Las cenizas de la nación
En el debate de esta semana, Pedro Sánchez debería explicar el desastre de nuestra política exterior, el ardor militarista y, sobre todo, la inaudita propuesta de desmemoria histórica que rinde homenaje al terrorismo etarra
No sé a quién se refería el presidente del Gobierno cuando demonizó en una entrevista televisiva a “los poderes ejercidos por los señores del puro en los cenáculos de Madrid”. Algunos fumadores de habanos fueron líderes carismáticos que cambiaron la historia del mundo, como Winston Churchill y Fidel Castro. O la de nuestro país, que es el caso de Felipe González. Otros marcaro...
No sé a quién se refería el presidente del Gobierno cuando demonizó en una entrevista televisiva a “los poderes ejercidos por los señores del puro en los cenáculos de Madrid”. Algunos fumadores de habanos fueron líderes carismáticos que cambiaron la historia del mundo, como Winston Churchill y Fidel Castro. O la de nuestro país, que es el caso de Felipe González. Otros marcaron hitos en la literatura y el cine, por citar a Hemingway y Welles. Fue debido a que además de su adicción al tabaco, tenían también algo en común: carisma. El carisma, esencial para el triunfo en política, es, según se mire, un atributo natural o un don divino que muy pocos poseen. De los presidentes de nuestra democracia solo Suárez y González parecen haberlo recibido. Si quiere recuperarse de sus recientes cicatrices electorales, Pedro Sánchez debería absorber alguna bocanada de un buen puro en un club de fumadores que le acepte. Aprendería, según describe Mallarmé en su poema sobre un cigarro, que “la ceniza es decadencia del claro beso del fuego”. El fuego encendido de las promesas del Gobierno quedó atrás. Decadencia y cenizas es lo que le espera si no cambia de aliento.
El presidente ha de explicar esta semana al Congreso de los Diputados el estado de la nación. Seguro que no hará tanto una descripción de España como de los logros de su Gobierno pese a las dificultades que ha tenido que encarar, pandemia y guerra, a las que viene culpando casi en exclusiva de los problemas que afrontamos. Muchas voces andan poniendo justamente el grito en el cielo por las miserias reales que padecen nuestros ciudadanos. Pero España sigue siendo uno de los mejores lugares del mundo para vivir, o de los menos malos, pese a tantos peligros que nos acechan. Contra los esfuerzos de la clase política y sus terminales mediáticas por dividirnos, seguimos teniendo una sociedad civil suficientemente unida, pujante y emprendedora. A la que por cierto contribuyen, con esfuerzo y sacrificio admirables y poco reconocidos, más de cuatro millones de inmigrantes. Esta no es ya la España que bosteza.
Tras mi expresión de optimismo sobre el futuro, conviene recordarle al señor presidente cuál es el estado de la nación. En el plano político padecemos una crisis estructural que amenaza seriamente a la supervivencia de las instituciones democráticas. En el económico, un peligro cierto de recesión anunciado por la espiral inflacionista, provocada desde luego por la pandemia y la guerra, pero también por una manirrota política, una Administración incapaz de reconocer sus errores y un aumento desbocado de la deuda. En el social ha aumentado la desigualdad, con nuevos castigos a las clases medias y trabajadoras y un paro estructural ya histórico que dobla las cifras europeas. Algunos de estos males son transnacionales, no cabe imputar responsabilidades por ello solo al Gobierno, y es obvio que este también ha hecho cosas encomiables y positivas, aunque una parte quizá mayoritaria de la ciudadanía no lo perciba así. Pero el desastre de nuestra política exterior; la asunción del pensamiento militar frente a la cultura de la paz; el cinismo de la extrema izquierda que lo critica al tiempo que lo rubrica con su permanencia en el Gabinete; los desvaríos de la ley trans; y la inaudita propuesta de desmemoria histórica que rinde homenaje al terrorismo etarra, son responsabilidad directa del Gabinete de Pedro Sánchez. El presidente, de acuerdo con su manual de resistencia, ha abandonado todo empeño en reforzar el papel de los partidos centrales, amenazados a la izquierda por los nacionalismos lingüísticos y a la derecha por el franquismo sociológico. Dos enfermedades que de no atajarse pueden acabar con la convivencia en paz y el porvenir seguro de los españoles. Y de las españolas.
Este parece un buen borrador, a perfeccionar, sobre el estado de la nación. Pormenorizar los hechos sería ahora cansar a los lectores. Pero merece la pena una reflexión puntual sobre la ley de memoria democrática. Que un gobierno del PSOE pacte con los herederos del terrorismo, antiguos terroristas algunos de ellos mismos, una estupidez tan grande como que los crímenes del franquismo se prolongaron durante la Transición es no solo una ofensa a las víctimas de ETA, sino una afrenta a millones de votantes del PSOE, y a una gran parte de sus antiguos dirigentes. Semejante despropósito abundará en la deriva hacia las cenizas del partido socialista sin que Sánchez haya disfrutado de la emoción del fuego. El respeto a la Historia exige recordar a las nuevas generaciones que ETA y sus compinches asesinaron a más de ochocientas personas, la mayoría de ellas después de la muerte de Franco, tratando de evitar la fundación y consolidación de un régimen democrático en España. La estrategia etarra era la del cuanto peor mejor, provocando el odio y el temor entre la población civil y animando con sus hechos a la intervención del Ejército que acabó en el golpe de Estado de 1981. Como explica Gregorio Peces-Barba en sus memorias, “ETA cometía atentados sangrientos, especialmente asesinatos de militares de alta graduación, para intentar dinamitar el camino pacífico hacia la democracia. Sabía que para su estrategia era un golpe mortal un sistema estable de libertades”. Más de cuatrocientas personas fueron asesinadas por los etarras entre 1976 y finales de 1983, de manera especial durante el periodo constituyente. Pese a aquella barbarie criminal jaleada y protagonizada entonces por los actuales dirigentes de Bildu, triunfó la democracia. De modo que hoy pueden disfrutar de sus poltronas los diputados y diputadas del Partido Socialista Obrero Español, y de otros partidos, llamados a votar afirmativamente este engendro legal que el Gobierno ha pactado. El precio a pagar por ello fue, entre otros, la vida de muchos compañeros y dirigentes del propio PSOE. La única memoria democrática que puede asumir el partido socialista con dignidad es la que demuestre que Bildu disfruta de los derechos y libertades cuyos dirigentes mismos trataron de impedir y sofocar en el pasado. Sobre ello puede testificar el ministro del Interior, Grande-Marlaska, que en 2006 envió a Otegi a prisión acusado de promover más de cien actos de violencia en una huelga; o la ministra de Defensa, secretaria de Estado de Interior que esclareció el primer crimen de los GAL, del que fueron víctimas Lasa y Zabala, y a los que la nueva ley rendirá homenaje. Fueron dos jóvenes aprendices de terroristas, torturados y asesinados por agentes de la Guardia Civil. Pero sus acciones en ningún caso iban dirigidas a defender la democracia, sino a minarla.
Por lo demás Sánchez, además de promesas y recuerdos, debería comentarnos algo del presente: dar información adecuada sobre el espionaje telefónico al que fue sometido; explicar las causas por las que de forma autoritaria y en secreto cambió la orientación de la política española en el Magreb; concretar las compensaciones que ha recibido nuestro país de los Estados Unidos por ampliar el arsenal naval de la base de Rota; y justificar su adhesión al ardor guerrero de la OTAN en una política de apoyo armamentístico a Ucrania que por el momento servirá para prolongar la guerra y sus horrores, pero no permite vislumbrar una victoria militar sobre Putin. Nuestro Gobierno, que se sepa, no ha hecho ningún esfuerzo por lograr un alto el fuego, como sí lo intentaron Francia y otros países europeos.
Aunque no hay mucho que esperar de la sesión parlamentaria. Porque a la hora de construir el relato, Sánchez es capaz de competir con Boris Johnson en su carrera de mentirosos compulsivos, convencidos ambos como están de la máxima de Lenin:
—Salvo el poder, todo es ilusión.