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Violencia en Guerrero
Columna
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Agua bendita para la ‘pax’ narca

Los esfuerzos de mediación con los criminales deben tener dos condiciones de inicio: que la paz no sea una simulación, y menos un botín, y que la sociedad salga fortalecida del acuerdo

Salvador Camarena

¿Quién absuelve a quién de sus pecados? ¿El presidente de la República a la jerarquía católica en Guerrero o esta a un mandatario incapaz e indolente? Porque la cuestión que realmente importa es a qué santo se han de encomendar los guerrenses cuando el Estado les falla.

Es buena noticia el fracaso mediador de la Iglesia católica en Guerrero. Como cualquier cura y mortal sabe, las buenas intenciones no cuentan, solo las obras bien hechas salvan de hacer el mal incluso cuando se tenía el mejor propósito.

Se entiende, y agradece, la iniciativa tomada por clérigos en Guerrero, que hartos y tristes de que su grey sea consumida por malvados dueños de pueblos y vidas en ese Estado intentaron una mediación con los jefes criminales para que ya no maten feligreses.

Pero la respuesta del Estado, es decir, del Gobierno, múltiples instituciones y la sociedad, no debe ser la aquiescencia frente a ese tipo de pasos del clero en el camino de apaciguar tan sufrido rincón de la patria. El remedio puede salir peor que la enfermedad.

Tales esfuerzos de mediación deben tener de inicio dos condiciones. Que la paz no sea una simulación, y menos un botín del que medran quienes con ilegales medios imponen sus fueros en donde solo el Estado ha de mandar. Y que la sociedad salga de ese acuerdo fortalecida, recompensada; no atada.

Así como los católicos creen que el pecado no se lava por la mera confesión, que es menester arrepentimiento y un propósito de enmienda, de igual forma no hay paz sin justicia, ni esta sin desestimiento de la transgresión de derechos de otros. En ambos casos, sin penitencia.

Y no hay justicia sin verdad, ni justicia sin reparación. No se puede negociar con criminales para que dejen al pueblo en paz. Se puede y debe ayudar a que dejen las armas, a que desistan de su imperio construido con sangre derramada y familias rotas. A que confiesen y paguen sus crímenes.

La iniciativa de la Iglesia en Guerrero será una bienaventuranza si logra que las balas cesen al mismo tiempo que las y los guerrerenses son liberados del puño de la extorsión. La pax narca no es paz así esté rociada con agua bendita.

¿Era un primer paso? Vale. Reglas inmediatas: diálogo si y solo si en la mesa está que dirán dónde están los desaparecidos, y si de inmediato cesa la extorsión a cada chofer, trabajador, campesino o empresario; si acaba el pago de regalías a esos que no son dueños más que de amenazas creíbles.

Si eso no es aceptado, no vale la pena ilusionar a quienes ya no transitan una carretera, o ya no compran ni venden, sin pedir permiso o tributar a los mafiosos. La paz no es la ausencia de asesinatos ―qué gran regalo sería eso para López Obrador—, la verdadera paz es el goce irrestricto de libertad e integridad.

El retorno de la tranquilidad a Guerrero está lejos. Hay que agradecer a la Iglesia el no quedarse de brazos cruzados, el levantar la voz, el intentar hasta una medida propia de una muy lógica desesperación. La puerta que han de tocar, sin embargo, es otra.

La Iglesia con vocación pacificadora debe exigir al Gobierno que cumpla su responsabilidad.

Su clamor ha de abogar para que las víctimas sean confortadas con justicia integral, para que no haya más violencia ni los criminales se repartan territorio que es de la nación, o sea de todos. No vaya a ser que los delincuentes acepten y ya solo en el sepulcro tengamos verdadera paz.

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