Islas amenazadas

En Tuvalu, como en otros lugares del planeta, el ascenso del nivel del mar a causa del calentamiento vaticinado desde hace mucho tiempo por los científicos no es una especulación teórica

FRAN PULIDO

Una parte de la belleza de una isla está en su nombre, en el que se conjugan la geografía y la literatura. Que una isla del Pacífico se llame Tuvalu ya es una promesa, sobre todo para quienes fuimos aficionados precoces a las novelas de expediciones y aventuras y a las anchas páginas de los atlas escolares. Niños de interior, en una época poco favorable a los viajes, solo habíamos visto el mar en las películas. Así que cuando algunos lo vimos por primera vez de verdad, en una playa tranquila del Mediterráneo, nos pareció mucho menos novelesco, casi vecinal, con sus olas prudentes y sus lejanía...

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Una parte de la belleza de una isla está en su nombre, en el que se conjugan la geografía y la literatura. Que una isla del Pacífico se llame Tuvalu ya es una promesa, sobre todo para quienes fuimos aficionados precoces a las novelas de expediciones y aventuras y a las anchas páginas de los atlas escolares. Niños de interior, en una época poco favorable a los viajes, solo habíamos visto el mar en las películas. Así que cuando algunos lo vimos por primera vez de verdad, en una playa tranquila del Mediterráneo, nos pareció mucho menos novelesco, casi vecinal, con sus olas prudentes y sus lejanías accesibles. Nos gustaban los mares de resplandor esmeralda del cine, los de las tempestades suntuosas filmadas en estanques en hangares de Hollywood. Y por encima de todo nos gustaban las extensiones azules que llenaban páginas completas en los mapas del océano Pacífico, con islas de nombres exóticos en los que parecían contenerse las aventuras más incitantes de todas, las de los náufragos que se instalaban en ellas, algunos tan solitarios como Robinson Crusoe, otros en grupos de arrojo y fraternidad admirables. En la novela que he leído más veces en mi vida, La isla misteriosa, Julio Verne cuenta la historia de un naufragio no desde el mar, sino desde el aire, el de unos militares que escapan en globo de un campo de prisioneros sudista, en la guerra civil americana, y arrastrados por las tormentas llegan improbablemente a una isla desierta en el Pacífico Sur. Varias ensoñaciones simultáneas alimentaban la fascinación de la lectura: la del grupo de adolescentes unidos contra la adversidad, la de las aventuras marítimas, la de la isla como refugio contra la intemperie y como maqueta del mundo.

Como Verne era tan meticuloso, en la novela daba las coordenadas exactas de latitud y longitud de la isla, a la que los náufragos bautizan con el nombre de Lincoln. Niño fantasioso, pero también aplicado, yo encontré el lugar del mapa oceánico donde se situaba, y como no existía la dibujé como una mancha diminuta a bolígrafo.

A diferencia de la isla Lincoln, Tuvalu es una isla real, pero tan pequeña que no me habría sido posible localizarla en aquel atlas. Ahora, no sin una sensación de maravilla y de vértigo, la he encontrado en unos segundos en Google Earth, y me he ido acercando a ella como si viajara en una nave espacial. En las fotografías, en los vídeos, Tuvalu es una estampa de folleto de agencia de viajes, de novela gozosa de náufragos, de ese dañino ensueño europeo que empieza con los viajes de Cook y Bougainville en el siglo XVIII y se prolonga con la doble huida de Paul Gauguin y Robert Louis Stevenson en busca de una plenitud vital que la modernidad capitalista y tecnológica al parecer les negaba. En las islas de Oceanía, en Tahití y en Hawái, los ilustrados fantasiosos situaban un paraíso terrenal limpio de las coacciones eclesiásticas, habitado por seres inocentes que disfrutaban sin culpa de los placeres de la vida, en particular mujeres licenciosas y medio desnudas que se ofrecían sin apuro a los deseos de los navegantes, más enconados aún después de travesías tan largas. De los mares del Sur llegaron a Occidente la buganvilla, el hibiscus y la figura del Buen Salvaje; lo que llegó de Europa a las islas de los mares del Sur fue primero la sífilis, y después los misioneros y toda la brutalidad del colonialismo, también llamado la civilización, que consiste sobre todo, en las palabras de Joseph Conrad, “en arrebatarles la tierra a aquellos que tienen un color de piel distinto o narices ligeramente más aplastadas que las nuestras”.

Tuvalu es una isla alargada y sinuosa, con palmeras y playas de arena muy blanca, con arrecifes de coral. También es el cuarto país más pequeño del mundo. Tiene una extensión de apenas 26 kilómetros cuadrados y poco más de 11.000 habitantes. El blanco cegador de la arena está manchado de restos de basura de plástico que arrastran las corrientes marinas, como en muchas otras playas de Oceanía, y las raíces de las palmeras, igual que los tubérculos harinosos que se cultivan como alimentos en la isla, están empezando a pudrirse porque el agua del mar se infiltra en el subsuelo, y va desplazando la capa de agua dulce que antes las nutría. Mareas altas cada vez más poderosas inundan con frecuencia una isla tan plana que no tiene acantilados ni muros rocosos que la defiendan. En Tuvalu, el ascenso del nivel del mar a causa del calentamiento vaticinado desde hace mucho tiempo por los científicos no es una especulación teórica. La tierra firme ya está reduciéndose bajo los pies de sus habitantes, y es muy posible que hacia finales de este siglo la isla entera haya desaparecido bajo las aguas, borrada como una isla ilusoria dibujada a lápiz por un niño en un mapamundi.

El año pasado, en la bochornosa cumbre del clima en la que por no llegar no se llegó ni a mencionar expresamente la reducción en el consumo de combustibles fósiles, el primer ministro de Tuvalu exigió en vano, en nombre de su patria diminuta, un pacto internacional de verdad generoso, aunque sobre todo justo, para ayudar a los países más afectados por el cambio climático, que también son los más pobres. Ahora el Gobierno australiano se ha ofrecido a acoger cada año a 280 emigrantes de Tuvalu, con tantas precauciones y tanta letra pequeña que parece sobre todo un gesto barato de mezquindad envuelto en una campaña de relaciones públicas.

La cuarta parte de la población de Tuvalu vive por debajo del umbral de la pobreza. El 10% más próspero de la humanidad es responsable de la mitad de las emisiones de gases de efecto invernadero causantes de las perturbaciones que están forzando ya la diáspora de los habitantes de la isla de Tuvalu, y de los fugitivos de la desertización y el colapso de la agricultura y la ganadería en los países del Sahel y en el cuerno de África, y los reducidos a la miseria y desplazados por las inundaciones que han cubierto este año la mitad de Pakistán. Aún quedan negacionistas cínicos que aseguran despectivamente que la alarma por el cambio climático es un capricho de privilegiados y elitistas. Ahora sabemos, lo acaba de explicar con su habitual contundencia Thomas Piketty, que la lucha por la justicia social y la igualdad ha de ser inseparable del activismo ecologista: si quienes más tienen, sea en el país que sea, producen con su despilfarro más contaminación de la tierra, del agua y del aire, son ellos los que han de cargar con el mayor peso de las medidas fiscales y las reglas de austeridad que deben imponerse con la máxima urgencia. No habrá otro modo de lograr una movilización mayoritaria y efectiva, ni de desmentir a los demagogos que ahora se fomentan con éxito el resentimiento y el oscurantismo anticientífico. Un oligarca ruso o un megalómano infantiloide del estilo de Elon Musk contribuye más al calentamiento global en unos pocos días con sus yates y sus aviones privados que la población entera de Tuvalu. El planeta entero es una ínfima isla azul en un océano ilimitado de negrura, un oasis de belleza y fertilidad en mitad de la nada absoluta. Los lectores de Julio Verne lo descubrimos en 1972, en la primera foto completa de la Tierra en el espacio, tomada por los astronautas del Apollo 12, los últimos que viajaron a la luna. Pero a nosotros no habrá quien nos acoja si nuestra Tuvalu se vuelve inhabitable.

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