Merry Christmas

Las dependientas de los ‘outlets’ te calan al kilómetro, te calculan el presupuesto al céntimo, te colocan la etiqueta de maruja de medio pelo y te tratan en consecuencia

Compradores ante un 'outlet' madrileño.

No compren el bulo. No hay una España que madruga y otra que trasnocha. Somos casi todos la misma, dependiendo del día de la semana o la etapa de la vida en que nos pille. La que sí existe, desde que se levanta hasta que se acuesta a la hora que sea, es la España que quiere y no puede, pero tira adelante con los faroles, valga la redundancia. No hay más que pasarse por un outlet un día tonto entre festivo y festivo del puente más largo del año para observar en tod...

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No compren el bulo. No hay una España que madruga y otra que trasnocha. Somos casi todos la misma, dependiendo del día de la semana o la etapa de la vida en que nos pille. La que sí existe, desde que se levanta hasta que se acuesta a la hora que sea, es la España que quiere y no puede, pero tira adelante con los faroles, valga la redundancia. No hay más que pasarse por un outlet un día tonto entre festivo y festivo del puente más largo del año para observar en todo su esplendor y miseria a algunos de sus especímenes. Lo sé porque soy uno de ellos. Estos días, los beneficiarios de esa especie de obra social de las marcas de lujo para que los pobres no les asaltemos el chiringo y nos peleemos por sus desechos del año pasado a mitad de precio, somos los pringaos que no hemos podido escaparnos a bucear a Maldivas, o a esquiar a los Alpes, o a Nueva York a comprar los regalos de Papá Noel y a patinar en el Rockefeller Center, como nos restriegan en Instagram los que sí pudieron. Así que allá que vamos las turbas aspiracionales, a consolarnos a los templos del consumo pillando las chorradas del amigo invisible para los cuñados y los Reyes propios y ajenos con el logo XL por trofeo.

La metamorfosis empieza desde el parking. Debe de ser darwinismo social de ese, pero, ya al bajar del coche, notas como si te metieran un palo por el culo, se te licuaran las eses a punto de nieve y se te quedara la mano así como tonta haciendo columpiarse el bolso en el hueco del codo para mimetizarte con el ambiente. Total, para nada, porque las dependientas te calan al kilómetro y, aparte de la edad al minuto, te calculan el presupuesto al céntimo, te colocan la etiqueta de maruja de medio pelo tratando de aparentar pelazo y te tratan en consecuencia. De los pijos, pijos, los que ni miran los precios ni reparan en gastos, ni rastro. Están fundiéndose la Visa en sus respectivas millas de oro analógicas o virtuales con los últimos gritos de sus firmas preferidas a precio de uranio. Pero tú te vas tan contenta con tu botín de chollos de chichinabo en bolsas de esas de cartoncillo del bueno para llevarte el táper al curro. Al salir, repantingada en el chéster de la tetería cuquísima donde celebras lo larga y lo lista que eres, un crío que podría ser tu vecino, y tu nieto, te suelta, levantando un poco de más la voz para hacerse oír sobre la turra del villancico de Mariah Carey en bucle: “Merry Christmas, señorita, ¿qué ponemos?”. “Thank you, un cortao con soja”, te oyes responderle, con todo tu cuajo. Merecemos extinguirnos.

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