Tribuna

Paz, piedad y perdón

Cataluña y España necesitan reincorporar a los independentistas: una cadena de indultos individuales inmediatos es la fórmula más indolora; la alternativa es una amnistía, pero descartando la ruptura unilateral

SR. GARCÍA

Cuando el presidente Manuel Azaña formuló el 18 de julio de 1938 en el Saló de Cent barcelonés su famosa propuesta de “paz, piedad y perdón”, solemnizaba el programa de 13 puntos de su primer ministro, Juan Negrín: sobre todo, el último apartado, una “amplia amnistía para los españoles que quieran reconstruir y engrandecer el país”.

Negrín y Azaña brindaban, tras dos años de cruel batalla, el perdón a los sublevados, que, ¡en plena Guerra Civil!, obviamente no se arrepentían de nada. Lo...

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Cuando el presidente Manuel Azaña formuló el 18 de julio de 1938 en el Saló de Cent barcelonés su famosa propuesta de “paz, piedad y perdón”, solemnizaba el programa de 13 puntos de su primer ministro, Juan Negrín: sobre todo, el último apartado, una “amplia amnistía para los españoles que quieran reconstruir y engrandecer el país”.

Negrín y Azaña brindaban, tras dos años de cruel batalla, el perdón a los sublevados, que, ¡en plena Guerra Civil!, obviamente no se arrepentían de nada. Lo hacían desde una República aún con (menguantes) cartas de supervivencia. Se fiaba casi todo a una mediación exterior entonces voluntariosa, pero imaginable. El momento para la democracia republicana era trágico. También lo sería, si bien en otra dimensión, el del golpe de los generales de la OAS contra De Gaulle en 1961, para vengar que otorgase la independencia a Argelia. O el del Acuerdo de Viernes Santo en el Reino Unido, que en 1998 encauzaría las troubles, seudónimo del cruento conflicto civil/religioso norirlandés. Situaciones ambas enderezadas mediante perdones y amnistías sucesivas, en su inicio, parciales (en el caso francés, por fascículos, en 1964, 1966, 1968… hasta 1982).

La cuestión catalana, que se plasma hoy en la incertidumbre de los afectados por procesos judiciales pendientes —a causa del procés, transita un momento menos agudo. Aunque eso se debe en buena parte a los indultos en favor de quienes encabezaron un golpe de Estado fallido: no otra cosa fueron las leyes de desconexión del 6 y 8 de septiembre de 2017 y el consiguiente referéndum ilegal del 1-O. Conviene distinguir entre el olvido jurídico (con memoria política) y la ignorancia (con ilusos disimulos). A menor dramatismo, mayor motivo para que la democracia española, un régimen consolidado como el de la V República francesa o el de la monarquía británica, otorgue un alivio general a los justiciables.

Si los países vecinos pudieron en peor escenario, ¿por qué no nosotros? Quienes crean que por sí mismo o por la sola aplicación de la ley penal, el nudo gordiano del malestar y la desafección de un segmento social relevante en Cataluña se diluirá, olvidan que a buen seguro no es letal, pero sí grave, enquistado y paralizante. Suturemos la asimetría entre los dirigentes ya indultados y los cientos de sus adláteres y ciudadanos comunes que habitan la angustia. Reincorporemos al sistema a un millón de votantes indepes, la mitad aún seducidos por el unilateralismo rupturista, en acogida cordial, con sus ideas que exacerban, pero sin conductas ilegales. Rescatemos a los empecinados para que vuelvan a contribuir a “engrandecer el país”. Y sorteemos sus nocivos efectos anestésicos sobre la locomotora económica catalana, y paralizantes en el Congreso español.

Si jurídicamente resulta viable, la fórmula más indolora es una cadena de indultos de amplio espectro, a condenados y a pendientes de juicio, individualizados para no incurrir en fraude de ley. Al modo de los del ministro ucedista Juan José Rosón para los etarras político-militares. Tomás de la Quadra ha evocado con brillantez su conveniencia política (EL PAÍS, 8 de septiembre). Brillante, pues el indulto a todos es la extensión lógica de los ya concedidos; los efectos apaciguadores son palpables, y la digestión política está garantizada de antemano. Pero dos salvedades planean sobre esta idea. Una, la dudosa viabilidad de excluir al principal artífice del golpe, Carles Puigdemont; el general Raoul Salan fue amnistiado, aunque tarde, en 1982, ya con François Miterrand. Y dos, un goteo de indultos durante meses enervaría impaciencias, encendería a los salvapatrias indeseados y estrangularía de forma insoportable la vida política, cercenando la necesaria estabilidad. Algo quizá resoluble fijando plazos máximos para acogerse a ellos.

La opción alternativa es una amnistía, cuyo encaje constitucional algunos veníamos excluyendo, con rapidez analítica precipitada. De la Quadra va bien acompañado. El gran especialista en el derecho de “gracia”, Juan Luis Requejo (Amnistía e indulto en el constitucionalismo histórico español), también abona la constitucionalidad de la amnistía (una concreción, entre otras, de la competencia de gracia), pues el artículo 62 de la Constitución la abarca como función del jefe del Estado “con arreglo a la ley”: según dicte el Parlamento.

Pero, además, otras normas de la era constitucional la evocan expresamente: la Ley de Enjuiciamiento Criminal reformada en 2023 (artículo 666.4); el RDL 796/2005 de extinción de la responsabilidad disciplinaria de funcionarios; o la Ley de Memoria Democrática (20/2022).

Ahora bien, ¿qué amnistía? ¿Con qué contenido material? Se abunda, con reduccionismo simplificador, en que el indulto cancela la pena y la amnistía borra el delito. Algunos de quienes lamentan que evapore el delito interpretan que eso equivale a abrogar la norma penal, y hasta la Constitución y la entera transición. O sea: la liquidación de la democracia española.

Pero no es necesariamente así. “La amnistía no solo exculpa [igual que lo hace el indulto], sino que, más aún, puede eliminar de raíz el acto sobre el que se proyecta la inculpación o la norma de la que la inculpación resulta”, sostiene Requejo. Así que deslindemos hacer tabla rasa del hecho delictivo; de anular la figura delictiva, derogando así la ley democrática. “La amnistía significa el olvido de determinados hechos delictivos por decisión del poder legislativo”, subraya luminosamente la catedrática Mercedes García Arán (EL PAÍS, 9 de septiembre). La Ley de Amnistía de 1977 extinguió las penas y anuló las condenas (a los resistentes; y ocasionó el olvido factual de los gerifaltes franquistas), no reemplazó aún el entramado jurídico-penal (Código Penal de 1973) y global de la dictadura.

Influidos por dicha Ley de Amnistía de 1977, enfatizábamos su vinculación con un cambio de régimen. Pero la de febrero de 1936 (por la revolución de Asturias y los Fets d’octubre de 1934) no encaja ahí. Ni la (imposible) de 1938. Ni las de las experiencias europeas citadas. No debe haber cambio de régimen, ni atisbos de “ho tornarem a fer”, contra lo que predican los postulados radicales perdedores, sino una demostración integradora de fuerza, firmeza y generosidad de la democracia española.

Eso implica que la posible amnistía cuelgue de la Constitución y se dicte en su ejecución, quizá apelando a su Preámbulo, que señala como su primer objetivo “garantizar la convivencia democrática dentro” de ella misma. Ya el anterior presidente (conservador) del Tribunal Constitucional, Pedro González Trevijano, distinguió entre el texto y el contexto de la Carta, que debe leerse “a la luz de los problemas contemporáneos y de las exigencias de la sociedad actual a la que deba dar respuestas” (STC 198/2012, de 6/XI). Síganlo los jueces reactivos que ya lanzan inaceptables desafíos a la separación de poderes y amenazan la independencia del Legislativo, enervando ruidos de togas movilizadas (ex ante, conspirativas, bajo sordina, en la apertura del año judicial), contra la eventual decisión de amnistiar que adoptase el Congreso.

La gracia no viola la Justicia. Los jueces no dictan las leyes, las ejecutan. Y una ley orgánica de amnistía firmada por todos los grupos parlamentarios, también el que teledirige Puigdemont, excluiría, con el considerando aludido de anclaje en la Constitución, cualquier unilateralismo. Mejor aún si se explicita excluyendo de raíz toda modificación del ordenamiento que no pase por las vías previstas en la propia Constitución. Eso es posible porque, a diferencia de un aprobado general, la amnistía admite condicionalidad. La intentada por Negrín y Azaña, pues se dirigía a quienes “quieran reconstruir” el país. La de 1977, a todos los actos de la resistencia antifranquista “siempre que no hayan supuesto violencia grave”. Olvido: desde la corresponsabilidad. Ni un centímetro al “volveremos a hacerlo”.

Ni indultos ni amnistía serán gratuitos. Los recelos a aquellos son grandes, y colosales a la amnistía. Waterloo los encona. El Gobierno y su presidente no deben dictar y vencer, sino escuchar y convencer.

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