24-J: el país que venció al desierto

El nuevo Gobierno que salga de las urnas necesita normalizar las políticas medioambientales a gran escala y construir la infraestructura social necesaria para impulsar un cambio de época

Vegetación y cartel de Bejís calcinados, en agosto de 2022.Jorge Gil - Europa Press (Europa Press)

Alguien me contó que, a finales del siglo XIX, en algunas facultades de Física de Alemania, solo se aceptaban tesis doctorales relacionadas con el problema del cuerpo negro. Se pensaba que la mecánica clásica estaba básicamente completa y todas las energías investigadoras debían centrarse en resolver ese último enigma incordioso, pero menor. La ironía es que la búsqueda de una solución al problema del cuerpo negro llevó al desarrollo de la física cuántica, tal vez la mayor revolución científica desde Galileo.

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Alguien me contó que, a finales del siglo XIX, en algunas facultades de Física de Alemania, solo se aceptaban tesis doctorales relacionadas con el problema del cuerpo negro. Se pensaba que la mecánica clásica estaba básicamente completa y todas las energías investigadoras debían centrarse en resolver ese último enigma incordioso, pero menor. La ironía es que la búsqueda de una solución al problema del cuerpo negro llevó al desarrollo de la física cuántica, tal vez la mayor revolución científica desde Galileo.

Nuestro problema del cuerpo negro político es la crisis ecológica. El Gobierno que salga elegido el 23-J puede pensar que es injusto que le corresponda afrontar semejante reto histórico. No le faltaría razón: si las grandes potencias mundiales hubieran decidido iniciar la transición energética hace 40 años, cuando ya se disponía de toda la información necesaria para comprender la naturaleza del cambio climático, la tarea podría haber sido mucho más gradual. Pero la realidad hoy es que toda política pública, incluyendo la inacción o el retardismo, es política climática urgente: sencillamente, no hay alternativa.

Se suele decir acerca del calentamiento global que cada décima de grado importa, y lo mismo ocurre con el tiempo: cada mes cuenta. Las decisiones medioambientales que tomemos o dejemos de tomar en los próximos cuatro años determinarán en qué se convertirá nuestro país en un futuro relativamente corto. La cuestión que está en juego no es solo si hacemos la parte que nos toca en la reducción global de gases de efecto invernadero, sino también cómo nos preparamos para una amenaza decisiva. En el sur de Europa vivimos en primera línea del frente climático. Podemos ser el país que venció al desierto, la vanguardia de un cambio civilizatorio. O quintacolumnistas de la catástrofe, con Dubái como modelo aspiracional de país.

El Gobierno que salga del 23-J necesita, desde luego, normalizar las políticas medioambientales a gran escala. Políticas públicas valientes, capaces de ofrecer seguridad frente a la crisis ecológica. Entre otras muchas cosas, tenemos que introducir la contabilidad verde en nuestras cuentas nacionales, convertir el confort climático y la protección frente a los episodios climáticos extremos en derechos sociales básicos, impulsar una descarbonización rápida del transporte, afrontar las tensiones hídricas relacionadas con la agricultura de regadío, desarrollar un plan de reciclaje de minerales críticos, luchar contra la obsolescencia programada…

La lista de tareas medioambientales apremiantes es desalentadoramente larga. Pero, además —tal vez, sobre todo—, necesitamos pensar cómo las políticas públicas amplias y, en apariencia, no directamente relacionadas con el medioambiente encajan en un escenario de cambio y adaptación ecológica. En los próximos años, las iniciativas verdes tienen que dejar de ser ese asunto del que se ocupan un puñado de activistas y eluden como la peste los partidos mayoritarios para convertirse en el entramado institucional de las intervenciones públicas y de las relaciones de mercado. Tenemos que construir la infraestructura social necesaria para impulsar un cambio de época.

El mejor ejemplo seguramente es la reducción de la jornada de trabajo. Los motivos que se suelen presentar para defender una semana laboral de 32 horas tienen que ver con los derechos de los trabajadores. Y son razones robustas. La jornada laboral ha variado muy poco en el último siglo, a pesar de que la productividad se ha disparado durante ese periodo. La reducción de las jornadas laborales tiene ventajas evidentes para los trabajadores relacionadas con las oportunidades de conciliación, la mejora de la salud física y mental y, en general, la ganancia en autonomía que supone disponer de más tiempo libre. Pero, además, los estudios empíricos muestran que la reducción de la jornada laboral impulsa un estilo de vida y un tipo de ocio más sostenible, basado en actividades relacionadas con el cuidado de la vida y el desarrollo personal, y mucho menos centrado en el consumo de alto impacto medioambiental.

Un segundo campo de batalla indirecta pero crucialmente relacionado con la transición ecológica es la reducción de la desigualdad y la defensa del derecho a la subsistencia. Un proceso de adaptación ecológica conlleva cambios profundos en las formas de vida, molestias, sacrificios y riesgos. Los más ricos deberían asumir una parte mucho mayor de esos costes, en la medida en que su contribución al deterioro medioambiental también lo es. Pero se trata de un proceso que, en menor o mayor medida, nos afectará a todos. Es muy difícil que ese tipo de cambios prospere sin el soporte de un sistema eficaz de garantías sociales que universalice la seguridad material y no deje a nadie atrás. Una sociedad igualitaria es una sociedad más cohesionada, capaz de asumir sacrificios colectivos sin caer en una competición de agravios. Es una cuestión pragmática, no sólo moral. Por ejemplo, la gente ahogada por los alquileres abusivos y las hipotecas usurarias suele ser poco receptiva a los planes públicos de inversión en rehabilitación y climatización verde de los hogares pues considera, no sin razón, que hay otras prioridades más urgentes.

Nuestro país salió de la Transición a la democracia primero y, después, de la Gran Recesión de 2008 sin afrontar el reto de un cambio de modelo económico. La transición ecológica es nuestra tercera y tal vez última oportunidad de desarrollar un modelo productivo sólido que nos proporcione soberanía y nos haga menos dependientes de la especulación inmobiliaria y financiera y el turismo. En los últimos años, España ha avanzado mucho en la producción de energía renovable y, con el impulso público adecuado, podemos convertirnos en la gran potencia energética del sur de Europa. La ventaja competitiva de la energía barata puede ser la base de un plan de reindustrialización verde que cree cientos de miles de empleos de calidad altamente cualificados e impulse la investigación y la inversión en sectores críticos de la transición ecológica.

En ningún momento a lo largo de estas líneas he presupuesto que el 23-J se vaya a imponer el bloque progresista. Si fuera el caso, desde luego, el Gobierno tendría muchas tareas adicionales, algunas realmente apremiantes, relacionadas con los derechos civiles, la redistribución económica, la nacionalización de sectores económicos críticos, la salud, la democratización de las instituciones públicas... He escogido deliberadamente una serie de medidas ambiciosas pero que no considero especialmente de izquierdas y mucho menos anticapitalistas. Se trata de políticas perfectamente asumibles por un Gobierno de derechas responsable y no negacionista, que reconozca tanto la amenaza del cambio climático como la crisis del modelo económico y social neoliberal. Todas pueden ser desarrolladas desde una perspectiva conservadora en el contexto de una economía de mercado. De hecho, algunas de ellas están relacionadas con asuntos de los que se ha ocupado preferentemente la derecha política, como es la seguridad nacional.

Claro que, por otro lado, en nuestro país la idea de una derecha responsable se ha convertido en una fantasía escapista. El desafío ecológico interpela a una izquierda que necesita asumir la urgencia inaplazable de la transición medioambiental. Pero, sobre todo, retrata mejor que ningún otro problema social a un bloque político de derechas que ni siquiera es capaz de encarnar sus propios valores. Ser una persona conservadora preocupada por la iniciativa individual, el patriotismo o el gasto público responsable, no te debería condenar a apoyar proyectos electorales nihilistas firmemente comprometidos con la destrucción de la civilización y la transformación de nuestro país en un desierto inhabitable.

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