El (lento) final de ETA

Diez años después, es justo reconocer que fue el impulso político de Zapatero, Eguiguren, Rubalcaba y Otegi lo que llevó a término la agonía de la banda terrorista, en contra de una amplia oposición al proceso de diálogo

ENRIQUE FLORES

En 1973, hubo una posibilidad real de acabar con la violencia terrorista en Irlanda del Norte. Se firmó el Acuerdo de Sunningdale, pero fracasó al cabo de unos meses. Dicho acuerdo prefiguraba las características principales de lo que contendría el Acuerdo de Paz de Belfast de 1998 que acabó con la larga etapa de conflicto armado (en lo esencial, se trataba de fórmulas para co...

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En 1973, hubo una posibilidad real de acabar con la violencia terrorista en Irlanda del Norte. Se firmó el Acuerdo de Sunningdale, pero fracasó al cabo de unos meses. Dicho acuerdo prefiguraba las características principales de lo que contendría el Acuerdo de Paz de Belfast de 1998 que acabó con la larga etapa de conflicto armado (en lo esencial, se trataba de fórmulas para compartir el poder entre las comunidades religiosas enfrentadas). 25 años y más de 1.200 asesinatos después, el IRA Provisional aceptó algo muy parecido a lo que ya se le había ofrecido en 1973. Seamus Mallon, un destacado miembro del Partido Socialdemócrata y Laborista de Irlanda del Norte, que había participado en las negociaciones de los años anteriores, declaró con sorna que el Acuerdo de Belfast de 1998 era “Sunningdale para alumnos lentos (slow learners)”.

Como el IRA Provisional, si algo caracterizó a ETA, más allá del enorme sufrimiento causado por sus atentados terroristas, es haber llegado siempre tarde. Tuvo múltiples oportunidades para abandonar la violencia y las desaprovechó todas salvo la última, cuando se encontraba en un estado de máxima debilidad. Al echar la vista atrás, resulta exasperante y desolador constatar las ocasiones perdidas y el dolor que se podría haber evitado.

En la Transición, todos los grupos políticos, los que procedían del régimen y los que venían de la oposición clandestina, tuvieron que tomar la decisión de entrar o quedarse fuera del proceso democratizador. Casi todos entraron. En la cumbre de Txiberta celebrada en Anglet en abril de 1977, las fuerzas nacionalistas vascas debatieron qué hacer ante las primeras elecciones democráticas. Salvo ETA militar (ETAm), todos los demás, desde el PNV hasta ETA político-militar (ETApm), decidieron participar. El planteamiento político acabó arrastrando a ETApm a una renuncia temprana de la violencia. ETAm no quiso saber nada de la democratización del país. Unos meses después, tuvo otra oportunidad con la aprobación de la Ley de Amnistía de octubre de 1977: en diciembre de ese año, salió a la calle el último etarra encarcelado. Era un buen momento para haber renunciado al terrorismo. Pero en lugar de entender el cambio histórico que se estaba produciendo y las opciones que se abrían con el proceso autonómico, ETAm puso en marcha una ofensiva brutal entre los años 1978 y 1980 (207 asesinatos en tres años) que alejó toda posibilidad de pacificación del País Vasco. Errores importantes del Estado (torturas generalizadas, excesos policiales, terrorismo de Estado) contribuyeron a congelar el enfrentamiento.

Hubo después varios intentos, tanto con el PSOE de Felipe González como con el PP de José María Aznar, de negociar con ETA el fin de la violencia, pero todos ellos fracasaron. ETA entendía aquellas aproximaciones como un síntoma de la debilidad del Estado y, por tanto, como confirmación de que el terrorismo la acercaba a sus objetivos. Las fuerzas de seguridad consiguieron, con extremada lentitud, ir minando la capacidad operativa de ETA. En este sentido, hubo un punto de inflexión en 1992, cuando cayó la cúpula de la organización en Bidart. ETA nunca se recuperó de aquel golpe; no consiguió reproducir los niveles de violencia de antes de esa fecha. Tuvo entonces que adaptar su estrategia a las nuevas circunstancias y abandonó la idea de que podría imponer su voluntad en una mesa de negociación. De ahí que ensayara otras vías, como la constitución de un frente nacionalista que presionara políticamente a favor de la independencia. Fue la época en que puso en marcha tanto el Pacto de Lizarra con las fuerzas nacionalistas (1998) como la “socialización del sufrimiento”, comenzando a atentar contra políticos del PP y del PSOE (en la Transición los ataques contra políticos fueron cosa de ETApm) y que provocó el surgimiento de la resistencia civil frente a ETA, clave para entender su deslegitimación popular.

El fracaso del frente nacionalista y la debilidad estructural de ETA dejaron a la organización sin expectativas de futuro. La ilegalización de Batasuna no hizo sino ahondar en la crisis de la organización terrorista. En mayo de 2003, tras el asesinato de dos policías en Navarra, ETA dejó de matar por un tiempo largo. El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero entendió que aquel cese unilateral abría una oportunidad y era un síntoma de debilidad terminal. En agosto de 2004, Zapatero recibió una carta de ETA en la que se le instaba a explorar una vía de final dialogado de la violencia. Dicha carta era el fruto del largo trabajo preparatorio anterior realizado por Jesús Eguiguren y Arnaldo Otegi. El 17 de mayo de 2005 (tras dos años sin atentados mortales), Zapatero pidió en el Congreso autorización para iniciar el proceso dialogado de paz con ETA.

Los procesos de paz son siempre operaciones de riesgo extremo. Se enfrentan a dilemas morales y políticos importantes y, si salen mal, pueden empeorar la situación. En España, el anuncio de Zapatero produjo una oleada de indignación en el Partido Popular (Mariano Rajoy le acusó de traicionar a los muertos), la prensa de derechas, las asociaciones mayoritarias de víctimas y múltiples analistas e intelectuales, todos los cuales hicieron cuanto pudieron para que el proceso de paz fracasara. El Gobierno, no obstante la oposición tan amplia a sus planes, siguió adelante. Las conversaciones causaron graves disensiones en el seno de ETA y el sector más militarista, insatisfecho con la actitud del Gobierno, organizó el atentado con coche-bomba de la T4 del aeropuerto de Barajas el 30 de diciembre de 2006, que acabó con la vida de dos inmigrantes ecuatorianos.

A pesar de aquel golpe, el proceso de paz ensayado por el Gobierno socialista acabó dando sus frutos. El Gobierno mantuvo los contactos para hacer saber que seguía dispuesto a facilitar las cosas si ETA daba el paso esperado. Otegi, por su parte, a pesar de sus complicidades, ambigüedades y silencios, entendió que la continuación de la violencia era una losa demasiado pesada para Batasuna y jugó a favor de la paz. La presión de las fuerzas de seguridad por un lado y de Batasuna por otro llevó a la declaración de final de la violencia en 2011.

ETA habría acabado de todos modos, pero sin la visión y determinación de José Luis Rodríguez Zapatero, Jesús Eguiguren, Alfredo Pérez Rubalcaba y Arnaldo Otegi, el final del terrorismo habría sido incluso más agónico. Todo esto es importante porque, al no haber terminado ETA bajo un Gobierno de la derecha y no haberlo hecho como algunos hubiesen querido, la fase última que lleva a la renuncia de la violencia hace ahora una década sigue envuelta en una cierta confusión y en silencios incómodos. Luis Rodríguez Aizpeolea es quien ha contado la historia del final del ETA con mayor precisión y exactitud. En sus libros puede encontrarse lo que realmente sucedió en el fin de ETA sin tergiversaciones ideológicas.

ETA era un anacronismo en la Euskadi del siglo XXI, un trozo de pasado sangriento en medio de una sociedad próspera. De todos los grupos armados surgidos en Europa en los años sesenta y setenta del siglo pasado, el único que sobrevivía en nuestro tiempo era ETA. Aunque arrastre tan mala fama la política, el fin de ETA fue posible gracias a un impulso político. Bien está que se reconozca.

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