Caja de cereales a 4,48 euros

“El capitalismo de lo esencial” afecta directamente a la democracia por cuanto bombardea sus cimientos y la libertad de elección de sus ciudadanos. Estamos siendo invadidos y deberíamos defendernos. Y no solo en Ucrania

Una clienta hace la compra en un supermercado. Getty Images

Son las nueve de la noche. Es la hora de pasear a mi perra y mis hijas aprovechan para pedirme una caja de cereales para desayunar: sus preferidos se han acabado. Cerca de casa hay un gran supermercado que abre hasta las 22.00 horas, así que vale, voy. Una vez allí, descubro que el paquete de 400 gramos de los cereales en cuestión cuesta 4,48 euros. Comparo con otras marcas y observo que algunas superan los cinco euros y que la propuesta de marca blanca está en 3,59 euros. Me parece que no debería comprarlos. Me quedo quieta en el lineal de los cereales y me doy cuenta de que estoy muy cansada...

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Son las nueve de la noche. Es la hora de pasear a mi perra y mis hijas aprovechan para pedirme una caja de cereales para desayunar: sus preferidos se han acabado. Cerca de casa hay un gran supermercado que abre hasta las 22.00 horas, así que vale, voy. Una vez allí, descubro que el paquete de 400 gramos de los cereales en cuestión cuesta 4,48 euros. Comparo con otras marcas y observo que algunas superan los cinco euros y que la propuesta de marca blanca está en 3,59 euros. Me parece que no debería comprarlos. Me quedo quieta en el lineal de los cereales y me doy cuenta de que estoy muy cansada, de que llevo todo el día trabajando y de que no debería haber venido al súper tan tarde. Necesito pensar con claridad, hacer bien las cuentas, entender mejor los precios. Últimamente, hacer la compra requiere destreza y oportunidad. De momento, sigo en el pasillo de los cereales, con las manos y el carro vacíos. No voy a comprar, pero quiero al menos despedirme, aunque no sepa a quién o a qué decir adiós. Puede que sea a mi infancia, porque la caja amarilla (a 4,48 euros) mantiene el diseño exacto de mi niñez. O, peor, quizás sea hora de decir adiós a una forma de vida, a un mundo entero.

Hasta donde yo sé, la bolsa de la compra no ha subido tanto. La prensa dice que la subida de los precios es de un 9,9% y que por eso los españoles hemos gastado un 9,1% más el año pasado. En concreto, en 2022 gastamos 105.000 millones, más dinero que nunca antes en comer. Pero, por alguna razón, a mí los productos esenciales no me cuestan un 10% más. De hecho, juraría que a mí las cosas me cuestan casi el doble, incluida la vida. Vivir, últimamente, me cuesta mucho más que antes. Y estoy casi segura de que está todo relacionado con el precio de la caja de cereales. Porque el problema de que las cosas sean muy caras es que van mermando poco a poco la libertad de elección y últimamente, además, la van mermando en lo esencial. Que los alimentos y la vivienda sean muy caros implica que una no sale a la calle con la misma libertad y disposición que antes. Saber que hay cosas caras y esenciales a las que puedes no tener acceso en cualquier momento porque exigen una disponibilidad económica alta crea un desasosiego que no soy capaz de medir cuantitativamente. Vuelvo a casa triste, culpable también y, para colmo, sin cereales. Aunque en realidad yo puedo permitirme gastar 4,48 euros en una de esas cajas. De hecho, mis hijas podrían desayunar los cereales que les diera la gana todos los días del año, incluso a estos precios. Vuelvo con las manos vacías a pesar de vivir instalada en el lujo. Porque, no nos engañemos, desayunar cereales se ha convertido en España en una señal de privilegio.

Pero si todo lo esencial es caro, entonces ¿qué clase de vida es esta? Si la capacidad de trasladarnos, de habitar y de comer se ha convertido en un lujo, no es como si los coches hubieran subido o la ropa o los smartphones. Lo que pasa es que en el corazón de la vida cotidiana hay de pronto una barrera. Y eso a pesar de que el Gobierno eliminara el IVA de los alimentos más básicos de la cesta de la compra el 31 de diciembre para compensar el golpe de la inflación. Con o sin IVA a mí me sigue costando todo mucho más. 4,48 euros una caja de cereales.

Aunque ya sé que aceptar cualquier precio es ahora una forma de solidaridad. De hecho, todos sabemos que los precios han subido por culpa de una guerra cruenta, por lo mismo que van a subirnos las hipotecas y por la misma razón que el precio del carburante está disparado. Los mismos motivos por los que Repsol gana 4.251 millones en 2022, un 70% más que el año anterior y el mayor beneficio de su historia sin extraordinarios. Y las mismas razones por las que Santander, BBVA y CaixaBank suman ganancias conjuntas de 19.000 millones en plena escalada de los tipos de interés. Está todo relacionado, yo lo sé. Y me informo cada día para poder entender un sistema tan complejo. Aunque, personalmente, he llegado a la conclusión de que la culpa de que los cereales cuesten 4,48 es mía. Soy descuidada, no presto atención, no me entero de las ofertas, seguro que estoy en el supermercado que no debo, en la ciudad que no debo, en la vida que no debo.

En la glorieta de Cuatro Caminos la perra se detiene a hacer pis mientras observo el remolino de riders de Glovo agitar sus mochilas en las puertas de las cadenas de comida rápida. Por un momento intento calcular si será más barato pedir un menú fast food o cocinar un guiso de legumbres para alguien que viva solo. He leído que la gente informada prefiere ahora las alubias envasadas en vez de las frescas, porque son más baratas. Recuerdo entonces que estoy volviendo a casa sin el paquete de cereales. ¿Qué les voy a decir? ¿Por qué no los he comprado? ¿Qué desayunarán mañana? Me siento tan inútil que decido llamar a mi madre por teléfono. Ella sabrá dónde me estoy equivocando, las madres siempre lo saben. “Pues mira hija, el aceite que yo uso ha pasado de 3,90 a 5,40. Y eso comparando entre los distintos supermercados, que ya sabes que como tengo tiempo no compro todo en el mismo. La lejía de 2,09 a 2,79, las galletas dietéticas de tu padre de 1 euro a 1,79. Eso y que estoy convencida de que las pastillas de caldo son ahora más pequeñas, que las cosas pesan menos en general en los mismos envases y que la verdura y la fruta lo mejor es no comprarlas”. Quiero detenerla y preguntarle si de verdad acaba de sugerirme que sus nietas no coman verdura, pero ella sigue. “Y yo pienso en ti, no te creas. Que si esto me pasa a mí en una ciudad de provincias y jubilados, no quiero pensar en lo que estás pagando tú en Madrid, con tu vida y con tus prisas. Pero no te digo nada, porque te va a dar igual…”.

A lo mejor es la evolución capitalista natural. Después de todo, en las sociedades capitalistas avanzadas, la comida y la vivienda son cada vez más caras, con y sin Vladímir Putin. En Baleares, sin ir más lejos, algunos residentes se ven obligados a vivir en caravanas para que la jungla inmobiliaria siga rugiendo al ritmo del turismo salvaje. En las democracias occidentales, el precio de todo lo esencial ha subido hasta que todos los días amanecemos con el mismo problema: qué vamos a comer. Qué es lo más barato, si encontraremos o no las mejores ofertas. Un problema que ya no es solo de precios, sino que se ha convertido en un proceso de pensamiento que ocupa la mente con la violencia de una invasión autoritaria. En este sentido, “el capitalismo de lo esencial” afecta directamente a la democracia por cuanto bombardea sus cimientos y la libertad de elección de sus ciudadanos. Estamos siendo invadidos y deberíamos defendernos. Y no solo en Ucrania.

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