Grandes alamedas
Boric ha sostenido inequívocas posiciones de repudio a la violación de derechos humanos en la Venezuela de Maduro y de rechazo al doble estándar moral con que la izquierda planetaria ha juzgado a los autócratas latinoamericanos
Hoy recuerdo a los veinteañeros que, poco después del golpe militar contra Allende, en 1973, nos hacinamos en la Embajada de Venezuela en Santiago de Chile. Un puñado de ellos, curtidos periodistas ya, pese a su juventud, era a la sazón encausada por un tribunal militar en Caracas. El motivo era una publicación que algún general juzgó difamatoria de la institución armada.
El estupor y el espanto ante la barbarie pinochetista, cuyos crímenes apenas comenzaban, ...
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Hoy recuerdo a los veinteañeros que, poco después del golpe militar contra Allende, en 1973, nos hacinamos en la Embajada de Venezuela en Santiago de Chile. Un puñado de ellos, curtidos periodistas ya, pese a su juventud, era a la sazón encausada por un tribunal militar en Caracas. El motivo era una publicación que algún general juzgó difamatoria de la institución armada.
El estupor y el espanto ante la barbarie pinochetista, cuyos crímenes apenas comenzaban, dominó durante varios días con sus alteradas noches la incesante conversación de aquella muchachada que, como tantos jóvenes latinoamericanos, había ido a Chile a ver de cerca el experimento allendista cuando la revolución cubana cumplía apenas once años.
Muchos habíamos dejado ya la Juventud Comunista y marchábamos detrás de Teodoro Petkoff en una formación de clara vocación socialdemócrata de avanzada.
Fuimos oportunamente evacuados a Caracas en un vuelo de la Fuerza Aérea venezolana enviado por el Gobierno conservador de Rafael Caldera, a quien adversábamos, justo a tiempo para votar en las elecciones que ganó Carlos Andrés Pérez.
Lo vivido y visto en Chile, en especial la memoria trágica de Salvador Allende, sumado todo a la primera, intensa, experiencia electoral de nuestras izquierdosas vidas nos hizo fervientes demócratas para siempre.
Mucho cambiaron nuestros pareceres desde entonces y, ciertamente, el tiempo y acaso demasiadas lecturas desaconsejables han hecho de mí algo así como un liberal escéptico.
Sin embargo, lo que ha logrado la izquierda en Chile en los últimos 30 años ha gozado casi invariablemente de mis simpatías. Quizá por eso la nueva vuelta de tuerca que entraña la elección de Boric remueve allá adentro ondas de juventud. Hablo de emociones, claro; también de convicciones democráticas.
Los acontecimientos del último tiempo latinoamericano, notablemente las manifestaciones de violencia en nuestras grandes ciudades, tanto como la inclinación electoral hacia la izquierda, inquietan a muchos de mis compañeros de exilio.
La mayoría ha replegado su frustración hacia posturas “trumpistas-uribistas-bolsonaristas” a la hora de juzgar y, sin mayor examen, despacha todas las remezones que registra la región como exclusiva obra de un protervo foro de Puebla y de los insidiosos designios de Nicolás Maduro.
A mí, que en solitario veo estas cosas desde Bogotá, me desazona ver a líderes de la oposición venezolana expresarse sobre la compleja realidad chilena con el mismo obtuso y salvaje reduccionismo de una twittermaruja venezolana del condado de Doral. En momentos así es cuando recomiendo con entusiasmo la lectura de Almuerzo de vampiros, del soberbio novelista chileno Carlos Franz.
Escrita a mediados de la década pasada, la novela de Franz aborda, entre otros temas, el tipo de reclamo que la “generación Boric” hace a los años de la Concertación. Los washingtonianos de la oposición venezolana, como Leopoldo López, harían bien en leerla.
López ha llegado al colmo de permitirse ir a Santiago, justo en la recta final de la campaña, y hacer allí descorteses advertencias sobre las consecuencias de redactar una Constitución, algo en torno a la cual hay ya mayoritario acuerdo en Chile.
A decir verdad, la violenta crisis de gobernabilidad de hace dos años ha venido encontrando salida en Chile. La resolución electoral de esa crisis, sin gritos de fraude y ceñida a las civilistas formas que reclama toda transición republicana, modela precisamente la salida que los venezolanos quisieran dar a una letal discordia que ya dura un cuarto de siglo.
La oposición venezolana encabezada por Juan Guaidó, aparte su manifiesta e indecorosa sujeción a Washington, tan aberrante como la intrusión cubana en la neurofisiología de Nicolás Maduro, no parece advertir que en nuestro continente, transido de urgentes cambios, la afinidad reactiva con Trump, Uribe y Kast no tiene futuro alguno.
Boric ha sostenido inequívocas posiciones de repudio a la violación de derechos humanos en la Venezuela de Maduro y de rechazo al doble estándar moral con que la izquierda planetaria ha juzgado a los autócratas latinoamericanos.
Su discurso como presidente electo habla de “cambios con responsabilidad”, basados en amplios acuerdos. Son propósitos muy loables que, en vista de su abrumadora victoria electoral y el mandato que ella otorga, solo el mismo Boric podría frustrar. Esperemos que ello no ocurra.
Los demócratas venezolanos harán bien en hacer pronto la distinción entre lo que representan Boric y Maduro. Por ahora, estoy por Boric. Chile merece que el chamo lo haga bien y que le vaya mejor que a Salvador Allende.
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