Kronstadt o la venda en los ojos
Cada generación de izquierdas tiene un momento en que constata cómo sus ideales son traicionados
“Cada generación radical —escribió en 1981 el sociólogo Daniel Bell— tiene su Kronstadt”. Se refería al momento en que los simpatizantes de la Revolución Rusa a lo largo del siglo XX se habían atrevido a remover la venda de sus ojos para confrontar la realidad atroz del régimen soviético. Kronstadt se convirtió en un símbolo de conciencia histórica porque fue el primero de una serie de crímenes de la Revolución en nombre de la Revolución. Para algunos, fueron los procesos de Moscú de 1936-1938; para o...
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“Cada generación radical —escribió en 1981 el sociólogo Daniel Bell— tiene su Kronstadt”. Se refería al momento en que los simpatizantes de la Revolución Rusa a lo largo del siglo XX se habían atrevido a remover la venda de sus ojos para confrontar la realidad atroz del régimen soviético. Kronstadt se convirtió en un símbolo de conciencia histórica porque fue el primero de una serie de crímenes de la Revolución en nombre de la Revolución. Para algunos, fueron los procesos de Moscú de 1936-1938; para otros, el pacto nazi-soviético de 1939; para otros más, la represión de la rebelión húngara de 1956, el aplastamiento de la Primavera de Praga de 1968, la publicación de Archipiélago Gulag, los crímenes de la Revolución Cultural china, el genocidio de Camboya, la represión del sindicato Solidaridad en Polonia. Haciendo memoria, Bell afirmaba con certeza: “Mi Kronstadt fue Kronstadt”.
Hace exactamente un siglo, entre el 1 y el 18 de marzo de 1921, los marinos de la ciudad fortaleza de Kronstadt, en la isla de Kotlin, protagonistas de las revoluciones rusas de 1905 y febrero de 1917, artífices del triunfo bolchevique en octubre de 1917, bastiones en la guerra civil contra los rusos blancos, fueron masacrados por orden de los mismos líderes que habían ayudado a encumbrar. “Son el orgullo y la gloria de la Revolución”, había proclamado Trotski en 1917. En 1921 pensaba distinto: “Los cazaremos como faisanes”.
Bell se enteró de esos hechos en los años de la Gran Depresión. Nacido en Nueva York en 1919, se había afiliado a la Liga Socialista de los Jóvenes. Varios amigos suyos se habían hecho comunistas o trotskistas y Bell iba en camino de serlo, cuando conoció a Rudolf Rocker, el venerable dirigente anarquista alemán que vivía exilado en esa ciudad. Rocker —a quien recordaba como un hombre imponente y corpulento con una gran cabeza cuadrada y una impresionante cabellera blanca— le explicó cómo los bolcheviques se habían adueñado del poder en nombre del pueblo, usando consignas anarquistas tales como “la tierra al pueblo” y destruyendo a los sóviet, consejos libres de trabajadores y soldados que representaban la esencia de la teoría anarquista. Al despedirse, le dio una serie de panfletos, entre ellos La rebelión de Kronstadt, de Alexander Berkman. Esa lectura anarquista le quitó la venda de los ojos.
Bell publicó esos recuerdos en un ensayo de agosto de 1981 en la revista Vuelta, que dirigía Octavio Paz y de la cual era yo entonces secretario de redacción. Me sumergí en la literatura que citaba, tanto el libro de Berkman como las memorias de su pareja, Emma Goldman. Oriundos de Rusia, estos anarquistas célebres prendieron el fuego revolucionario en tierra yanqui. En 1919, fueron deportados a la URSS, donde arribaron con las mayores ilusiones. Pronto se enteraron de la situación real: encarcelamiento, represión y asesinato de anarquistas y socialrevolucionarios; omnipresencia de la policía política; racionamiento al pueblo (mientras los jerarcas gozaban de privilegios); confiscación de cosechas y exacción de alimentos a los campesinos; recaudación de impuestos a punta de fusil y, a cada paso, escenas de hambre y desesperación. Tras varios meses de no creer lo que veían, les tocó presenciar la primera matanza de proletarios ejecutada por el Estado “proletario”.
Los marinos no querían el poder. Berkman reprodujo los 15 puntos de su pliego petitorio: elecciones libres y secretas, libertad de manifestación, de reunión, de palabra, de prensa, liberación de presos políticos socialistas, alto a la confiscación de víveres, libertad económica a los campesinos para poseer tierras y ganado, libertad de pequeña industria a domicilio. Los marinos no buscaban la restauración del capitalismo y estaban lejos de proponer la vuelta al régimen parlamentario que habían ayudado a derrocar. Los marinos buscaban un margen de libertad dentro del socialismo. De nada valió la rogativa desesperada y digna de un viejo obrero recordando a Zinóviev los servicios de los marineros a la Revolución. Lenin y Trotski firmaron las órdenes y echaron la culpa a los “contrarrevolucionarios”. Los asaltantes, muy superiores en número, bombardearon por tierra y aire la fortaleza. Hubo miles de muertos en ambos bandos.
¿Qué se necesita para que una persona con convicciones de izquierda arribe a su Kronstadt? Ante todo, buena fe, confianza en la verdad objetiva y conocimiento de los hechos históricos. Pero Bell resultó demasiado optimista. No toda generación radical tiene su Kronstadt. La Cuba de Castro y la Venezuela de Chávez y Maduro navegan todavía en un mar de impunidad histórica y no faltan regímenes “progresistas” que buscan emularlos. Sus defensores siguen pensando como Lenin y Trotski: el fin justifica todos los medios.
¿Qué habría pasado si Lenin no hubiera reprimido a los marinos? Quizá el primer Kronstadt precipitó los siguientes, que costaron decenas de millones de víctimas. Quizá sin Kronstadt, los revolucionarios rusos habrían descubierto un camino inexplorado hacia la reforma social. Después de todo, aquel pliego petitorio contenía 15 variaciones sobre un mismo tema: la libertad.
Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.