Guerra y paz de las lenguas

La unidad del español no abomina de la diversidad dialectal y está encomendada desde hace siglos a la sociedad civil. Eso permite a latinoamericanos y españoles sentirnos parte de una misma cultura, una misma historia y un destino común

Eva Vázquez

A fines de marzo se celebró en Cádiz el IX Congreso de la Lengua Española, al que asistí como a todos cuantos se han celebrado hasta ahora. Una novedad del encuentro fue el protagonismo inusitado en él del Gobierno español, y en concreto del ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares. Es obvio que tras los últimos acontecimientos vividos, la revolución tecnológica, el desperta...

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A fines de marzo se celebró en Cádiz el IX Congreso de la Lengua Española, al que asistí como a todos cuantos se han celebrado hasta ahora. Una novedad del encuentro fue el protagonismo inusitado en él del Gobierno español, y en concreto del ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares. Es obvio que tras los últimos acontecimientos vividos, la revolución tecnológica, el despertar del sentimiento bélico en Europa, los interrogantes sobre la globalización, la pandemia, el cambio climático y el crecimiento de la población mundial, necesitamos una nueva narrativa que explique el mundo como es, no como les gustaría que fuera a unos u otros. La presunción de que eso pueda hacerse desde el poder político y no desde la academia y la literatura está fuera de lugar.

Por lo demás, no hay narración posible que prescinda de la palabra, el logos definido en la Biblia como origen de la Creación. Este logos no es simplemente la palabra, sino el lenguaje articulado, que distingue al hombre del resto de la especie animal. Lo utilizamos para decir lo que pensamos; también para expresar, y aún gritar, lo que sentimos. En su ambivalente condición de herramienta para entenderse con los otros y espejo de nuestra identidad se resume la construcción del lenguaje, que constituye en sí mismo el relato de un misterio. Invasiones, migraciones, colonizaciones, las guerras y la paz, los imperios, las luchas de independencia, los viajes, las religiones, los inventos y descubrimientos, las doctrinas filosóficas, los poderes de la Tierra y los mensajes del universo son los responsables de la formación de culturas diferentes que al chocar y mezclarse entre ellas, al dialogar o combatir, han generado nuevas corrientes del pensamiento y el arte. En ese devenir se suceden conflictos, a veces muy violentos, entre la diversidad de lenguas en un mismo territorio y el anhelo de conseguir la igualdad entre sus habitantes.

En su Historia de la lengua española, Ramón Menéndez Pidal asegura que “todos los grupos sociales que hablan un mismo idioma dependen de una tradición común que supone una trayectoria vital y una estructuración psicológica de tipo análogo”. Quienes hablan una lengua diferente “pertenecen a otro orbe histórico”, de modo que “la diversidad de lenguas divide a la humanidad en naciones apartadas, poniendo entre unas y otras una tajante frontera de incomprensión”. Un repaso no sectario de la Historia demuestra que la patria de las gentes no es tanto el territorio donde nacieron ni el Estado del que son ciudadanos o súbditos, sino su lengua y singularmente la materna, la que aprendieron en la cuna. Por ello, en los procesos de globalización el poder dominante siempre ha tendido a imponer su lengua sobre las autóctonas de los territorios colonizados. Con la creación de los Estados nación y la implantación en ellos de idiomas oficiales, los nacionalismos lingüísticos cobraron una importancia singular en la obtención y sustentación del poder político. Y fueron en gran parte responsables de las guerras que asolaron Europa.

La aventura del castellano en América tiene, sin embargo, características propias. El deseo de Elio Antonio de Nebrija de que la lengua fuera compañera del imperio no triunfó. Los misioneros aprendieron las amerindias para que su mensaje fuera permeable a las comunidades indígenas y los enviados reales eran reacios a enseñarles el castellano a fin de no empoderarlas. Al comienzo de las independencias, apenas un 10% de los habitantes de lo que hoy es América Latina hablaban español. Fueron los independentistas quienes propiciaron la extensión de nuestro idioma, sobre el que se edificaron las nuevas repúblicas. Los gritos de independencia fragmentaron el gobierno del territorio pero, como señala Germán Arciniegas, “las proclamas de Bolívar, los discursos de Santander, los periódicos de Nariño, las constituciones del Orinoco y de Cúcuta” fueron redactadas en español. A lo largo de dos siglos, frente a los nacionalismos lingüísticos, los hispanohablantes hemos desarrollado un internacionalismo cultural que es el mayor tesoro de nuestros pueblos.

No obstante, los procesos migratorios y el aumento de la población hispana en Estados Unidos han potenciado el crecimiento del espanglish, definido en el diccionario como una “modalidad del habla” en la que se mezclan “elementos léxicos y gramaticales del español y el inglés”. Quizás sea algo más. Hay una cultura espanglish: diccionarios, libros, periódicos, televisiones y radios, cine y teatro. Con 60 millones de hispanohablantes en aquel país, esta aparente jerga es considerada por muchos como la expresión más evidente de su identidad latina. Hasta el punto de que artistas y profesionales españoles en Estados Unidos son injustamente discriminados, como blancos y europeos, por algunos sedicentes líderes de esa comunidad.

Según se puso de relieve en el congreso gaditano, prácticamente la mitad de los habitantes del mundo son bilingües, y un mal manejo de esta situación en los sistemas educativos puede acabar en diglosia, con el perverso efecto de que el hablante bilingüe se exprese mal en los dos idiomas. En España la gestión de la Generalitat de Cataluña se inscribe en la lista de quienes promueven un nacionalismo lingüístico excluyente. La no aceptación del castellano como lengua vehicular en la educación, (¡no digamos la prohibición de que los alumnos hablen en español en los recreos!), evoca las políticas del franquismo contra el uso del catalán y vulnera los derechos de aquellos estudiantes que tienen el castellano como lengua materna. Sin embargo, no fue esta una preocupación de nuestro Gobierno a la hora de anunciar su particular cruzada en defensa del castellano.

El congreso puso justamente el acento en el cambio anunciado por la sociedad de la información. Nos encontramos ante una nueva civilización. Las transformaciones que ya ha producido, y las que seguirán, tendrán un mayor impacto en la vida de las gentes que los cambios generados por el invento de Gutenberg y las lenguas se han visto afectadas ya de manera extraordinaria. No solo en su morfología, sintaxis, reglas gramaticales y ortográficas.

El inglés se ha convertido en la herramienta universal para el uso de internet y los intentos de sustituirlo o de competir con él, después de décadas de su reinado casi en monopolio, parecen destinados al fracaso. Las masas no alfabetizadas se han incorporado al nuevo lenguaje de los símbolos y emojis. Más de 5.000 millones de personas enganchadas a la Red conviven en un nuevo universo que ni dominamos ni comprendemos, en cuya prehistoria vivimos aún, esperando a que la implantación generalizada de la inteligencia artificial permita a los robots competir con las personas y a estas convertirse en robots. ¿Cómo habrá de influir este proceso en la gramática y la ortografía castellanas, cuando la marginal discusión sobre las tildes se ha convertido en tema tan crucial? Hasta hay quien se pregunta por el futuro de la ñ, o qué hacer con la uve doble, incorporada a nuestro abecedario hace solo 50 años y cuyo nombre ni siquiera está fijado, pues se llama “doble u” o “doble be” en según qué países americanos. Invito a los lexicógrafos a abrir un debate al respecto aunque en el siglo de la web, en la civilización de la www.com, terminaremos por estar obligados a reconocer la españolidad de una letra extranjera, que se llama y pronuncia de manera diferente dependiendo de si las pocas palabras en que se emplea tienen origen germánico, polaco, holandés o inglés.

Finalmente, ante los debates sobre el presente y futuro de nuestra lengua recordemos una vez más que su autor es el pueblo y no los burócratas. La unidad del español no abomina de la diversidad dialectal y está encomendada desde hace siglos a la sociedad civil: escritores y académicos. Trasciende fronteras, ideologías y órdenes ministeriales. Eso permite a latinoamericanos y españoles sentirnos parte de una misma cultura, una misma historia y un destino común.

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