Los complejos de Feijóo
El presidente del PP no ha entendido todavía que la ultraderecha arrastra sistemáticamente a la derecha fuera de los límites de la democracia
El activismo insurreccional con ribetes predemocráticos que asedió las sedes del PSOE en España y en particular en la calle de Ferraz de Madrid no es hijo de un malestar social o de una tensión política alimentada por la negociación de una amnistía. Es al revés: ...
El activismo insurreccional con ribetes predemocráticos que asedió las sedes del PSOE en España y en particular en la calle de Ferraz de Madrid no es hijo de un malestar social o de una tensión política alimentada por la negociación de una amnistía. Es al revés: la negociación de una ley de amnistía por parte del PSOE con Puigdemont es el pretexto último y óptimo para que la escenificación de una calle al borde del estallido social traslade el mensaje de que España está hundiéndose en una crisis institucional insoportable. Vox es el agitador callejero y sin complejos de unas movilizaciones que buscan contagiar la sensación de caos con un culpable directo, “el dictador” Sánchez, como rezaba una de las pancartas de la noche del martes de la ultraderecha. No es fácil saber si la llamada a impedir la “autodestrucción nacional” que pedía José María Aznar hace unos días, en su modo más peligrosamente nacionalpopulista, es esta que estamos viviendo. La condena de la violencia de Elías Bendodo en la mañana de hoy, miércoles, en La 1 ha ido seguida de nuevo de una peligrosísima pirueta en boca de un líder de la derecha conservadora. Según ha dicho Bendodo, Pedro Sánchez quiere amnistiar hoy incidentes violentos más graves de los que está sufriendo estos últimos días ante la sede de su partido. La permisividad o incluso la tácita justificación de la violencia contra un partido es una temeridad de consecuencias imprevisibles que Cataluña vivió ya en carne propia: el apreteu de Quim Torra dirigido a los CDR alentó una violencia insurreccional que cogió su propio rumbo y dejó de estar bajo control de nadie.
Sigue hoy Bendodo la estela que dejó la noche del martes el deplorable tuit de Alberto Núñez Feijóo a las 23.03 en X, cuando ya se habían difundido ampliamente las imágenes del vandalismo: responsabilizó a Sánchez del “malestar social” en lugar de repudiar expresamente y sin paliativos el activismo callejero y matonil frente a Ferraz. La prioridad democrática e institucional de un líder como Feijóo la noche del martes debió ser atajar la violencia ultra en la calle y condenarla categóricamente, sin contemplaciones y sin complejos. Su irresponsable seguidismo ante los ultras delata que Feijóo no ha entendido todavía que la ultraderecha arrastra a la derecha sistemáticamente fuera de los límites de la democracia y de la resignación con los resultados obtenidos. Sus declaraciones de hoy, miércoles, tampoco están a la altura de liderazgo político en el PP: condenar la violencia, pero volver a apuntar a Sánchez por negociar la amnistía —cuando en la calle crece la violencia neofranquista de guerrilla callejera— desvía el centro de la cuestión: la violencia ultra solo puede condenarse, sea el que sea el motivo que la suscite.
La estrategia de deslegitimación que el PP reanudó desde la moción de censura que hizo a Sánchez presidente y prosiguió durante la legislatura del Gobierno de coalición alcanza estos últimos días un nivel de peligrosidad que está fuera de cualquier estándar democrático en la Unión Europea: a nadie se le ocurre que Macron pudiera contemporizar con la violencia callejera y menos aún invocar como justificación la sospecha de que el PSOE fomentase las concentraciones ante la sede de Génova hace casi 20 años. La demonización personal y política del presidente en funciones ha sido el principal argumento político de la oposición conservadora. Núñez Feijóo renunció muy pronto al marchamo de moderado selectivo con el que accedió a la presidencia del PP y prefirió instalarse en las trincheras de la descalificación sistemática e integral del líder de un partido y presidente del Gobierno de España. La frustrante victoria electoral del 23-J ha conducido a una exasperación nerviosa en el PP, sin haber digerido todavía que tener más diputados no se traduce necesariamente en obtener una investidura. Su socio de gobierno en múltiples comunidades y ayuntamientos en España no obtuvo el resultado suficiente como para hacer a Feijóo presidente, pero el líder del PP ni corrije el tiro ni parece sacar las consecuencias de ese fracaso a escala nacional. No es la proximidad hacia la ultraderecha la que puede darle la posibilidad de gobernar, sino el rotundo alejamiento del reaccionarismo y la insubordinación democrática que exhiben los líderes de Vox.
O el PP entiende que su futuro pasa por contener a la ultraderecha y plantar cara a su toxicidad democráticamente letal o cada vez más irá escorándose hacia posiciones que gran parte de sus votantes no comparten, como no comparten el vandalismo contra el PSOE que a sus dirigentes no les parece tan grave. La agitación de la calle y la movilización masiva es inseparable de la democracia, pero alentar la permanente exageración verbal, tensar al máximo la retórica demonizadora y anunciar la demolición de España en cada telediario también condena al PP a ser corresponsable de lo que su ultraderecha busca: la desestabilización militante como escenario deseable. Esa pesadilla es la que Feijóo está obligado a disipar sin complejos por respeto hacia la mayoría de sus propios votantes.