pero 0,8 puntos de crecimiento potencial durante 20 años suponen una brecha de renta de unos 17 puntos entre un área y otra (de hecho, el PIB real al otro lado del Atlántico ha crecido en este tiempo casi un 23% más que en Europa, por encima incluso de su PIB potencial).

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Ambas cuestiones, elevado endeudamiento público y débil crecimiento potencial, son en gran medida cicatrices de las crisis vividas en los últimos 15 años. La cuestión es por qué esas cicatrices son más visibles en Europa que, por ejemplo, en Estados Unidos.

La explicación no tiene una única respuesta. Pero hay, entre otros, dos elementos idiosincráticos que deben tenerse en cuenta. El primero son los errores de política económica cometidos en Europa en los años inmediatamente posteriores a la crisis de 2008, sobre los cuales he escrito en otras ocasiones y que aquí me limitaré a recordar: una respuesta monetaria tardía y una política fiscal procíclica que, restringiendo el papel corrector del sector público, empeoró la situación. El segundo elemento, sobre el que sí me extenderé, es el déficit de inversión en el que ha incurrido la eurozona a instancias de la economía alemana, un fenómeno que no es en absoluto ajeno a la burbuja inmobiliaria de principios de siglo, a la crisis financiera, a los años de austeridad y a la debilidad de las proyecciones económicas actuales.

Pensemos en una economía que exporta bienes y servicios al resto del mundo por un valor muy superior a sus importaciones. ¿Qué debe hacer con el superávit exterior? Puede financiar inversión privada (reinversión empresarial), o gasto público (a través de la recaudación que genera la actividad económica en el sector), o estimular el consumo de los hogares (a través de mayores sueldos y salarios). También puede, complementariamente a todo lo anterior, acumular parte del superávit exterior en forma de ahorro. Es en este último punto donde las cosas pueden torcerse, si el ahorro excede con mucho al resto de alternativas y lo hace de manera persistente. El riesgo, en tal caso, es que se generen incentivos a la especulación en determinados sectores (el ahorro buscará rentabilidad allí donde la encuentre y, si es necesario, la forzará), o que la falta de inversión acabe por deteriorar el capital productivo necesario para mantener la pujanza de la economía (se atesoran recursos que no retornan al sistema productivo): infraestructuras, edificaciones, maquinaria, tecnología, intangibles, etcétera.

Esto es, a grandes rasgos, lo que ha sucedido en Alemania en las dos últimas décadas, con repercusiones en el conjunto de la eurozona.

Superada la reunificación y adoptado el euro, Alemania aprobó una serie de reformas estructurales orientadas a mejorar la sostenibilidad de sus cuentas públicas y a ganar competitividad en el contexto internacional. Asimismo, cultivó una alianza estratégica con Rusia en el ámbito energético y orientó su sector exportador a China, que se ha convertido desde entonces en uno de sus dos grandes mercados extracomunitarios, junto con Estados Unidos. El resultado ha sido un saldo exportador equivalente al 5,6% del PIB frente al resto del mundo en promedio anual durante las dos últimas décadas (el saldo exportador de China ha sido del 3,4% en el mismo periodo), y equivalente al 2,5% del PIB frente al conjunto de la UE.

Al no encontrar salida en forma de inversión empresarial, gasto público o consumo privado (al menos no en la misma magnitud), parte de ese enorme saldo exterior se transformó en flujos de ahorro circulando por las venas del sistema financiero europeo en busca de rentabilidad. Entre 2002 y 2008, ese flujo contribuyó a alimentar una colosal burbuja inmobiliaria en distintas economías, entre las cuales la española (donde encontró condiciones sistémicas: liberalización del suelo, regulación laxa, supervisión deficiente, diferencial de inflación, aumento de la renta de los hogares, demanda de segunda residencia, etcétera). Si esos años se caracterizaron por el furor especulativo, los que siguieron al estallido de la burbuja lo fueron por la insuficiente inversión productiva, tanto en el sector empresarial europeo (lastrado a consecuencia de la crisis financiera) como en el propio sector público alemán (se trata del Estado miembro de la UE que menos ha invertido en lo que llevamos de siglo: el 2,2% del PIB frente a una media anual del 3,2% en el resto de la Unión).

Como resultado de todo lo anterior, la inversión en la eurozona no ha crecido lo suficiente en estos años; al menos no como en otras áreas económicas, y desde luego no en sectores estratégicos como las energías verdes o la transformación digital. Actualmente, el valor del capital productivo de Alemania, Francia, Italia y España, conjuntamente, es entre dos y tres billones de euros inferior al que sería esperable de acuerdo con la tendencia inversora previa a la crisis financiera de principios de siglo. No es de extrañar, pues, el declive del crecimiento potencial de la economía europea.

El elefante en la habitación de la eurozona ha sido el exceso de ahorro alemán. No es algo intuitivo, pero un fundamento básico de la economía internacional dice que el ahorro privado neto (lo que queda a las empresas y los hogares después de consumir e invertir) es igual al déficit público más el superávit exterior. Una variación de cualquiera de estas tres magnitudes se transmite de manera mecánica a las otras dos, como vasos comunicantes. Prueba de ello es que el propio Ejecutivo alemán, ante el deterioro del contexto internacional, ha vuelto a verse obligado a suspender el límite de endeudamiento que impone su propia Constitución. Y no será por falta de voluntad política, en la tradición hacendística germana y con un ministro liberal al frente de las finanzas públicas.

En definitiva, en cuanto se refiere a las normas fiscales europeas y al crecimiento potencial de la eurozona, es fundamental tener en cuenta que mientras no existan mecanismos estabilizadores que puedan prevenir o amortiguar desequilibrios entre el ahorro y la inversión a escala europea, cualquier objetivo de déficit o deuda pública nacional quedará al arbitrio de lo que ocurra en ámbitos ajenos al estrictamente presupuestario, con el agravante político de que cualquier desviación sea interpretada en términos de riesgo moral, y sin opción alguna de separar lo verdaderamente estructural de lo meramente hacendístico. Es la gran reforma pendiente de la Unión.


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