Precrimen y posverdad o las profecías rotas del antiterrorismo

La llamada guerra contra el terror ha cambiado el mapa mental de la seguridad en el mundo. Pero del celebrado enfoque preventivo solo conocemos sus buenas intenciones, no sus malos resultados

EULOGIA MERLE

Es posible que la hegemonía cultural estadounidense dure todavía un cuarto de hora más, pero es evidente que si la reemplazara alguno de los regímenes que pretenden oponérsele, de Moscú a Pekín, sobreviviría una de sus fantasías más espectaculares: que podemos predecir los crímenes del futuro. Y, por tanto, evitarlos. La llamada guerra contra el terror no solo ha transformado el mundo desde ...

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Es posible que la hegemonía cultural estadounidense dure todavía un cuarto de hora más, pero es evidente que si la reemplazara alguno de los regímenes que pretenden oponérsele, de Moscú a Pekín, sobreviviría una de sus fantasías más espectaculares: que podemos predecir los crímenes del futuro. Y, por tanto, evitarlos. La llamada guerra contra el terror no solo ha transformado el mundo desde los atentados del 11 de septiembre, sino que ha cambiado la manera de interpretarlo y representarlo, y no solo en Hollywood; también en las comisarías.

Cuando se estrenó Minority Report en 2002, la película de Steven Spielberg sobre Precrimen, una unidad policial especializada en detener a sospechosos antes de la comisión del delito, hubo quien la comparó con las “guerras preventivas” de Estados Unidos en Afganistán e Irak. Veinte años después, es la metáfora más usada para hablar de la realidad del sistema de seguridad en China o la lucha contra el yihadismo en España, incluidas las lejanas montañas del prepirineo catalán, donde vivían los terroristas de La Rambla y Cambrils.

En teoría, el enfoque preventivo trata de evitar los atentados antes de que se produzcan. ¿Quién podría oponerse? Ese objetivo, pretendidamente revolucionario, es el mismo desde antes incluso de la Revolución Francesa. “Es mejor evitar los delitos que castigarlos. He aquí el objetivo de toda buena legislación”, escribía ya en 1764 Cesare Beccaria en De los delitos y las penas. Tras los atentados del 11 de marzo de 2004 en Atocha, el discurso de la lucha antiyihadista en España hizo de la anticipación su estandarte, amparándose en la prospección de los analistas de inteligencia, los patrones estadísticos o los perfiles de terroristas en potencia. La novedad es que, por primera vez, se desarrollaron a gran escala las prácticas que esa lógica implica y que han transformado la investigación penal —pública por definición— en una operación de policía global cada vez más secreta: acusaciones sin trazabilidad, informantes acondicionados como testigos y fuentes con patente de corso.

Pero es más fácil decirlo que hacerlo. “[Siempre] intentamos hacer un Minority Report, imaginar qué pasará”, decía un analista de los Mossos d’Esquadra todavía en octubre de 2017. Lo memorable es que lo dijera después de los atentados de agosto, ejecutados por seguidores de un imán a quien 12 años antes la policía había… descartado detener.

La plasticidad del concepto de “preventivo” quizá extrañe hoy a los lectores, pero resultará perfectamente familiar a quienes levanten un poco la vista. En plena guerra en Ucrania puede sonar increíble, pero en estas dos décadas el argumento preventivo lo mismo ha valido para presentar a Vladímir Putin como aliado ejemplar de Occidente que para disculpar que se torturara a detenidos en secreto por el mundo. También Putin, un ex agente del KGB, justifica ahora su guerra como una operación preventiva contra una potencial amenaza de la OTAN.

En estos años, y a rebufo de las guerras de Oriente, la doctrina ha acampado en comisarías y juzgados de Occidente. En 2006, el entonces fiscal general adjunto estadounidense, Paul McNulty, reivindicó oficialmente la “justicia preventiva”. Quizá ningún otro país haya sido tan buen anfitrión como España. Una muestra diplomática: de los 250.000 cables enviados desde las embajadas de EE UU por el mundo y revelados por WikiLeaks, todos los que devuelve el buscador con la expresión “preventive justice” salieron de la Embajada en Madrid.

El enfoque preventivo ha fracasado cuantitativamente. El Ministerio del Interior actualiza regularmente las más de 800 detenciones acumuladas desde el 11-M. En cambio, el resultado judicial de esas operaciones es más difícil de saber. Hay que ir sentencia a sentencia. Matías Escudero y yo hemos revisado todas las dictadas hasta finales de 2021: más de siete de cada diez detenidos son exonerados (748 detenidos, 203 condenados). Cuando se han juzgado los hechos, la realidad, lejos de confirmar las predicciones, las ha desmentido.

No solo la inmensa mayoría son exonerados: casi la mitad ni siquiera son procesados. Entre 2004 y 2014, cuando Al Qaeda aún era hegemónica en el yihadismo mundial, de los casi 500 detenidos en España, sólo 50 fueron condenados. En diez años, 10% de eficacia. En 2015, como Mahoma no venía a la montaña, se llevó la montaña hasta Mahoma y se tipificó un nuevo delito en el Código Penal, “autoadoctrinamiento”, que ha permitido aumentar el porcentaje de condenados (hasta el 25%), el de detenidos (más de 800, y subiendo) y, sobre todo, el de noticias sobre los detenidos. Desde 2017, sin embargo, el Tribunal Supremo ha empezado a revocar también no pocas de esas nuevas condenas.

Los motivos del fracaso son varios. Los hay casi metafísicos: las proyecciones podrán más o menos acertar con tendencias generales —en qué zona de la ciudad se cometerán más robos la próxima primavera—, pero la prospectiva en materia de terrorismo adolece de una raquítica muestra por definición: el número de terroristas es infinitesimal en relación a cualquier población considerada. Y el problema no es solo que, como nos advierte el Nobel Daniel Kahneman, los algoritmos reproduzcan los sesgos cognitivos y, por tanto, las injusticias. Es que ninguna estadística puede establecer si un hecho concreto ha ocurrido o no, y esa impotencia se acumula con cada indicador registrado. Otros motivos parecerán más mundanos, pero no son menos importantes. La reducción de las garantías procesales, que son las reglas diseñadas en favor de la calidad de la investigación, y el abuso del secreto, en sí mismo un obstáculo para la verificación, han multiplicado los errores.

Cualitativamente, el enfoque preventivo solo ha funcionado en el plano del discurso, quizá porque todo lo que no se puede probar se puede decir. Pero ese éxito discursivo es también su riesgo más severo. Los medios, y la academia, han preferido informar sobre las buenas intenciones del enfoque, no sobre sus malos resultados, promoviendo así la confusión entre dicho y hecho. Un tipo de propaganda que no solo degrada los derechos de los acusados; también sabotea la propia lucha contra el yihadismo. Creemos que estamos más seguros, pero lo estamos menos.

Toda posverdad, por más que se pretenda preventiva, contamina las investigaciones y lastra su capacidad de acierto, aumentando nuestra exposición al riesgo. Y cuando tres de cada cuatro detenidos, después de años en prisión preventiva, regresan exonerados a sus casas, se resiente la confianza en el Estado de sus entornos, familiarizados con la arbitrariedad y la chapuza, resquebrajándose con ello un valioso canal de información veraz: la colaboración ciudadana. La confianza solo se construye con la verdad o con la fe y no parece que los servicios de información puedan competir en el terreno de la predicación.

Por supuesto, siempre se puede sustituir la valoración de las pruebas por la construcción de un relato; el juicio de la experiencia, por el cálculo de probabilidades, y el trabajo de calle, por la navegación online. Pero el mundo no desaparece porque dejemos de creer en él. Si en 2004, con el 11-M, descubrimos que no se controlaba el territorio, en 2017 quedó claro que Ripoll, adonde el imán Abdelbaki Es Satty había llegado dos años antes, era para la Policía, según otro analista entrevistado, un lugar “fuera de cobertura”. Un grupo de adolescentes sin wifi de su mezquita atentó en La Rambla y Cambrils el 17-A.

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