Harfuch: bailando con el enemigo
México tiene que construir instituciones sólidas de procuración de justicia si alguna vez quiere romper la espiral de la inseguridad y la violencia
Hasta bien entrado 2012, Genaro García Luna gozaba de pleno acceso al sistema de seguridad de Estados Unidos. En Washington era bien recibido y hasta condecoraciones estadounidenses portaba. Hoy, su perspectiva es otra: si tiene mucha suerte, algún día logrará clemencia para no morir en una cárcel estadounidense.
El policía estrella de Felipe Calderón fue también el de Estados Unidos. Y tan a gusto se sentía con los vecinos del norte, que precisamente ahí mudó su residencia cuando terminó el sexenio del panista. Radicado en Florida, García Luna quiso construir un futuro como consultor en seguridad, pero sus antiguos aliados tenían otros planes.
Estados Unidos no cultiva amigos. México no precisa recordatorios al respecto. Como su vecino, tiene en su frontera norte ni siquiera una cicatriz, sino una herida abierta: además de históricos, los agravios del Tío Sam ahí ocurren demasiado a menudo. La línea es teatro de sobajamiento e incluso muerte de migrantes mexicanos.
Así ha sido con los presidentes surgidos del partido Demócrata y con los del Republicano. El fenómeno migratorio, que desde luego incluye más nacionalidades que la mexicana, nunca ha sido abordado con humanidad desde el lado donde se alimenta el mercadológico mito del sueño americano.
Necesitan y explotan a las personas migrantes. En la construcción, en los campos y en las cocinas. La mano que nació fuera de Estados Unidos les ayuda a poner techo sobre sus cabezas y comida en la mesa. Aquellos reciben a cambio, también es cierto, sueldos que sus países les niegan, y una esperanza de movilidad social.
Tal realidad no ha cambiado mucho desde los años ochenta, fechas en que Reagan hizo un intento de regularización de estatus migratorio de muchos de los que ya estaban en el territorio que gobernaba, pero fechas también de auge en los zarpazos expansionistas e injerencistas que hoy Donald Trump quiere llevar a nivel histórico.
Ese eco de los años ochenta que parece recorrer pasillos mexicanos (la apuesta de Sheinbaum por recentralizar la política industrial, entre otras nostalgias) debe servir para traer a la memoria la petulancia de Reagan contra la presidencia de Miguel de la Madrid, sus maneras burdas para apretarlo, por ejemplo, en la seguridad.
Estados Unidos no reconocía entonces como no acepta ahora su corresponsabilidad en el problema del tráfico de sustancias prohibidas. Ya vimos que no escuchan sermones ni en la mismísima catedral de Washington, así que más vale no atenerse a que sabrán qué significaba aquello de solo ver la paja en el ojo ajeno…
Si México va a intentar contener los impulsos trumpianos mediante un relanzamiento de la guerra contra los cárteles, cabría esperar que la presidenta Claudia Sheinbaum haya ponderado con exactitud la realidad de sus oportunidades frente a los múltiples costos de una diplomacia basada en la cacería de narcos.
Queda fuera de discusión el hecho de que, independientemente de lo que pretenda Washington, la nueva administración tenía conciencia de que, contra el discurso imperante en todo un sexenio, vastas regiones del territorio mexicano están comprometidas por un poderío creciente de organizaciones criminales.
Consistente con su naturaleza, Estados Unidos culpa básicamente a su vecino del sur de ser el gran proveedor del mercado existente, de sur a norte entre México y Canadá, y de oeste a este entre el Pacífico y el Atlántico. No reparan en que la demanda de sustancias prohibidas no se entiende sin su propia corrupción e hipocresía.
Esa circunstancia negacionista de Estados Unidos condena todo esfuerzo que terceros emprendan. Más aún, cuando de tiempo atrás el establishment gringo, y la nueva Casa Blanca ni qué decir, muestra apertura a discutir el papel que las armas made in USA juegan en el lucrativo mundo de carteles que con ellas conquistan y defienden sus dominios.
Ante tal panorama, la presidenta Sheinbaum podría caer en una trampa si llega a considerar que su secretario de seguridad, Omar García Harfuch, ha de ser el funcionario que juegue, al mismo tiempo, como su embajador ante los halcones de Trump y de operador de una estrategia donde Washington impone su agenda.
Se trata de una batalla condenada al fracaso. No solo porque si la demanda no baja, y si no se machacan redes estadounidenses cómplices de esa proveeduría criminal, el negocio seguirá; sino porque obligan a México al cumplimiento de una meta que es un blanco móvil: detener o aniquilar cabecillas no basta, por mucho.
García Harfuch tiene en García Luna el mejor ejemplo de lo que no hay que hacer. En muchos sentidos. Posee, además, la capacidad para estudiar los errores y los delitos de su predecesor en el cargo (así no lo quieran aceptar en Morena, estamos viviendo en el combate a la violencia una bizarra especie de continuidad calderonista).
El úsese y deséchese aplicado por Estados Unidos al policía de Calderón es de libro de texto. Y no solo a nivel policial. Donald Trump tiene que alimentar su perniciosa retórica de victimización, y qué mejor para eso que detener a un expresidente mexicano, o hasta un gobernador en funciones, independientemente de lo que hayan hecho.
México tiene que construir instituciones sólidas de procuración de justicia si alguna vez quiere romper la espiral de la inseguridad y la violencia. Morena ya lleva un retraso de varios años en ese rubro. Incluso dando el beneficio de la duda a la Guardia Nacional y a Harfuch, falta mucho por reconstruir en las fiscalías y en las policías estatales. Mucho.
No porque vaya a ocurrir hay que dejar de insistir en que resetear el aparato de justicia mexicano eliminando poderes judiciales a nivel federal y estatal es, cuando menos, contraproducente. En todo caso, y a reserva de que no salga tan mal como puede, sería muy insuficiente y pasarían años antes de, si acaso, ver frutos.
¿Así que para las y los mexicanos todo vuelve al terreno, como en tiempos idos y no solo calderonistas, de depositar las esperanzas de contener a Washington mediante la detención de criminales, e incluso la extradición de los mismos? ¿Qué gana la nación mexicana con eso, qué réditos se tuvo con entregar a tantos antes?
El gobierno de México tiene una deuda con sus gobernados. Las cifras de los homicidios son demenciales incluso sin entrar al debate de si están bajando o solo se están manipulando a modo de crear una narrativa. Claudia Sheinbaum ha emprendido una estrategia más agresiva que su predecesor y tal cosa le es reconocida.
Ese camino podría traer más violencia y también elevadas cifras de muertos. Lo único que haría medianamente soportable esa nueva explosión es un desmantelamiento que a la par suponga renovación de policías locales, profesionalización de fiscales, y, fundamentalmente, castigo de políticos corruptos cómplices de criminales.
Pactar con Estados Unidos una intervención de sus agencias policiacas y militares, que tantas veces han pisoteado soberanía y contribuido a la corrupción y a la violencia en otras naciones y en México, no salió bien ni con los gobiernos priistas y si alguien duda de su fracaso con los panistas ahí está García Luna de recordatorio.
La presidenta Sheinbaum haría bien en apostar su capital en la ley además de en la soberanía. Defender al país desde la invocación de tratados, organismos y acuerdos multilaterales si hace falta. No es ingenuo, y es obligado frente a quienes harán del desdén a las leyes un principio de acción.
Lo contrario, creer que dándoles acceso, así sea en un acuerdo negociado con alguien que habla su idioma policiaco como García Harfuch, solo hará que Washington cada vez pida más, y sobre todo demande cosas que quieren para presumir, no necesariamente para socavar mercados ilegales donde su industria armamentista gana.
Y nada garantiza que, eventualmente, cuando otros lleguen a Washington, de uno u otro signo, tengan en Harfuch y Sheinbaum a sus ejemplos para una narrativa, repito el término hipócrita, con la que fustigarán a esos vecinos que antes les ayudaron, y ahora les servirán para presionar por nuevas concesiones.
Estados Unidos nunca fue amigo de México. Hoy vale más contener a Trump así violente la ley, que tratar de apaciguarlo con concesiones.
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