“¿A dónde quieres volar?”
Dicen que ha muerto Jesús Anaya Rosique, pero hay personajes legendarios que en el último suspiro no hacen más que abrir alas y volar ya para siempre en las nubes
“¿A dónde quieres volar?”
Dicen que ha muerto Jesús Anaya Rosique, pero hay personajes legendarios que en el último suspiro no hacen más que abrir alas y volar ya para siempre en las nubes. Entre la exagerada delirante leyenda y la verificable biografía, la vida de Jesús Anaya Rosique no sólo es ejemplar sino instantáneamente memorable: quién oiga hablar de él difícilmente olvidará el porte, perfil y entrañable pulpa de ese hombre como amigo, editor, revolucionario y aventurero.
Consta que Anaya fue pionero, pilar y principalísimo promotor de la profesionalización del oficio de la edición en México (con no pocos triunfos y logros en el mundo entero); a él se debe la formalización de los estudios universitarios de eso que debemos ponderar como Elogio del Editante (según reciente libro publicado en España). Editante como el llamado Publisher –en inglés, llamado Editor en español—que en realidad es el director del periódico o de la editorial, sino más cercano el Editor -en inglés, que en español también es conocido así- siendo el que está en las trinchera de la corrección ortotipográfica, la confección minuciosa del libro en estrecha conversación con los autores (sean vivos o muertos) en una amorosa labor donde quien va editando los párrafos procura el limpio florecer del libro que el autor escribió (y no el libro que desea adoptar por adaptar quien lo edita).
Eso era Anaya: un pastor de la palabra ajena, como se definía a sí mismo Alí Chumacero y un alquimista de altos vuelos que llegó a ser director editorial de Editorial Planeta en México y dejó una loable estela de ejemplo editorial en el Fondo de Cultura Económica y en las Universidades de Guadalajara y Autónoma Metropolitana como catedrático encaminador de la ascensión profesional del arte de la edición.
Del lado paterno Anaya era descendiente del general Pedro María Anaya, héroe decimonónico (como también mi abuela materna) e hijo del exilio de la Guerra Incivil de España en México, pues su madre llegó a los doce años de edad al puerto de Veracruz en el barco Sinaia, el primero de los buques que salvaron a tantos del polvo y la pólvora para grandeza y prez de la cultura, política, deporte, sociedad, comercio, arquitectura y arte de México con todos los etcéteras.
Escribí al principio que la vida de Anaya Rosique vuela entre lo confirmado ahora en enciclopedias y lo inasible, su leyenda que crece admirablemente cada vez que alguien le añade saliva a la fantasía de su aura. Se me ocurre intentar su retrato colocando entre paréntesis la pulpa mágica de lo que se cuenta y recuenta de Jesús Anaya Rosique, entrelazados con una línea de vida verificable. Me duele escribirlo porque fui su discípulo aprendiz y me condecoró como amigo al paso de las canas.
Lo conocí hace cuarenta años a través de las prodigiosas lecciones (en aula y de sobremesa) que evocaba el Dr. Julián Meza (discípulo directo de Michel Foucault y amigo cercano de Octavio Paz) que fue mi Maestro con mayúscula y también un amigo entrañable a quien debo no sólo haber conocido a inmensos intelectuales, sino a una interminable lista de libros, películas y andanzas culturales que literalmente elevaban el espíritu, sobre todo cuando Julián recordaba a Chucho Anaya como su compañero de mil batallas y ejemplo de tantas artes.
Julián Meza hablaba tanto de Jesús Anaya de tanto en tanto que parecía delinear a un fantasma, pero hubo una milagrosa madrugada en que me llamó por teléfono a casa de mis padres y exclamó en tono de ron blanco: “Estoy en un restaurante y Jesús Anaya Rosique acaba de sentarse a mi mesa… si quieres confirmar su grandeza, vístete y vente inmediatamente”. El pequeño santuario de alta gastronomía francesa estaba al filo de cerrar a las dos de madrugada (pero Guy, el dueño, solía confiarle las llaves Julián) y podíamos quedarnos hasta las tantas, así que habiendo sido convocado por Meza para llegar a una mesa anhelada, el mantel a cuadros rojos y blancos empezó a oler a literatura pura en cuanto confirmé aquello de la amistad a primera vista en el semblante hipnótico de un hombre bien parecido, bigote envidiable (aún sin canas) y una sonrisa que empezaba desde los párpados bajo cejas pobladas.
Jesús Anaya empezó a los 18 en el periódico El Día con Miguel Donoso Pareja, luego como cácaro y presentador de películas en el cinecito de la Casa del Lago y primeras andanzas como corrector en ediciones Era y editorial siglo XXI, (pero dicta la leyenda que siendo estudiante de Filosofía y Letras horadó la espalda de la estatua del expresidente Miguel Alemán en Ciudad Universitaria y colocó una carga de dinamita que lo hizo volar con todo y toga de estatua), aunque lo verificable es que Anaya junto con Julián Meza pernoctaban en el plantón frente a la Rectoría de la UNAM y en las noches jugaban a reventar cocteles Molotov sobre pecho, hombros y cara de piedra de la mentada estatua (que -para colmo- había sido encargada a un escultor de ideas comunistas que engañó a los patronos tallando la cara de Miguel Alemán como clon de Josif Stalin), así que los desahogos de los jóvenes estudiantes ya prefiguraban su ánimo antidogmático y libertario de veras.
Fundó y publicaba en la revista Hora cero, primera publicación de la lucha intelectual es un enrevesado México al filo del primer mundo habiendo pedido a inicios de la década psicodélica y en paquete los Juegos Olímpicos y Mundial de Fútbol, al filo de un descalabro posrevolucionario que se desparramó como baño de sangre en matanza de estudiantes en Tlatelolco (sin ficción, Anaya encarnó como muchos la voz por la libertad de presos políticos, la denuncia de la prensa vendida, el grito que unió a Pueblo y burócratas al movimiento de estudiantes y la insólita lucha por Diálogo Público). Quizá porque creía en la frase de Mao de que “una chispa incendia la pradera entera”, Anaya escribió al día siguiente del 2 de octubre una carta exigiendo la renuncia del presidente de México y se integró a un grupo clandestino de lucha, aún sin preparación para los golpes, (sin mitología utópica acepta salir del país como corresponsal de la Agencia Mexicana de Noticias en Ecuador. En palabras de él mismo, “quema las naves” en enero de 1969 y con un cuchillo más una pistola desarmada en funda de grabadora de periodista monta en un avión que llegó a Quito procedente de Montevideo cargado de estudiantes que viajaban a Miami y mostrando el cuchillo a la azafata llega a la cabina e instruye al capitán de la nave un nuevo destino en La Habana (aunque según Julián Meza y el pasto del mito, Chucho sólo sacó el cuchillo sin amenazar a nadie y fue la azafata sin palabras la que lo llevó directamente al timón del avión y fue el piloto aterrado y por las costumbres de la época quien desvió como de rutina la trayectoria a La Habana).
Al aterrizar en Cuba una comitiva de comandantes de verde olivo convocó un comunicado conjunto de prensa donde se aludía a “respuesta revolucionaria a la matanza de octubre ‘68 y demás arengas (aunque Julián Meza afirmaba y la mitología levita con la interpretación de que Chucho “estaba hasta la madre de su entonces esposa y salió de casa con enrabiadas ganas de cambiar de vida y paisajes), lo cual podría confluir para concluir que en verdad el gobierno cubano no supo qué hacer con Anaya y lo reculó a una suerte de arresto domiciliario durante tres semanas, para luego concederle un salvoconducto a París (donde la niebla del cuento afirma que los castristas esperaban que la Interpol lo detuviera) para luego, llegase Chucho a Checoslovaquia (viajando -dicho por él- en un avión lleno de negros cubanos que iban a encontrar la muerte en Angola, vía Praga).
De Checoslovaquia, Jesús Anaya logra salir a Viena y brincar a Italia (no sin la ensoñación literaria que afirmaba que viajó en el tren de aterrizaje de un avión habiéndose ligado a una aeromoza de Alitalia… para convertirse en polizón a 20 grados bajo cero) y en Italia consta que logra contactos con amigos de pensamiento liberal e izquierdista por lo que consigue trabajo en la prestigiosa editorial Feltrinelli, no sin antes saciar su ansia de preparación militarizada en un campamento de Al Fatah en Jordania y habiendo pasado varios meses de guerrillero simulado en las montañas de Venezuela. Lo cierto es que Anaya trabajó una década en italiano como formador, corrector y editor con toda la barba en una de las grandes casas editoriales italianas hasta que un recorte presupuestal lo obliga a volver a clandestinamente a México en 1971.
Fue detenido por la policía mexicana en 1972 y desaparecido durante un mes en el siniestro Campo Militar número uno para luego ser encerrado en la cárcel de Lecumberri, de negrísima memoria. Dieciocho meses después, Anaya Rosique salió entre los 30 presos canjeados por el secuestro del Cónsul Terrance Leonhardy de Estados Unidos en Guadalajara( y según la novelística: Chucho vuelve sorprendido al Campo Militar 1 sin imaginar que en la madrugada del 7 de mayo de 1973 es llevado con los otros 29 directamente a la puerta de un avión que lo llevaría del antiguo Distrito Federal de vuelta a la isla de Cuba). “¡Me lleva la chingada!”, decía Anaya Rosique que ya aquí sí imaginaba lo que le esperaba al volver a Cubita la bella: declarado “huésped incómodo” y calificado en una novela de Luis Sepúlveda como “rehén del gobierno cubano”, no era secreto que Chucho era opositor a la ya asentada tiranía de Fidel Castro (y según el cuento de Julián Meza, fue la viuda del Che Guevara la que intercedió en su favor por piedad realmente revolucionaria), pero lo cierto es que Anaya junto con media centena de mexicanos revolucionarios desencantados del fracaso revolucionario cubano fueron vigilados en arresto domiciliario (sobre todo cuando el soviético Brezhnev visitó a Fidel en La Habana y al año siguiente, la visita a Cuba del presidente mexicano Luis Echeverría…y así los mexicanitos pasaron más de un año presos en la Isla de Pino, penal de presos políticos cubanos negado por los barbudos.
Chucho como sus colegas desencantados estaban entre el mito y el despotismo, profundamente antidogmáticos, convencidos anteestalinistas pero manteniendo una saliva de militancia guerrillera y utópica à la Ché como fantasma. Chucho es y será siempre un libertario con simiente de anarquista, liberal y pensante enemigo de la obstinación dogmática. Lloraba así pasaran los años cada vez que evocaba las ilusiones perdidas y a los estudiantes muertos… ¡y pensar que el ahora gobierno “progresista” de México encumbra como policía al nieto del general García Barragán, uno de los varios asesinos de ese sueño que fue México hace más de medio siglo. Anaya y la media centena de mexicanos fueron encerrados en un campo de trabajo agrícola de 1973 a 1975 y luego de una suerte de amnistía, logró un pasaporte para viajar a Bulgaria; de allí escapó a Budapest y de nuevo a Itallia. Allí es cuando entra a Feltrinelli (y así se enredan las biografías que se cuentan como novela) para pasar años y volver libre a México en 1982, (no sin que la invención añada que -estando con Feltrinelli- Chucho redactó, imprimió y militó en las diabluras de Brigate Rosse, aumentando la leyenda de bandolero con causa). Trabajó entonces en la Secretaría del Trabajo haciendo libros, luego lo mismo pero en Villahermosa, Tabasco y llegar a la madrugada en que nos conocimos.
Chucho pasó por todos los pasos de la hechura de un libro. Como lector construyó una vida de imaginación y memoria, crítica y conciencia en interminables bibliografías que contagiaba con sonrisas. Chucho entró como dijo Martí al “corazón del monstruo” y como Director Editorial de Planeta México midió el tamaño de la ballena y regresó por ende a los peces de colores, las editoras independientes, la magia de lo humilde y artesanal. Siempre Quijote, Anaya Rosique luchó siempre contra todo absurdo y peleó por la Justicia...
La noche en que lo conocí nació la idea de la revista ESTUDIOS del Instituto Tecnológico Autónomo de México, que en pocos meses él mismo diseñó y editó con la ayuda de su hermano Carlos. Yo estudiaba Historia de oyente en la UNAM y Economía de necio en el ITAM, pero ya contagiado de cuentos y lecturas, por lo que Julián Meza y Jesús Anaya me dieron trabajo como asistente de redacción en ESTUDIOS.
Me enseñó a corregir galeras con el idioma ortotipográfico, junto con Juan José Reyes, y a cribar textos de grandes autores, solicitar colaboraciones junto con el director Julián Meza que conformaba índices indispensables para cada número de la revista y me enseñó la humildad que se necesita para aceptar y tragar erratas, pergeñar párrafos propios y leer, leer y más leer. Chucho me enseñó también que un editor de veras (así como un escritor) ha de cultivar una curiosidad insaciable e infinita. Fue un francotirador de precisión minuciosa, un rebelde inmarcesible y un constante insurrecto.
Fue uno de mis maestros y mi amigo por lo que queda nuevamente escrito que hubo un diciembre en Guadalajara y ya con canas, habiendo transpirado todos los días de la Feria Internacional del Libro y habiendo exprimido todas sus horas poco más allá de la clausura, me fui cabizbajo y recargado de libros al aeropuerto de Guadalajara arrastrando el sobrepeso hasta la última sala del hángar vacío para abordar el último vuelo de medianoche para la Ciudad de México y allí me esperaba leyendo en silencio el legendario aventurero, sagaz editor, guerrero revolucionario invencible, editor editante, maestro ejemplar y amigo entrañable llamado Jesús Anaya Rosique, “famoso en mi memoria por haber secuestrado un avión en 1969 y por ello, acercarme sin querer importunarlo, ambos en digestión de tanta FIL, para que me iluminara el ánimo con su amplia sonrisa, preguntándome ‘¿A dónde quieres volar?’”, como quien regala un libro al conocerlo en persona y de quien me despido aquí viéndolo envuelto en las nubes.
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