La cuestión territorial y el precio del aceite de oliva

No hay mayor antídoto frente a la inflamación de las pasiones que demostrar que no hay pactos secretos, ni intenciones ocultas para trocear España, sino la búsqueda audaz de fórmulas para pasar página

Miles de personas participan en la manifestación independentista convocada por la ANC, el pasado 11 de septiembre en Barcelona.Alejandro García (EFE)

Un país no puede estar discutiendo permanentemente sobre quién es, pero tampoco construirse en contra de las partes que lo componen. Esta es la situación anómala que subyace tras la cuestión territorial y que lastra a España episódicamente, cada vez que alguno de los polos decide ir más lejos que el otro. Algo que ha sucedido desde la fallida reforma del Estatuto de Cataluña en 2006, cuando las derechas catalana y de ámbito nacional decidieron alimentar este círculo vicioso por algo tan espurio com...

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Un país no puede estar discutiendo permanentemente sobre quién es, pero tampoco construirse en contra de las partes que lo componen. Esta es la situación anómala que subyace tras la cuestión territorial y que lastra a España episódicamente, cada vez que alguno de los polos decide ir más lejos que el otro. Algo que ha sucedido desde la fallida reforma del Estatuto de Cataluña en 2006, cuando las derechas catalana y de ámbito nacional decidieron alimentar este círculo vicioso por algo tan espurio como el rédito electoral. Ya que la investidura de Pedro Sánchez requerirá mirar de frente al problema, el objetivo final debe ser romper esta dinámica y encontrar un nuevo equilibrio, si no permanente sí tan duradero como para permitir a la siguiente generación librarse de la gravedad que genera.

Si miramos hacia el pasado, la cuestión territorial ha ido apareciendo los últimos 15 años como un hilo engarzado con todo lo que dio comienzo tras la Gran Recesión. La crisis de legitimidad política e institucional permitió, por un lado, cuestionar la unidad nacional y, por otro, utilizar el odio hacia la periferia como manera de cohesionar al resto. La corrupción, que afectó a la par al PP y Convergencia, partidos gobernantes en aquella etapa, requirió también de una coartada para desviar el oprobio tras las banderas. Aquel choque de trenes se produjo en 2017 pero antes se fraguó con esmero, cargando las locomotoras con un carbón extraído a pico y pala de cada llamamiento contrario a la convivencia. Aquello fue lo más cerca que todos hemos estado del precipicio.

Si miramos al presente, las negociaciones, condiciones y acuerdos para la única investidura posible, descontando el intento fantasma de Alberto Núñez Feijóo, más un salvavidas personal que un asunto de Estado, deberían pensarse como una manera de dotar a esta legislatura de dirección y a las palabras que se utilizan, como plurinacionalidad, de contenido. Si no se corre el peligro, quizás en el fondo es a todo lo que se aspira, de quedarnos tan solo en lograr desbloquear momentáneamente la gobernabilidad a cambio de otorgar alguna concesión que a Waterloo le sirva para justificar su existencia. No se trata de lo que Carles Puigdemont proponga, ni siquiera de cuestionarnos sobre la legitimidad del limbo desde donde lo hace, sino de si las ideas del debate son realmente útiles para evitar repetir los viajes a ninguna parte.

Y una ley de amnistía lo es. Nadie va a reconocer responsabilidades, algo que a todas luces sería necesario entre los que proclamaron una declaración de independencia unilateral y entre quienes la contemplaron como un nuevo 23-F con el que crear la escenografía de los héroes que salvaron a la patria. Ambos se equivocaron, ambos obtuvieron lo contrario de lo que calculaban, ambos volverían, si pudieran, a repetir aquel desastroso libreto. Por eso mismo, todo aquello que impida a los polos situarse en lo trágico vale para avanzar. No es justo, más allá resulta estomagante, otorgar a los artífices del procés categoría de negociadores. Resulta apropiado si lo que se consigue es que negocien su propio olvido.

Fue el otoño rojigualdo, el que siguió a aquel 1 de octubre, el que hizo pasar a Vox de una fuerza residual a un referente de masas. Esta puede ser la ocasión de dejar a los ultras, que son algo más que un partido, sin su acontecimiento fundacional: lo que se resuelve desde la cabeza deja de conmover el estómago. No hay mayor antídoto frente a la inflamación de las pasiones que la estabilidad, que demostrar que no hay pactos secretos, ni intenciones ocultas para trocear España, sino la búsqueda audaz de fórmulas para pasar página que nos permitan dedicarnos a otras cosas. ¿Cuáles? Aquellas que afectan al precio del aceite de oliva, a la carestía de la vivienda, a la subida de salarios. La igualdad de derechos entre españoles, como el PP se afana en declarar cada vez que puede, también se refiere a los que tienen sillón en el Ibex y aquellos que intercambian sus asientos en el metro.

Que nadie interprete mal el mandato del 23-J. Toda forma de encarar la cuestión territorial que no tenga en cuenta la solidaridad entre comunidades será tan sólo la constatación de que tras los llamamientos a la diversidad a menudo se enmascaran las pulsiones hacia la desigualdad. Toda forma de imaginar la cuestión territorial que no tenga en cuenta que, mientras que se dirime, hay millones de españoles que tiran cada vez más de sus ahorros para llegar a final de mes, será percibida por estos mismos ciudadanos como una excentricidad ajena, un capricho de aquellos que pueden permitirse perder el tiempo porque nunca han tenido la necesidad de preguntarse cómo pagar el alquiler. Y será de esta forma, justo de esta, como la cuestión territorial pasará de una oportunidad para desbloquear el futuro a una nueva coyuntura para el crecimiento de las fuerzas reaccionarias.

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