Preservar la negociación

Los avatares judiciales del ‘expresident’ no deberían alterar la agenda política de la mesa de diálogo entre gobiernos

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonés y el expresidente Carles Puigdemont, este sábado en el Alguero.LAURA SERRANO-CONDE (EFE)

La primera condición para la normalidad política a la que aspiran los gobiernos español y catalán es identificar las áreas efectivas de influencia en las que operan, los márgenes de que disponen y el marco jurídico en que se insertan las ambiciones de uno y de otro: su estabilidad depende de eso. Ninguno de los dos Ejecutivos puede interferir en el curso de las acciones judiciales, aunque impacten de una forma u otra en la marcha del proceso de normalización institucional. La separación de poderes es un pilar obvio del Estado de derecho y ahí no cabe mayor discusión.

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La primera condición para la normalidad política a la que aspiran los gobiernos español y catalán es identificar las áreas efectivas de influencia en las que operan, los márgenes de que disponen y el marco jurídico en que se insertan las ambiciones de uno y de otro: su estabilidad depende de eso. Ninguno de los dos Ejecutivos puede interferir en el curso de las acciones judiciales, aunque impacten de una forma u otra en la marcha del proceso de normalización institucional. La separación de poderes es un pilar obvio del Estado de derecho y ahí no cabe mayor discusión.

El contexto actual, sin embargo, se parece poco al del 1 de octubre de 2017 y, aunque la justicia es ajena por principio a esas mutaciones del clima político, la realidad social y cotidiana es un ingrediente más del entorno en que la justicia ordena sus actuaciones. Las decisiones adoptadas en su momento, hace ya cuatro años y bajo el Gobierno de Mariano Rajoy, por el fiscal general José Manuel Maza o por el juez Pablo Llarena desencadenaron una secuencia jurídica con vida propia y sus efectos siguen siendo parte invariable del escenario político. El reguero de noticias, movimientos y reacciones ante las decisiones judiciales serán parte de la dieta informativa que la sociedad española encajará en los próximos meses. A hechos ya pasados, como el juicio a los líderes independentistas en el Supremo, las penas de prisión, los indultos o las responsabilidades contables que pide el Tribunal de Cuentas a cargos y excargos de la Generalitat, se suma ahora la incertidumbre sobre la situación de Puigdemont ante la justicia italiana.

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El riesgo político más alto es que alguno de esos factores pueda lastrar o entorpecer la maduración de las soluciones políticas que buscan los dos gobiernos en torno a la mesa de diálogo. Pero ni en las manos de Sánchez ni en las de Aragonès está, obviamente, intervenir en el proceso judicial. Este mismo principio evidente debería extinguir toda tentación alarmista o amarillista ante el derrotero que tome la situación procesal de Puigdemont. El desarrollo judicial del asunto es de una enorme complejidad técnica y a nadie ha de extrañar que la defensa de Puigdemont busque todas las vías posibles para mejorar su situación. Pero tampoco que los tribunales de justicia hagan su trabajo y busquen la fórmula más adecuada para someterlo al juicio del que huyó. El caso incide de forma muy directa en una parte de la población catalana cuya movilización en la calle exhibe el apoyo (menguante) al expresident, a la vez que mantiene vivo el improbable ensueño de una independencia inmediata. Mientras tanto, tanto uno como otro Gobierno disponen de una herramienta de negociación que antes no existía, la mesa de diálogo que Puigdemont nunca ha querido ver ni en pintura.

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