La invención de la vía mexicana
La expectativa más reproducida es que Sheinbaum se convierta en un referente de la contención de las nuevas derechas latinoamericanas y que, a la vez, contribuya a unificar las izquierdas
Siempre que se consolida una hegemonía de izquierda en América Latina, surge el impulso de convertirla en modelo para toda la región. Pasó con la Cuba revolucionaria, con Salvador Allende y Unidad Popular en Chile, con los sandinistas en Nicaragua y con Hugo Chávez, la Revolución bolivariana y el llamado “socialismo del siglo XXI” en Venezuela. Parece haber llegado el momento de López Obrador y Claudia Sheinbaum en México.
Después de unas elecciones en las que su candidata obtuvo 59% de los votos, Morena, nuevo partido gobernante en México, ha logrado con derroche de pragmatismo una mayoría legislativa aplastante. Esa mayoría le ha permitido producir, en el último mes de la presidencia de López Obrador, una reforma constitucional que le garantizará el control del poder judicial, agrandará aún más las funciones civiles del ejército y reducirá al mínimo los organismos autónomos que interactuaban con la sociedad civil y la ciudadanía.
El tipo de hegemonía construida por la izquierda oficial mexicana no es similar al de cualquier otra izquierda democrática de la región, como la brasileña, la uruguaya, la chilena o la colombiana. Es un tipo de hegemonía que no imagina su paso por el Gobierno como algo transitorio, sino como una reconstitución prolongada del país. La agenda de políticas públicas del Gobierno se entiende como un “nuevo proyecto de nación”, no como la secuencia reformista de una gestión en el poder.
Es esa ficción revolucionaria, dentro de un marco institucional democrático, la que justifica el avance hacia un mayoritismo con una oposición y una sociedad civil disminuidas y controladas. Se trata de un mayoritismo edificado a partir la eficacia del sufragio y entendido como acto de identificación con un Gobierno que ha distribuido derechos sociales: aumento de salario mínimo, reducción de la pobreza, pensiones de adultos mayores, programas de apoyo a la juventud.
La continuidad de esa hegemonía en México, con el nuevo Gobierno de Claudia Sheinbaum, gana internamente en respaldo popular y neutralización de opositores. Pero también comienza a atraer apoyos de sectores de la izquierda global y, específicamente, latinoamericana y caribeña, que se mueven en el circuito más claramente autoritario de la región.
En medios afines a los gobiernos de Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Miguel Díaz-Canel se ha visto con simpatía la elección de Sheinbaum, la reforma judicial, el avance de la militarización y las fricciones diplomáticas de México con España, Perú, Ecuador, Argentina y Panamá. Esa visión sintoniza muy bien con las propias redes mediáticas de Morena, en las que la sucesión entre López Obrador y Sheinbaum se promueve como ejemplo a seguir, frente a izquierdas divididas como la boliviana o la argentina.
Ha sido muy revelador constatar que en esas mismas redes de la esfera pública obradorista no se esgrima el ejemplo de la elección democrática mexicana, legítima y con resultados reconocidos por la propia oposición, como antípoda de la reciente reelección de Maduro en Venezuela. Ese doble rasero denota uno de los componentes básicos de toda pretensión de hegemonía regional: diluir las diferencias entre izquierdas democráticas y autoritarias.
La expectativa más reproducida es que Sheinbaum se convierta en un referente de la contención de las nuevas derechas latinoamericanas y que, a la vez, contribuya a unificar las izquierdas. Una expectativa que ya se atribuyó al propio López Obrador, pero que comenzó a tropezar en cuanto su gobierno desplegó una extraña intimidad con Donald Trump y dejó saldos disparejos en la presidencia protémpore de la CELAC, las alianzas con Evo Morales en Bolivia, Pedro Castillo en Perú y Alberto Fernández en Argentina y, sobre todo, la gestión del control migratorio, más que la apuesta decidida por la defensa del desarrollo de Centroamérica y el Caribe.
En la retórica, López Obrador reclamó a Estados Unidos la necesidad de invertir en el desarrollo de la región con mayor potencial migratorio. Pero en la práctica actuó siempre en sintonía con la estrategia de Washington para contener el flujo. Esa política fue uno de los dos componentes de su profundo entendimiento con Trump: el otro sería la suscripción de la guerra comercial contra China, que el presidente vio como una oportunidad para consolidar a México como principal socio comercial de Estados Unidos.
La complicidad con Trump ha sido el trasfondo y, a la vez, la contracara del acercamiento de López Obrador al flanco autoritario de la izquierda latinoamericana. Esa compensación se desdobla en un mandato que no se asume como energía democratizadora en la región centroamericana y caribeña sino como agente de protección diplomática de los proyectos antidemocráticos de Venezuela, Nicaragua y Cuba. En los últimos meses del gobierno de López Obrador, México tuvo la oportunidad de acompañar a Brasil, Colombia y Chile en un claro posicionamiento a favor del respeto al voto, tras las elecciones del 28 de julio. El presidente, en cambio, prefirió sacar a México de la línea de mayor presión, encabezada por Lula, Petro y Boric.
Esa protección diplomática del autoritarismo se ve reforzada por la concentración del poder que se experimenta a nivel doméstico. López Obrador hereda a Sheinbaum una puesta en escena precisa de la máxima oficial de que “la mejor política exterior es la interna”. En esa puesta en escena, los guiños al bloque bolivariano adoptan un perfil contradictorio, por el cual la tolerancia de la violación de derechos humanos e, incluso, del fraude electoral, se mezclan con la prioridad de acelerar la integración de México a América del Norte.
La imagen de los mandatarios que acompañaron a Claudia Sheinbaum en su toma de posesión, el 1 de octubre, ofrece el pie de foto de la vía mexicana. De hecho, es muy probable que, en contra del pronóstico más difundido, López Obrador viaje más por el mundo como expresidente que como jefe del Estado mexicano. No sería extraño verlo pronto en algunas capitales latinoamericanas y caribeñas, donde reproduciría el mensaje de cohesión regional que no alcanzó a trasmitir durante su sexenio.
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