Recalentado electoral III: la noche del sol Azteca
Fragmento de un soliloquio de Jesús Zambrano que fluctúa entre lo real y lo ficticio. Quizás más en lo primero que en lo segundo
Estoy en Benjamín Franklin 84 bajo la luz tenue de la única lámpara que todavía funciona en la sede del PRD. El joven notificador del Instituto Nacional Electoral acaba de entregarme —en mi calidad de presidente del partido— la sentencia de muerte del Sol Azteca: un tajo limpio en la yugular. Gracias, murmuré, y arrojé el documento a la viejísima trituradora, solo para descubrir que esta ha perdido también la voluntad de funcionar. La autoridad ha sentenciado —palabras más, palabras menos— que nuestra votación no nos permite seguir recibiendo recursos públicos. Que ya no representamos a nadie. Se ensañan con los débiles. Así lo ordena el dictador, el tabasqueño.
Un tal Ricardo Badín ha sido designado como interventor. Será él quien revise mis tickets y apague el sol. Me preparo para rescatar mis memorias de sus liquidadoras manos. Recorro las oficinas, hoy cubiertas de telarañas, de un partido que alguna vez clamó por democracia y patria para todos. Encuentro añicos de poder.
A lo lejos, diviso, enmarcado en la sucia pared, un viejo periódico clandestino. Me acerco con dificultad —cada paso cargado con el peso de los años y las traiciones— y releo la narración de mis inocentes días como guerrillero en la Liga Comunista 23 de Septiembre. ¿Y todo para qué? Esas ideas ingenuas solo me trajeron el disparo que destrozó mi mandíbula y casi me mata. Ya ni creo en todo aquello. Hace mucho que lo acepté: décadas antes de aprender a pronunciar correctamente el bisílabo Xóchitl. Con furia, arrojo el cuadro asegurándome que el vidrio quede tan pulverizado como mis convicciones. Hay más futuro en ese vidrio que en este hombre.
Sigo hurgando en las cajas que guardan evidencia de la última parte del siglo pasado. Las fotografías muestran la magnitud de lo que fuimos: una marea amarilla. Es 1997 y un baño de sol vitorea en la Plaza de la Constitución a Cuauhtémoc Cárdenas. El hombre que iba a salvarnos y que no pudo salvarse ni a sí mismo.
Éramos felices y lo sabíamos. Suspiro. Fuimos la segunda fuerza política del país y gobernábamos (esa serena, lejana y magnífica palabra: gobernar) la Ciudad de México, las tierras montañosas que Monreal se niega a soltar, Michoacán, Baja California Sur, Tlaxcala, Guerrero, Chiapas... un mundo. Me aseguro de que no haya nadie en la oficina al sentir una solitaria lágrima acariciar mi mejilla. Cierro la caja a medio camino entre la nostalgia y el respeto. Lindo pasamos.
Desde no tan lejos, un archivero oxidado me hace señales con su herrumbre. El cajón entreabierto murmura mi religioso nombre. ¿La etiqueta? Paso mi dedo para descubrir las letras negras bajo el polvo: desafuero. ¡Si tan solo sirviera la trituradora!
Huyo enfurecido a mi oficina y azoto la puerta con tal fuerza que la diana para dardos cae al suelo. Una fotografía al centro. Es Andrés Manuel López Obrador: la tragedia de mi vida. Su imagen me mira con mueca burlona, ese engreído, un hombre normal que se cree fantástico. Un ingrato que despreció 23 años de militancia como si nada significaran. Su recuerdo me golpea como una rama. Su éxito me enferma.
Recojo el viejo calendario que se quedó congelado en el día maldito: 9 de septiembre 2012. ¿Cómo olvidarlo? Estuve de luto mucho tiempo. La corriente obradorista se separó oficialmente de nosotros y terminó por desfondar al partido. Un poco de alquimia, visión a largo plazo, rojo y azul y ¡tarán!: nuestro radiante amarillo se convirtió en guinda. ¡Guinda! Retumban en mi cabeza las palabras macuspanas en aquel Zócalo repleto: “Nada me deben, nada les debo. Estamos en paz”. Mentiroso. Mil veces mentiroso. Obrador se llevó mi paz. Y al pueblo.
Hago un esfuerzo por no admitir que es él —y él solo— lo que me sostiene en el tenue borde de la relevancia.
Intento tranquilizarme, no todo es lágrima o reproche. Respiro con anhelo y camino hacia un mapa que cuelga de la pared. A la República mexicana lo tiñen tres colores: rojo, azul y amarillo. ¡Qué tiempos aquellos! El papel proclama: “Pacto por México: todos trabajando por ti”. Sonrío consciente de la ambigüedad del pronombre. Esos fueron buenos tiempos con buenos amigos. Qué lástima que terminaron tan rápido. Ojalá 2012 durara para siempre.
Pero me han abandonado, estoy solo. Ellos están en Madrid o con el futuro resuelto. Yo, en cambio, apenas marginal. Salvo que el INE se compre el cuento de mis impugnaciones, ni una pluri podré ganar... ¡Qué ciego fui! Yo, que estudié para físico matemático, fallé con los números más esenciales. ¿Dónde se metió ese 3% que se creyó la patraña de la izquierda moderna, de la socialdemocracia a la finlandesa?
Tendré que confiar la defensa de la democracia en los compañeros Cortés y Moreno; en sus colmillos y en sus garras. En cambio, no espero nada de mis viejos colegas de partido que saltaron a tiempo del barco: Barrales, Noroña, Monreal, Delgado, Ebrard. Ellos al senado, yo a la casa. Los traidores son siempre traidores.
Me queda mi compadre Guadalupe y su oferta de fundar un nuevo partido. Profetiza que con Claudio y la valiente Xóchitl regresarán a nuestras manos los tiempos de poder y de gloria. ¿Tendré tiempo de empezar de nuevo yo que solo huelo a pasado?
Es tarde, debo ir a casa. Quizás pase a ver a Jesús Ortega; últimamente siempre está disponible. Hablar con él es volver a vivir. Lo que pudimos ser, lo que ya no fuimos. Los dos Jesús lo tenemos claro: el anatema es uno e indiviso.
Echo un último vistazo a las oficinas antes de cerrar la puerta. No me llevo nada: a todo pueden prenderle fuego. El INE, con su oficio, cree que ha matado un partido, un astro. En realidad, ha matado a un hombre.
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