En Estados Unidos y en México: el poder judicial a las urnas
El poder judicial de los dos países norteamericanos se encuentra sumido en una crisis ética y de legitimidad
Inmersos como estamos en el debate sobre la reforma judicial, rara vez nos percatamos de que la justicia se discute en todas partes. Incluso en nuestro vecino del norte. A pocos meses de dejar la presidencia —¿cómo se atreve?—, Joe Biden reveló tres propuestas de reformas constitucionales. El paquete de iniciativas lleva por nombre “Nadie por encima de la ley”.
Estos proyectos, diseñados para ajustar los engranajes de la democracia estadounidense, tienen un propósito ineludiblemente electoral. Su aprobación, en un Congreso dominado por los republicanos, es un sueño lejano. No obstante, cuentan con el respaldo de Kamala Harris, la probable sucesora de Biden en la contienda presidencial. En el improbable caso de una mayoría demócrata, el partido estará obligado a materializar las reformas. Las propuestas son estandarte y promesa.
Nuestros analistas en México no pueden contener su furia: Joseph Biden (el muy misógino), pretende maniatar a su sucesora. Bien haría Kamala Harris en distanciarse, no ser mera calca. La ironía, confío, es evidente.
Con precisión de relojero, Biden ha identificado un problema, formulado un diagnóstico y propuesto una solución, guiado por el antiguo principio newtoniano: a cada acción corresponde una reacción de igual magnitud y en sentido contrario. ¿Pulsión autoritaria o sentido común? Juzgue usted.
Las reformas son tres. La primera apunta a eliminar la inmunidad del presidente de EE UU por delitos cometidos durante su mandato. Esta iniciativa responde a un criterio nebuloso y subjetivo, recientemente sostenido por la mayoría conservadora de la Corte Suprema, al otorgar inmunidad a Trump en relación con el asalto al Capitolio ocurrido mientras aún ocupaba la presidencia. El presidente como rey.
En México, ese asunto está resuelto. Nuestro Ejecutivo federal tiene inmunidad solo durante su mandato y, durante la administración del presidente López Obrador, se amplió el catálogo de delitos por los cuales el presidente puede ser procesado. Fue una de sus promesas de campaña. Además, entre las propuestas enviadas al Congreso de la Unión por el tabasqueño el 5 de febrero pasado, se incluye la eliminación total de esta protección procesal.
La segunda propuesta de reforma pretende corregir una anomalía del sistema estadounidense: la duración vitalicia de los jueces de la Suprema Corte. De aprobarse, el mandato de estos jueces se limitaría a 18 años y cada dos el presidente nombraría a uno nuevo. Si bien es cierto que los poderes judiciales están deliberadamente diseñados para tener mayor estabilidad que el Ejecutivo y el Legislativo en el tiempo, el nombramiento vitalicio tiende a fomentar posiciones más conservadoras y elimina la rendición de cuentas. La iniciativa de Biden busca cambiarlo: que el poder judicial evolucione junto con la sociedad a la que sirve y que un solo presidente no pueda nombrar a un número desmesurado de jueces.
De este lado de la frontera, esa discusión quedo zanjada hace tiempo. Los ministros de la Suprema Corte tienen un mandato de 15 años y su nombramiento se realiza de manera escalonada. De aprobarse la reforma judicial de AMLO en su forma actual, los nuevos ministros ocuparán su cargo durante 12 improrrogables años.
La tercera propuesta es la implementación de un código de ética vinculante para los nueve jueces de la Corte Suprema. No es que el tribunal carezca de un manual de conducta, sino que hasta ahora lo han considerado voluntario, opcional. De aprobarse la iniciativa de Biden, los jueces de la Suprema Corte de EE UU deberán revelar los regalos que reciben y excusarse de conocer asuntos en los que tengan conflictos de intereses. Lo normal, lo sensato. Esta iniciativa responde directamente a los recientes escándalos de corrupción que han salpicado a los ministros del país de Estados Unidos y que han terminado en intentos de juicio político en su contra. Pasa hasta en las mejores familias.
En este ámbito, en México el pasto no es más verde. Aunque el Poder Judicial de la Federación posee un Código de Ética, su aplicación es —por decirlo suavecito —arbitraria. El Consejo de la Judicatura Federal —presidido por la misma persona que encabeza la SCJN— sanciona con parsimonia y siguiendo la máxima juarista: para los amigos justicia y gracia, para los enemigos la ley a secas.
El poder judicial de EE.UU, al igual que el nuestro, se encuentra sumido en una crisis ética y de legitimidad. No es secreto que Trump lo ha llenado de perfiles conservadores, aprovechando un Congreso republicano que, extraordinariamente, le permitió ratificar un número de jueces federales mayor al de cualquier presidente promedio. Él lo llama “su legado”. Académicos y demócratas coinciden: la actuación de Trump sobre el poder judicial ha vuelto a este partisano y poco diverso.
En Estados Unidos, el poder judicial —incapaz de autocontenerse, de evolucionar, o de realizar cualquier ejercicio de autocrítica— se dirige hacia las urnas. Cualquier parecido con lo que ocurre en México es mera coincidencia.
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